Jose Fuente Lastre, prepara un tamal junto a Maikel Villavicencio, Wilfredo Suárez,
and Yanier Martínez Díaz, durante una reunión de los balseros que arriesgaron su vida en la travesía.
CHRISTINE ARMARIO / ASSOCIATED PRESS
Hacía calor, estaba oscuro y los mosquitos no perdonaban cuando José Fuente Lastre, de 23 años, se subió a una balsa con otros ocho hombres, decididos a irse de Cuba.
La precaria embarcación, construida a escondidas con neumáticos y pedazos de metal y de madera, no había funcionado varias veces. Se filtraba aceite. La hélice sacaba chispas. Se perdieron sin haber llegado siguiera al océano.
“No voy”, anunció Lastre. “Está escrito que no hay que partir”.
“No seas tonto”, le respondió su padrastro, Antonio Cárdenas. “Después de tanto esfuerzo, hay que intentarlo de nuevo”.
Cuatro de sus compañeros decidieron que la empresa era demasiado arriesgada. Se tiraron al agua y se volvieron a tierra.
Lastre miró las manos y el rostro arrugados de su padrastro. Habían invertido casi todo lo que tenían, casi todo lo que había en la granja de animales de Cárdenas y los ahorros de toda su vida de Lastre, $566, en la construcción de la balsa. Lastre había recibido la bendición de su madre y se había despedido de su novia.
Encendieron el motor que habían sacado de un tractor ruso y consultaron la brújula de un viejo bote.
Debían atravesar al menos 175 kilómetros (110 millas) de aguas donde abundan los huracanes y los tiburones para llegar a su destino, la Florida. Si la balsa resistía y no había tormentas, deberían soportar el calor abrasador del Caribe unos pocos días. Pero si se desviaban hacia el oeste, irían a parar al Golfo de México. Cualquier desvío hacia el este y la corriente del Golfo los internaría en el Océano Atlántico.
Avanzaban a paso lento, dejando una pequeña columna de humo de diésel.
Decenas de miles de cubanos han ensayado el cruce del Estrecho de la Florida en embarcaciones precarias hechas en casa, prefiriendo arriesgar sus vidas a permanecer en Cuba.
La promesa del presidente Barack Obama de poner fin a 53 años de hostilidad alienta las esperanzas de una normalización de las relaciones entre las dos naciones y de que los cubanos ya no tengan que correr estor riesgos. Pero nadie espera que el acuerdo entre Obama y Raúl Castro ponga fin a estas arriesgadas travesías de inmediato. Obama no tiene los votos en el Congreso para suspender el embargo comercial de Estados Unidos a Cuba ni para anular la Ley de Ajuste Cubano. En el último año, la cantidad de cubanos recogidos en el mar por la Guardia Costera estadounidense o que lograron ingresar a Estados Unidos aumentó casi un 75%, de 2,129 a 3,772.
Un viaje no buscado
Durante la mayor parte de su vida a Lastre no le interesó irse de Cuba. De hecho, era feliz en la isla.
Vivía con su novia Yainis en una pequeña casa que había pertenecido a su abuela y revendía pan en el mercado negro, ganando 3,000 pesos al mes, equivalentes a $115. Esa es una buena suma si se tiene en cuenta que el salario promedio del cubano es de $20 mensuales, pero de todos modos alcanzaba apenas para la comida y algún par de zapatos nuevos de vez en cuando.
Siempre trabajó. De niño, paseaba a otros muchachos en un carrito tirado por una cabra y cobraba un peso por vuelta. A los turistas le resultaba simpático y pagaban para tomarse una foto. A los nueve años se levantaba a las cuatro de la mañana y caminaba por las calles oscuras para comprar pan. Compraba cada unidad a dos pesos y la vendía a tres. Los vecinos de Camagüey, ciudad de 321.000 habitantes del centro de Cuba, esperaban al decidido muchacho de cabello rubio oscuro que llegaba con su bicicleta gritando “¡El pan!”.
Su sueño era ahorrar lo suficiente trabajando en Cuba como para construirse una casa como la de su padrastro.
Un día vio que su vecino Omarito desaparecía en una balsa y regresaba unos pocos años después con suficiente dinero como para construirse una vivienda e instalar un negocio.
Otro día, viendo películas estadounidenses con Yainis, reparó en el hecho de que hasta los adolescentes tenían automóviles en Estados Unidos. El probablemente jamás llegaría a tener uno en Cuba.
“Si tan solo pudiéramos ir allí”, suspiró Yainis.
Lastre y Yainis son hijos de la revolución. No saben lo que es vivir sin Fidel Castro ni el embargo. Pero han estado expuestos a influencias de afuera mucho más que las generaciones previas.
En el 2009 Obama levantó algunas restricciones a los viajes y a la circulación de dinero, y unas 500.000 personas viajan anualmente desde Estados Unidos a la isla, la mayoría cubanos exiliados, según el gobierno cubano.
Los cubanos que regresan cuentan historias de sus vidas en Estados Unidos, con teléfonos celulares y laptops.
Al no tener parientes cercanos en Estados Unidos, Lastre pensó que jamás podría tener esas cosas.
Cárdenas, por su parte, tenía 50 años, una edad a la que la gente no piensa mucho en lanzarse al mar en una balsa.
Había hecho su vida con la madre de Lastre, Olea. Tenía su nombre tatuado en su brazo derecho. Criaba caballos, cerdos y cabras en una pequeña granja y vendía pan, frijoles y otros productos que cultivaba ilegalmente, arriesgándose a fuertes multas pero al mismo tiempo evitando pagar impuestos y otras tarifas. En un buen mes, podía ganar hasta $120. Parecía mayor de lo que era porque pasaba mucho tiempo bajo el sol. Tenía canas y la frente y el cuello surcados de arrugas.
La idea de que Lastre se aventurase en el mar en una balsa inquietaba a Olea y a Cárdenas. Pero su hijastro estaba decidido a intentarlo y querían velar por él.
“Ve y consigue una balsa”, le dijo Olea. “Si es fuerte, vete con él”.
La balsa parecía sólida. Lastre soldó placas de metal a los costados y el fondo e instaló una proa y cámaras de neumáticos a los costados. La hélice giraba con fuerza en el agua.
¡Al mar!
Yennier Martínez Díaz, de 32 años, observó cómo se preparaban para zarpar en la costa. Era un trabajador agrícola que vivía cerca del remoto sector desde donde planeaban emprender la travesía. Los había ayudado a transportar las cosas y les había preguntado si se podía ir con ellos. En Estados Unidos tal vez podría encontrar trabajo y hacer algo más para ayudar a un hermano que tenía cáncer. Pero no había espacio.
Hasta que algunos de los integrantes del grupo desistieron de ir.
“¿Quieres venir?”, le preguntó Cárdenas.
“¡Sí!”, respondió Díaz, subiéndose a la balsa con lo que tenía puesto unos pantalones de jean cortos.
“¡Adiós!”, les gritó un pescador mientras la balsa se alejaba hacia el Atlántico.
Al principio había un cielo azul y las aguas estaban tranquilas. Tomaron agua –tenían casi 25 litros (6.5 galones) por persona– comieron galletas y comenzaron a hacer planes.
“Lo primero que voy a hacer es conseguir trabajo”, afirmó Cárdenas.
¿Qué harían si eran pillados y enviados de vuelta a Cuba? Armar otra balsa y volver a intentarlo.
En el segundo día, Cárdenas accidentalmente rozó el motor con su pantorrilla, quemándose la piel. Se le abrió una herida del tamaño de una naranja, que le ardía cada vez que una ola fuerte los mojaba.
Hacia el sexto día, ya casi no tenían combustible y no había señas de tierra.
Pero pensaban que estaban cerca. Apagaron el motor para no ser detectados por la Guardia Costera, que los enviaría de regreso a Cuba si los sorprendía en el mar, convencidos de que las corrientes los llevarían a tierra durante la noche. Decidieron aligerar el peso y tiraron al mar comida y agua.
Pero al amanecer al día siguiente, lo único que se veía a su alrededor era agua.
“¡Pa' Cuba!”, gritó uno de ellos, decidido a regresarse a la isla.
Llevaban siete días sin divisar tierra y algunos de los balseros estuvieron de acuerdo en volver.
“A Cuba no volvemos”, insistió Cárdenas, con el rostro cansado y con una barba incipiente. “Vamos a llegar a Estados Unidos”.
Otros querían usar lo que quedaba de combustible. Cárdenas estaba en la minoría. Desesperado, tomó un mazo y amenazó con destruir el motor si alguien lo tocaba.
Pasó una octava noche sin que se divisase tierra.
“Cuando lo único que ves a tu alrededor es agua, te preguntas `¿qué hago aquí?“’, admitió.
De repente vieron una luz en el cielo. Luego otra. Y aviones. Comenzaron a remar en esa dirección tras notar que había menos estrellas por allí. ¿Señal de que hay una ciudad?
Remaron todo el noveno día y la noche, hasta que finalmente aparecieron en el horizonte luces y edificios. Al día siguiente, encendieron el motor y aceleraron rumbo a la costa. Tocaron tierra cerca de un condominio llamado “Mar Azul” en Key Biscayne. Se bajaron de la balsa y corrieron descalzos hasta llegar a un portón de metal.
Un guardia los vio y sacó las llaves de la puerta.
“Bienvenidos a la tierra de la libertad”, les dijo.
Celebridades en Florida
Después de pasar diez días en el mar, los trataron como celebridades en la Florida. Los periodistas se peleaban por entrevistarlos. Los invitaban a programas de televisión en vivo. Un productor les compró teléfonos celulares. En los restaurantes les invitaban a cervezas y postres. Trabajadores sociales les llevaron cajas con ropa.
Al poco tiempo, no obstante, sus días eran diferentes: Largas horas en una pequeña habitación de un hotel, esperando ser ubicados. Se hacían llevar comida cubana, jugaban dominó y veían televisión. Díaz se quedó con Cárdenas, quien se atendía la quemadura, y Lastre tiraba golpes al aire frente a un espejo. Los demás se fueron con sus familiares .
De vez en cuando hacían costosas llamadas con malas conexiones para hablar con la familia en Camagüey.
Cárdenas le dijo a su esposa que le enviaría dinero apenas comenzase a trabajar. Lastre le pidió a su novia que fuese fuerte y a su madre que vendiese su bicicleta.
“Mami, ¿cómo está mi perra? ¿Me extraña?”, le preguntó.
Un mes y tres días después de haber llegado, los hombres se despertaron en la madrugada, juntaron cinco bolsos grandes y cuatro pequeños llenos de ropa donada y partieron hacia Portland, Oregón, donde el Servicio Mundial de Iglesias les tenía vivienda, trabajos y clases de inglés.
Cárdenas tomó algunas fotos con su teléfono celular: de Lastre mostrando su pasaje de avión, de Díaz empujando un carrito con los bolsos.
Díaz y Lastre nunca se habían montado en un avión. Ninguno hablaba inglés. Pero habían sobrevivido cosas peores.
“Lo peor ya pasó”, dijo Cárdenas.
“No miro hacia atrs”
Tres meses después, Obama anunció sorpresivamente su intención de reanudar relaciones con Cuba y facilitar los viajes hacia y desde la isla.
Cárdenas, no obstante, dijo que, incluso de haber sabido que se venía una mejoría en las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, de todos modos habría intentado la travesía, porque estos cambios tardan mucho y es poco probable que Cuba ofrezca las mismas oportunidades que Estados Unidos a corto plazo.
“No miro hacia tras”, aseguró Cárdenas.