Nochevieja sigue siendo una de las pocas celebraciones
puras y razonablemente universales; con sus matices y sus delirios culturales
El puerco Castro
ITXU DÍAZ
Darán las doce en el reloj. Y será 2015. Y aventaremos el corazón para empezar el año con la ilusión renovada. Serán tantos los proyectos como el tiempo por cumplirlos. Y nos asediará la duda de si la convención del reloj de arena no será más que un embeleco, para quienes quieren distraerse de vivir. Arrancaremos la hoja del calendario. Alzaremos copas. Bailaremos. Y veremos en el cielo los fuegos de mil colores, estallando como los momentos del pasado año, que aún conservamos en brillantes fotografías de la memoria. Y atronará las calles una ruidosa lluvia de júbilo, como si el mundo entero hubiera superado una gran marca: sobrevivir al calendario.
Ocurre que no está en nuestra mano hacer las cosas de otro modo. Incluso aunque todos nos quedáramos de brazos cruzados y con el gesto torcido, como enfadados con el tiempo, la aguja marcaría su hora, y el 2015 llegaría de todas maneras, aún con las calles desiertas y nuestro complot del tedio inviolable, impuesto por la razón en todo el globo. Al fin, en las costumbres casi siempre pesa más el motivo más liviano: el hombre necesita excusas para emborracharse. Y el cambio de año es una como otra cualquiera, pero que goza de la bellísima pátina de la tradición. Son muchas las generaciones que nos precedieron festejando este momento tan especial, cuando termina diciembre, y enero llega con cara de maestro nuevo y desconocido en el primer día de clase.
Se trata de una fiesta con sólidas raíces, engarzadas tanto a las manecillas del reloj, como al clarear de nuestros cabellos. Una velada concesión a lo tradicional en un mundo que se empeña sin éxito en proscribir todo aquello que tiene que ver con nuestros abuelos. La tradición ha ganado ya la batalla a la modernidad. Todo lo que va ligado a la tradición es bello y duradero, de la misma forma que la modernidad está condenada a dejar de serlo. Lo moderno muere, más aún si está vacío, por eso ahora duran tan poco las modas. La propia urgencia se ha vuelto moda. El culto de nuestro tiempo es a la prisa, quizá por miedo a la realidad, y al inquebrantable mazo del reloj, que a todos va igualando cuando llega la hora de la siega.
Nochevieja sigue siendo una de las pocas celebraciones puras y razonablemente universales; con sus matices y sus delirios culturales. Tiznada siempre de lo último, impregnada siempre de la moda más reciente, condicionada siempre por los usos y costumbres del momento, el ritual de Fin de Año mantiene inmutable su esencia, muy por encima del ruido, no exenta de una belleza especial, templada, liberadora, melancólica e ilusionante a la vez. Quizá porque hay algo que se nos va, un año entero de batallas, monotonías, y emociones, y un calendario por estrenar, quién sabe con qué sorpresas a la vuelta de cada página.
Pocas copas mejor alzadas que las de Nochevieja en este 2014, que se irá por donde vino después de sobresaltarnos, de zarandearnos, de asediarnos, y de llenarnos los periódicos de sangre. Dice el Santo Padre que esta Navidad hay “muchas lágrimas” y no le falta razón. No hay más que mirar los anuarios, los resúmenes del año. En la selección de fotografías del 2014 ha habido que hacer enormes piruetas para evitar que todo quedara reducido a esa colección de asesinatos gratuitos, a la violencia sin sentido desatada en estos meses en muchos puntos del planeta, en una espiral que parece caer al abismo, aunque sea al abismo del año que viene.
Quiera Dios que ese abismo sangriento sea ya definitivo. Que cesen los mensajes urgentes con nuevas atrocidades contra inocentes, cada vez más arbitrarias. Que 2015 nos traiga la noticia de que no hay noticia. La calma. Que reserve un espacio innegociable para la justicia y la libertad. Que pueda fluir la paz. Y que, pase lo que pase, no dejemos nunca de reírnos de lo idiotas que somos.