La mansión itálica del valle
Por Gisselle Morales Rodríguez
Don Pedro Malibrán y Santibáñez no tuvo más que subir la colina, arreglarse el traje aún ensopado por el esfuerzo y mirar en derredor. “Compro el terreno”, dijo sin titubeos y emprendió cuesta abajo, tan ansioso por pagar los 18 000 pesos como por erigir el feudo que había empezado a imaginarse cuando vio el valle entero a sus pies.
Y no se equivocaba: el ingenio Jesús Nazareno de Buena Vista, de tierras negras y barro amarillo, se convirtió en apenas 20 años en uno de los imperios azucareros más prósperos, no solo de Trinidad sino de todo el país, y para 1837 había multiplicado 25 veces su valor.
Sin embargo, casi dos siglos después de sus mejores zafras, no quedan ni las huellas de la casa de calderas de 80 varas, de los cuatro trenes jamaiquinos, de los hornos y tejares; ni siquiera de la máquina de vapor de 35 caballos de fuerza que por aquel entonces amenazaba con tragarse todos los cañaverales de la comarca.
Solo la mansión permanece, desafiante aún pese a los estragos de la intemperie, en el lugar exacto escogido por don Pedro Malibrán para abarcar con la vista sus dominios sin necesidad de sofocarse con los calores del mediodía.
Sentadas en los ventanales sin guardapolvos, las mujeres de la familia solían curarse el mal de amores contemplando el ambiente bucólico de la hacienda. Nada aliviaba las crisis de nostalgia como la visión interminable de las plantaciones, salpicadas de esclavos y yuntas de bueyes, las carretas cargadas de caña, el restallar del látigo en las fincas vecinas.
Tal era el panorama perceptible desde cualquiera de las ocho habitaciones de la casa, organizadas en planta cuadrada en torno a un patio interior bajo el cual se encontraba el aljibe. La terraza, construida alrededor de la vivienda, moría en una balaustrada de ladrillos a imagen y semejanza del pretil en la cubierta.
Ningún experto pudiera asegurar por qué los propietarios levantaron una casona más apegada a los cánones de la arquitectura itálica, con su indiscutible influencia neoclásica y la profusa decoración en cornisas, triglifos y pilastras, que a los referentes vernáculos que pululaban en el valle. Lo cierto es que, desde entonces, ha ejercido un influjo casi místico por sus aires de villa europea perdida en la vegetación del trópico.
Deslumbrado por el lugar, el agrimensor Francisco Lavallé dibujó la propiedad hacia 1835 en un plano topográfico, documento de incalculable valía, toda vez que permite localizar con precisión las estructuras de la época y las que fueron agregadas posteriormente, así como el área industrial, los barracones y el jardín escalonado que don Pedro mandó sembrar frente a la fachada del noreste.
En 1857, Justo Germán Cantero dedicó un capítulo de su libro Los Ingenios a Buena Vista, para esa fecha ya bajo su égida, en el que calificaba la casa de vivienda como “una de las más elegantes del país”. Y con tales ínfulas figuraba también en el grabado del francés Eduardo Laplante, preciosista hasta en los detalles de luz y composición.
De sus valores estructurales y artísticos da fe Víctor Echenagusía, especialista de la Oficina del Conservador de la Ciudad de Trinidad, quien explica: “Es un paraje encantador diseñado según el gusto estético de los dueños y que, a pesar del estilo diferente, no renuncia a elementos tradicionales del siglo XIX cubano como los arcos de medio punto y las puertas de tablero.
“En la edificación, además de los materiales traídos de Europa, se emplearon recursos propios de la zona, pues no pocos de sus ladrillos fueron manufacturados en los tejares del ingenio con fines decorativos muy específicos”, añade.
De aquella opulencia sólo se mantiene enhiesto el caserón zarandeado por los ciclones y las estancias de la servidumbre, actualmente habitadas por familias. Basta con subir por el camino empedrado para constatar los signos inconfundibles del deterioro: grietas en los muros de mampostería, daño en la cubierta de madera y losas, la estructura del basamento erosionada, perdida para siempre buena parte de la ornamentación…
Sin embargo, tras varias décadas resistiendo los saqueos del hombre y las invasiones de plantas parásitas y el pastoreo de manadas de chivos, Buena Vista recibe con beneplácito el anuncio —¿ahora sí?— de la restauración largamente prometida.
El proyecto, que hoy se encuentra en fase de ideas conceptuales, pretende poner a esta casa hacienda, junto a otras de la región, en los itinerarios orquestados para el turismo y forma parte de una estrategia mucho más abarcadora: la de restituir al Valle de los Ingenios su antigua bonanza.
Las acciones ideadas hasta el momento deberán redundar en un mejor aprovechamiento de los valores patrimoniales del inmueble en pos del turismo rural o ecológico, filón con prometedores augurios en el ámbito trinitario.
No obstante, lo principal es intervenir en el sitio sin agredirlo, según defiende con vehemencia Echenagusía, todo un romántico de la restauración: “Cualquier propuesta debe fundamentarse en un enfoque sostenible que revitalice el lugar, pero que no lo convierta en escenografía”, acota.
De modo que, cuando finalmente comience el ajetreo contructivo tan anhelado por pobladores y visitantes, la antigua residencia de los Malibrán irá recobrando los torreones que una vez remataron su terraza, las losas bremesas de los pisos, las puertas y ventanas de maderas preciosas y, desde cada uno de los salones, el espectáculo irrepetible de su vista de ensueño.