Por Manuel Vázques Portal A partir del 17 de diciembre de 2014 pareció esparcirse por el mundo una frenética comparsa que al son del estribillo “suelta la muleta y el bastón, que vamos pal Malecón” ha desbordado la capital cubana de visitantes ilustres. Han llegado congresistas estadounidenses, espías falsamente canjeados, negociadores diplomáticos, periodistas vocingleros, futbolitas snifadores, frailes conmovidos y hombres de negocios buscándole la quinta pata al gato.
Han sido cerca de dos meses en que no han cesado las noticias de algún aterrizado prominente, sin que hasta ahora haya ocurrido más que eso. Pero para mí, nada ha sido más extraordinario que el arribo de La muerte del gato, un cortometraje de Lilo Vilaplana, que en combinación con Antonio González Rodiles y su esposa Ailer González, penetró en la capital cubana para enseñarle al régimen cuál es la verdadera pata de que cojea la dictadura.
La muerte del gato llegó a La Habana sin fanfarrias y sin recibimientos oficiales. Desembarcó -debía ser desavionó- en el aeropuerto, sigiloso y elástico, como corresponde a un gato de raza. Quizás entró agazapado en algún bolso de mano o dentro de la cubierta de un disco dedicado al intercambio culutral, que a Lilo Vilaplana no lo quieren bien los administradores de aquellos lares.
Cine a toda costa Su primera aparición -reconocida, porque según sé, el gato ya andaba maullando y conquistando gatas por todos los tejados, azoteas y hasta cobijas de guanó de la isla- fue en la sede de Estado de Sats, en el espacio Cine a toda costa. Ocurrió el último viernes de enero y acudió mucha gente sin que la policía política hiciera un operativo para impedirlo. Esta visto que los gatos se cuelan por cualquier rendija.
He leidó muchos comentarios y crónicas, y hasta supuestos artículos, en los que se elogia o ataca La muerte del gato y no me había decido a garrapatear algunas líneas porque cada inspiración como cada “cabillazo” tiene su momento. Cuando lo ví por primera vez, entre cervezas y con la presencia de Lilo, en casa del escritor Sindo Pacheco, guardé silencio. Cuando se presentó, por primera vez en Miami, en el programa televisivo Ahora con Oscar Haza y el gato andaba tratando de arañar algún premio en el Festival de Cannes, guardé silencio. Cuando el prestigioso periodico español ABC le concedió el premio al mejor cortometraje latinoamericano, guardé silencio. Cuando se presentó en la galería de arte Cuba Ocho de Miami, a donde asistí, guardé silencio.
Guardé silencio porque sabía que en algún momento se presentaría en La Habana. No vislumbraba cómo sería, pero estaba seguro de que ocurriría. Y ocurrió. Nunca en mejor sitio que en la sede de Estado de Sats. Y allí era donde yo quería que se viera. Porque allí está la realidad que recrea. Porque allí están los pariguales de los protagonistas. Por allí permanecen los causantes de la tragedia que cuenta. Me importaba un carajo opinar sobre los valores estéticos del corto. Lilo es un maestro del cine y el teatro, y sabe lo que hace. Me importaba tres pitos ensalzar a amigos tan queridos como Coralita Veloz o Alberto Pujol, quienes han demostrado su valía como artistas. Lo único que me preocupaba era que Lilo me reprochaba no haber escrito antes, pero yo le tenía la sorpresa escondida.
Sin excusas ni permisos Le tenía la sorpresa escondida porque no he olvidado -ni olvidaré- cuando un sapingo de la policía política cubana pensó que lo mataria del susto. Un funcionario de cuarta catadura del ICRT pensó que lo mataria de angustia. Un agente de inmigración pensó que lo mataría de incertidumbre. Pero la única que lo ha matado, pero de amor, ha sido Iracema.
El policía político lo sacó del estudio de televisión y empezó a hacerle preguntas acusadoras. El funcionario de baja estofa del ICRT le prohibió algunos guiones. El agentucho de inmigración se puso reticente para darle la “tarjeta blanca”.
En realidad, ni policia ni funcionario ni agente conocía a Lilio Vilaplana. No sabían de qué fibra estaba -está- hecho. Solo Iracema se le colgó del brazo y le prometió que no lo soltaría hasta que la muerte los separa.
“Ha sido una historia larga. Pero Lilo, sin pedir excusas ni permisos, ha aprendido a caer siempre de pie, desde niño supo que es la única manera digna de morir. Un día recogió sus bártulos, su talento y su mujer y fue a carenar en Colombia. En Cuba lo habían tenido mucho tiempo “Dando Vueltas” y no le permitían desplegar todo su ingenio. Era hora de demostrar que le sobraban agallas, imaginación y oficio.
Precisamente lo conocí poco antes, cuando lo obsesionaba la idea de llevar a la patalla la historia del bandolerismo en Cuba. Se había aprendido de memoria la vida y milagros de Manuel García, el Rey de los Campos de Cuba; las fechorías y peripecias de Arroyito, el Bandolero sentimental; los atracos y compincherías, y ulterior muerte en combate contra las tropas españolas, de José de Santa Rosa Álvarez Arteaga, conocido como Matagás, la romántica historia de “Tina Morejón, la Reina de los bandidos” que transida de amor por el hacendado Don Silveiro lo amaba entre los matorrales custodiada por sus secuaces.
Un cubano de triunfo Era época de dar al público revolucionarios leales, hieráticos, impolutos. Obreros de vanguardia en el puerto de La Habana, mujeres heroinas del trabajo socialistas, cambatientes clandestinos que vendían papalotes para buscarse la vida mientras esperaban poner una bomba en un cine de la ciudad, plagaban las pantallas de los viejos televisores rusos. No había espacio para historias conmovedoras ni frívolas. Lilo no encajaba bien en los planes culturales del departamento de orientación del partido.
De repente dejé de verlo. Pasaron años y tormentos. No supe de él hasta que llegué a Miami. Las series EL Capo hacían furor y yo, que apenas veo televisión, un día descrubrí que el director era Lilo. Para qué contarles la alegría. El triunfo de cualquier cubano, es siempre un poco propio, pero si se trata de un cubano amigo, hasta ganas de emborracharte te entran. Y cuando nos reencontramos no nos embriagamos pero nos pusimos contentones. Ahí me habló por primera vez de La muerte del gato y de sus planes de instalarse en Miami porque Telemundo le ofrecía dirigir Dueños del Paraiso, una telenovela que ya se disfruta con agrado.
Qué pena haya tenido que venir a dirigir la historia de Anastasia Cardona, una mujer timbrada por la violencia y la ambición, cuando en Cuba tenía la bellísima historia de “Tina Morejón, la Reina de los bandidos, y que no le permitieron filmar. Qué pena que La muerte del gato haya tenido que entrar clandestinamente al territorio en que germinó. Pero qué orgullo para él y sus amigos. La muerte del gato entró a La Habana y ese era el momento que yo esperaba para escribir sobre ella. Que se averguence el amo.