Muchos intelectuales
y artistas firmaron un pacto de silencio.
Otros se declararon fieles a la revolución
Miguel Barnet, reverenciando a el dinosauro Fidel Castro
Por Ernesto Pérez Chang | Desde La Habana, Cuba |
Si hay un sector de nuestra sociedad que al gobierno cubano le gustaría erradicar como si fuese una plaga, es el de los intelectuales y artistas, un grupo social molesto que, según lo demuestra el constante “estado de sitio” declarado en la cultura, algunos suponen en la misma frontera entre las lealtades menguadas y la disidencia política, de ahí que durante casi sesenta años, unas veces abiertamente y otras de modo solapado, los gendarmes de la oficialidad se han encargado de implementar estrategias de silenciamiento que han incluido desde el castigo físico y la presión psicológica, hasta el más burdo chantaje contra quienes se niegan a pedir permiso para expresarse libremente.
El gobierno cubano siempre ha interpretado el ejercicio de la libre expresión como un acto de sedición. Todos recuerdan aquel VII congreso de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba donde a Fidel Castro tuvieron que llevárselo prácticamente a la fuerza para detener el arrebato de golpes contra la mesa cuando no estuvo de acuerdo con algunos planteamientos. Hubo que suspender las sesiones hasta que el “eterno líder” simuló estar calmado. Después de aquel episodio, no permitió que se celebrara otro congreso y los intelectuales oficialistas no pudieron reunirse en asamblea durante más de una década.
Negados a aceptarse como presas del miedo
Hace apenas unos días, durante la más reciente Feria del Libro de La Habana, pude conversar con amigos escritores y editores. Unos se me acercaron para felicitarme por algunos de mis artículos en Cubanet e incluso para exponer sus puntos de vista, debatir y hasta sugerirme algunos temas; otros evitaron saludarme o, si lo hicieron, antes miraron a todos lados para percatarse de que nadie peligroso los observara. También hubo quienes me confesaron su desencanto con el estado de las cosas en la cultura y su deseo de poder escribir sin ataduras ni presiones pero, a la vez, se negaban a aceptar que solo eran presas del miedo y justificaban su autocensura con una absurda voluntad de “no mezclarse en asuntos de política”, como si esta fuese un terreno extraño a la literatura o como si las actitudes del régimen cubano no los despojara de los espacios de expresión.
Un ejemplo bien concreto de tales usurpaciones fue el plan de presentaciones de la pasada Feria del Libro de La Habana. Año tras año las editoriales cubanas han sido obligadas a realizar las llamadas “presentaciones en bloque”. No se pueden realizar lanzamientos de manera individual, de modo que las editoriales disponen de entre media hora y 45 minutos para presentar 4 o 6 volúmenes, de modo que a cada autor le corresponden menos de 10 minutos para hablar de su obra y conversar con su público. Sin embargo, no sucede lo mismo con los libros escritos por militares y otros sujetos de “probada lealtad”. Para ellos siempre quedan reservadas las mejores salas de presentación, con mayor confort y capacidad, y hasta cuentan con tiempo ilimitado para promover sus panfletos.
Mientras, por un lado, los verdaderos escritores deben lidiar con el calor y el bullicio del entorno e incluso con la ineficiencia de la industria poligráfica que jamás cumple con los compromisos de entregas a las editoriales , por el otro, los generales, los llamados “cinco héroes” y los hijos de los dirigentes (quizás devenidos escritores por obra y gracia del espíritu de Carlos Marx), disponen de tiradas masivas de sus libros y de una cobertura mediática que a cualquiera le hace pensar que solo, debido al “sacrificado paso al frente” de los oficiales del Ministerio del Interior y las Fuerzas Armadas, en la isla tenemos algo muy parecido a la literatura pero menos “reprobable”.
“Es que los poetas y los escritores en Cuba son muy aburridos, fíjate que nadie los conoce”, me dice un vecino cuya deformada visión de nuestra literatura ha sido forjada por los periodistas de la Televisión Cubana, que solo dedican espacios estelares a la promoción del último texto del espía-poeta Antonio Guerrero o al más reciente panfleto del hijo de Raúl Castro.
La historia contada en primera persona
De mis tiempos como editor en el Instituto Cubano del Libro, recuerdo los sobresaltos de los directores de las editoriales cuando los poligráficos anunciaban que estaban a la espera de cualquier libro de Fidel Castro para quien debieron comprar nuevas y costosísimas máquinas de impresión cuando se le ocurrió dedicar sus últimos días a “reflexionar”. Todo el papel que se adquiría en el extranjero para cumplir con los planes editoriales se empleaba entonces en lo que era considerada una “tarea de primerísima prioridad”. El antojo del comandante en jefe se traducía posteriormente en recargos a los presupuestos de las editoriales, incumplimientos y suspensión de más de la mitad de las presentaciones de los escritores. Todo esto sumado a las demoras en los pagos de los derechos de autor, que casi nunca superan los 8 mil pesos (poco más de 300 dólares) por una obra, de modo que un escritor cubano que depende de las instituciones oficiales está condenado a la miseria si su libro no sale en tiempo. Una estrategia perversa que lo obliga a abandonar o desatender su creación para poder sobrevivir o alimentar a su familia con otros oficios ajenos a la cultura, un problema que la “revolución socialista” prometió resolver pero que ha sido una de las tantas promesas postergadas o abolidas.
Según pude conocer, de boca de algunos editores y directores editoriales, en la más reciente Feria del Libro el panorama no fue muy distinto en comparación con años anteriores. Incluso, en opinión de algunos, empeoró. La improvisada publicación de los poemarios de los llamados “cinco héroes” y del libro de Alejandro Castro Espín retrasó la publicación de otros libros de autores “civiles”.
Una funcionaria de una de las más legendarias editoriales cubanas (que por razones obvias no identificaremos) ya no sabía cómo responder a los reclamos de los narradores y poetas que, como decimos en Cuba, “quedaron colgados de la brocha” debido a la prioridad que tienen los libros provenientes del Ministerio del Interior, las Fuerzas Armadas o el Consejo de Estado. Fue esta misma funcionaria quien, con ironía, me dijera una frase acertadísima: “la feria del libro debería ser un asunto de la Seguridad del Estado y no del Instituto del Libro, al final, son ellos los protagonistas. Fíjate, no son ellos quienes presentan un libro de Lourdes Gonzáles [una editora, poeta y narradora de Holguín] sino ella la que hace los elogios de un libro que estoy segura que ni siquiera le importa”. Se refería al “poemario” de uno de los cinco espías liberados recientemente por el gobierno norteamericano.
Los métodos del Ministerio de Cultura
A pesar de las inconformidades y de las quejas masculladas en los rincones, pocos intelectuales del patio se atreven a denunciar el constante escamoteo y el pacto de silencio del cual son más victimarios que víctimas, por el grado de complicidad que asumen al morderse la lengua. Las consecuencias por desobedecer a los guardianes ideológicos de la “revolución” pueden ser muy diversas. Desde la inclusión en listas negras de autores que no pueden ser ni publicados ni promovidos en los medios hasta humillaciones para aquellos que, sin estar proscritos pero simplemente por resultar sospechosos de infidelidad, son mantenidos al margen de cualquier evento que pudiera repercutir en beneficio personal. En este grupo de los “sospechosos” y “condenados” está incluida la mayor parte de los intelectuales y artistas cubanos. Son esos que, aunque a veces se les publica, no se habla de ellos en la televisión ni se les hacen entrevistas en los diarios o, cuando se les permite una aparición pública casi siempre será en programas aburridos, conducidos por personas mediocres que solo pueden hacer preguntas tontas, dirigidos por gente sombría que solo permiten respuestas complacientes y en horarios absurdos y en canales que nadie sintoniza.
Aunque el Ministerio de Cultura, basado en su diabólico “sistema de promoción”, pudiera intentar demostrar que no practica la censura, las estrategias de silenciamiento que entre los años 60 y 80 incluían el trabajo forzoso, el destierro, la prisión, y el escarnio público, ahora han asumido nuevos disfraces y cualquier denuncia contra tales atropellos es inefectiva porque no son los intelectuales sino los militares quienes continúan manipulando con sus torpezas los hilos de la cultura.
Todos recordamos que de la poeta María Elena Cruz Varela, el periódico Granma dijo en su momento que era “analfabeta”. La “revolucionaria entusiasta” que atacó físicamente a la intelectual disidente, en la actualidad se desempeña como editora y articulista literaria en el Instituto Cubano del Libro.
Tal vez porque llamar analfabeto a un escritor contradeciría las estadísticas de cero por ciento de analfabetismo, hoy se usan otros términos mucho más cínicos. Por ejemplo, una cruel justificación para negarle el Premio Nacional de Literatura a la poeta Lina de Feria es hacer circular comentarios negativos sobre su vida personal. De igual modo, pero en el lado opuesto de la cuestión, ya que no pudieron otorgarle honores por su obra literaria, terminaron convenciendo a los jurados de que un Premio Nacional para Eduardo Heras León pudiera servirle de consuelo en medio de su padecimiento físico. Hasta se acomodaron las reglas de nominación para acorralar a los jurados. Son legendarias las llamadas telefónicas que realizan algunos altos funcionarios del Ministerio de Cultura para presionar o, mejor dicho, “convencer”, a los miembros de algunos comités de selección donde se “cocina” algún importante galardón o reconocimiento. Los escritores y artistas cubanos saben muy bien de lo que hablo.
Los métodos del gobierno para siempre inclinar la balanza a su favor y para disfrazar de beneficiosas para la cultura sus estrategias de silenciamiento y anulación, son maquiavélicos en el más estricto sentido del término. El peor de todos ellos es el que manipula el estado de miseria de la mayoría de los escritores y artistas para obligarlos a firmar un pacto de silencio ya sea bajo una máscara de “apoliticismo” o bajo una declaración de fe ciega en el régimen, que es, sin dudas, la postura mejor recompensada, no solo con premios, viajes y cargos diplomáticos sino hasta con el privilegio de poder quebrantar algunas leyes sin sufrir las consecuencias, y sobre este asunto tan peliagudo se pudieran realizar cientos de reportajes.
Un régimen totalitario como el cubano jamás entenderá que los escritores y artistas, así como el pueblo en general, tienen todo el derecho a expresarse libremente y que el Estado debe garantizarles todas las condiciones para que lo hagan, aun cuando sus discursos no sean del agrado de los gobernantes e incluso cuando el efecto que sus obras tengan en las personas pueda influir en el destino político de la nación.
El dictador Castro, Silvio Rodriguez y Amaury Perez