Pride es una de esas aparentemente pequeñas películas que, sin embargo, encierran una gran historia. Con tono de comedia, que a veces casi parece derivar en un músical, nos cuenta un episodio real de la Inglaterra thacheriana. En ella, una vez más, los británicos demuestran que son especialistas en hacer cine de denuncia social pero sin perder la calidez narrativa, y casi siempre con la envidiable capacidad de empatizar con el espectador. Unos objetivos que, con creces, logra esta película en la que se nos relata cómo, en 1984, un grupo de activistas gays y lesbianas decidieron hacer una campaña para recoger dinero en apoyo de las familias de los mineros que llevaban meses en huelga. Ante el rechazo de su ayuda por parte de la Unión Nacional de Mineros, debido a los prejuicios homófobos, el grupo de gays y lesbianas decide donar directamente lo recaudado a un pequeño pueblo de Gales. Una comunidad en la que también inicialmente encontrarán resistencias, pero en la que, poco a poco, se irán ganando la confianza del vecindario y sellarán alianzas que, además, tendrán hondas repercusiones en las vidas personales de los y las protagonistas.
El gran logro de la película, además de contar con un brillante elenco de actores y actrices y de ser fiel a esa corrección formal tan british, reside no solo en reflejarnos lo complicado de desterrar determinados prejuicios discriminatorios que forman parte de nuestro orden cultural, sino sobre todo en mostrarnos la necesidad de tejer alianzas entre los más vulnerables. Es decir, lo que Pride nos pone de manifiesto es cómo, en muchas ocasiones, las luchas por la dignidad, por la efectividad de los derechos humanos, acaban sectorializándose, dividiéndose en compartimentos estancos que incluso parecen competir entre ellos, cuando la clave sería generar alianzas y apoyos mutuos frente a la injusticia y la barbarie. Esta estrategia ha estado especialmente ausente, y creo que lo sigue estando, en los movimientos LGTBI, que solo muy puntualmente se han implicado en otras luchas sociales. En este sentido, es por ejemplo muy llamativa su casi absoluta desconexión del feminismo, cuando pienso que comparten una misma posición crítica frente al orden heteropatriarcal que ha generado durante siglos la exclusión por razones de género, pero también por motivos de orientación sexual.
Esta luminosa película nos deja bien claro que el futuro de la democracia, o lo que es lo mismo, el futuro de los derechos humanos, pasa necesariamente por la creación de redes, de solidaridades, de empoderamientos colectivos, de sumas de inquietudes y militancias. De lo contrario, estaremos condenados -sobre todo, y muy especialmente, los más débiles- a perder sucesivas batallas frente a los poderes que siguen manejando el mundo. Esa es sin duda la gran lección de esta historia que, de no estar basada en hechos reales, podría parecer una fábula con moraleja. Una fábula en la que, una vez más, son especialmente las mujeres del pequeño pueblo galés tan resistente al reconocimiento las que son capaces de tejer la red y superar los prejuicios. Las que mayoritariamente no dudan en ponerse a la cabeza de la lucha, cuestionando su mismo rol en una sociedad tan machista e injusta también con ellas. Algo que vuelve a demostrar que la gran revolución pendiente está en manos de mujeres como las que aparecen en esta película y de los hombres, sea cual sea su condición sexual, aliados con ellas en la revisión de un orden injusto. Orgullosas y orgullosos desde las diferencias. Solidariamente cómplices y felizmente partícipes de la diversidad. Demócratas, en suma, con el corazón y la cabeza.
*Octavio Salazar, profesor Titular de Derecho Constitucional, Universidad de Córdoba