Cumbre de Panamá: una fiesta del populismo
El populismo de izquierda latinoamericano domina
la mayor parte del subcontinente y controla totalmente a la OEA.
En 2012 la amenaza de los países del ALBA de que no asistirían a la Cumbre de las Américas en Colombia si Cuba no estaba presente no tuvo éxito. La sensata postura entonces de los gobiernos de Estados Unidos, Canadá, Chile, México, y Panamá, lo impidió.
Hugo Chávez entonces convenció a sus aliados de que para no aguarle la fiesta a su repentino "amigo", el presidente colombiano Juan Manuel Santos, debían asistir a la conferencia, pero con una condición: para el encuentro a celebrarse en Panamá en 2015 si Cuba no era invitada los 12 países integrantes del ALBA lo boicotearían.
Esa amenaza sí funcionó. El presidente Santos viajó a La Habana a pedirle disculpas al dictador Raúl Castro y explicarle que en esa ocasión Cuba no podía ser invitada porque no había consenso, pero que él y los demás presidentes harían todo lo posible por estrechar su mano en Panamá.
Y efectivamente, en los tres años transcurridos empeoró tanto en Latinoamérica la causa de la democracia liberal, la defensa de los derechos humanos, y la dignidad humana, que para la cita en Panamá los países del ALBA no han tenido que chantajear a nadie. Hasta el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, está en la cola para darle la bienvenida al dictador cubano el 10 de abril próximo.
Este escarnio a la razón misma será posible por dos motivos. Primeramente porque el populismo de izquierda latinoamericano avanzó tanto que ya domina la mayor parte del subcontinente y controla totalmente a la OEA.
El populismo, en síntesis, es una ideología política antiliberal (lo mismo de derecha que de izquierda) de corte autoritario que prioriza el capitalismo de Estado sobre el libre mercado. Casi siempre amordaza a los medios de comunicación, manipula al poder judicial, restringe libertades individuales, hace promesas demagógicas al pueblo, facilita la corrupción y despilfarra el dinero del Gobierno para obtener votos y para comprar lealtades políticas. Y transpira odio a EEUU.
La segunda razón es que en política exterior Obama es el peor presidente que ha tenido EEUU en muchas décadas (ya superó a James Carter). Ha mostrado una asombrosa falta de liderazgo y determinación como conductor de la mayor potencia política, militar y económica del planeta.
Ha sido muy débil al tomar decisiones, o no ha tomado ninguna, en situaciones dramáticas del panorama internacional, como en el manejo de la guerra contra el terrorismo islámico, la crisis en general en el Medio Oriente, la expansión populista-nacionalista-imperialista de Rusia (particularmente en Ucrania, con posibilidad de extenderse a Estonia, Lituania y Letonia). Se ha distanciado políticamente de Israel (algo no ocurrido antes) y hasta de Gran Bretaña.
Dentro de este pusilánime inventario geopolítico se ubican las relaciones de EEUU con América Latina. Ello ha coadyuvado al avance impresionante del populismo. Hoy Washington apenas tiene influencia en el quehacer político de la región y es de muy buen gusto ser antiestadounidense.
Para darle un vuelco a esa realidad el presidente norteamericano y sus asesores centroizquierdistas pensaron que con un abrazo a los Castro y haciendo concesiones a La Habana para abrir una embajada frente al Malecón podrían convertir la Cumbre de Panamá en un gran "reencuentro" Washington-Latinoamérica e iniciar una nueva etapa de relaciones interamericanas.
El caso venezolano
Pero entonces Obama declaró a Venezuela como una amenaza para la seguridad nacional de EEUU, algo que debió hacer hace tiempo y no hizo. El error no fue clasificar a Venezuela como un peligro, pues lo es, sino que no explicó por qué. Debió denunciar con firmeza y valentía política que el régimen de Caracas tiene una alianza cada vez más peligrosa con Irán y con la organización terrorista Hezbolah, está muy involucrado en el narcotráfico y el lavado de dinero, apoya a extremistas islámicos, y financia con dinero de Teherán campañas electorales de políticos antidemocráticos y enemigos de EEUU.
También debió pedir una reunión urgente de la OEA para analizar la masacre de la democracia en Venezuela, el encarcelamiento, represión o asesinato de opositores políticos. Y ahora, antes de viajar a Panamá, debiera apoyar a Felipe González y Fernando Henrique Cardoso, expresidentes de España y de Brasil, por participar en la defensa legal de Leopoldo López y Antonio Ledezma.
Si el jefe de la Casa Blanca actuase así, sin titubeos, firme como líder mundial, y no a la defensiva, los gobiernos latinoamericanos no se habrían solidarizado masivamente con Maduro, ni habrían pedido tan envalentonados la anulación de la acción ejecutiva estadounidense.
Otro despiste garrafal fue pensar que los Castro estaban dispuestos a sacrificar a Venezuela con tal de tener relaciones normales con EEUU, cuando no hay aún claras evidencias de que lo quieren realmente. A lo que aspiran es a que le levanten el embargo, salir de la lista negra, recibir créditos, turistas estadounidenses e inversiones en los sectores económicos controlados por el generalato, pero no a una normalización de relaciones propiamente. No la habrá del todo mientras ambos hermanos vivan. Y punto.
Cuba, más influyente que EE.UU
La nomenklatura castrista está nerviosa por la crisis en Venezuela, agravada al caer el precio del petróleo. La reducción a la mitad (55.000 barriles diarios) del suministro de petróleo a Cuba ha sido ya un primer golpe. Y habrá recortes de subsidios (hoy superan los $10.000 millones). Estos primeros ramalazos deberían presionar al régimen a negociar seriamente con EE.UU. Pero los Castro y la lógica no se llevan bien, y la solidaridad “revolucionaria e indestructible” castro-chavista impide abandonar a Maduro.
Además, el régimen cubano no renunciará por adelantado al petróleo gratis y a las subvenciones, aunque estén menguados. La gran ironía es que Caracas, con petróleo y todo, depende más de La Habana que viceversa. Si cesase el embargo el chavismo podría quedar descerebrado y en peligro de extinción.
En cuanto a la cumbre presidencial, al margen de las fotos repletas de sonrisas, será una fiesta populista, como no la soñaron sus grandes exponentes históricos como Juan Domingo Perón (el peronismo sacó a Argentina del Primer Mundo y la sigue frenando hoy), Getulio Vargas de Brasil, Lázaro Cárdenas de México, José María Velasco Ibarra de Ecuador, Víctor Paz Estenssoro de Bolivia, Jacobo Arbenz de Guatemala, y otros que igualmente obstruyeron el avance de sus países.
La cita de Panamá será una demostración de fuerza de la izquierda. Constituirá el certificado de defunción de la Carta Democrática Interamericana de la OEA, por agasajar al líder de la tiranía más larga y destructiva del hemisferio y por la previsible inacción ante el desplome de la democracia en Venezuela, algo de lo que ya esos gobernantes son cómplices.
Habrá culto a los Castro, loas al deshielo Washington-Habana, y Obama sostendrá cordiales conversaciones con sus homólogos que no cambiarán en nada sus complicadas relaciones con Latinoamérica. Entre otras cosas porque la izquierda populista es genéticamente antinorteamericana y nada que venga del gobierno de EEUU será bien recibido.
Y porque, aunque cueste creerlo, el castrismo ejerce hoy mayor influencia política al sur del Río Grande que el coloso del norte. Eso ni por un instante le pasó por la mente al mismísimo Che Guevara.