Algunos se santiguan, otros no pueden ocultar
el nerviosismo. Todos buscan recomponer sus vidas
Cola para la Oficina de Intereses en La Habana
Visa o muerte, ¿viajaremos?
Por Ernesto Pérez Chang | La Habana, Cuba
Son las 7:00 de la mañana en La Habana. La ciudad pareciera estar en calma pero en el parque de Calzada y K, frente a la antigua Funeraria Rivero, hay una multitud de personas aguardando. Algunas pasaron allí la madrugada porque vinieron de muy lejos, hay quienes terminan de pegar sus fotos en las planillas que deben entregar, otros terminan rituales para atraer la suerte o pagan por consejos de expertos. Hay cientos de negocios particulares para asistir a las personas con los formularios, incluso para dar instrucciones sobre cómo comportarse una vez estando cara a cara con quien tomará la decisión final.
Un señor, custodiado por policías, se sube a una pequeña escalera de metal. Se dispone a “cantar” números. No es precisamente una lotería pero lo pareciera por las expresiones de ansiedad de las personas que escuchan. Es algo mucho más serio, definitorio tal vez. Los números y los nombres son para ordenar las inmensas filas de los que ese día se someterán a la entrevista en la Oficina de Intereses de los Estados Unidos con el fin de calificar para una visa. Un asunto que, como alguien me dijera, es casi como obtener un doctorado. O mucho peor, porque pareciera un proceso aleatorio donde puede más la suerte que los requisitos.
Observar lo que sucede en Calzada y K todas las mañanas, de lunes a viernes, escuchar lo que las personas hablan, las angustias de quienes esperan en las filas y de los otros que aguardan sentados en un banco del parque o en el borde de una acera, las expectativas sobre el viaje, los planes de reencuentro con familiares y amigos pueden dar una idea de las verdaderas aspiraciones de un pueblo que ha sido víctima del encierro, de la falta de libertades, durante largos años.
Como me dijera alguien, si sumáramos las multitudes que día por día colman los alrededores del lugar alcanzaríamos, o superaríamos, una cifra de personas muy similar a la de aquellos que marchan por la plaza gritando consignas. Tal vez son los mismos desempeñando roles políticos según las circunstancias.
“Más que una cola para la entrevista parece que fueran a solicitar una rebaja de condena o la libertad condicional. Mira esas caras”, me dice alguien que también espera a que “canten” su número. Nadie quiere estar entre los últimos en la fila. Ni siquiera más allá del centenar porque se comenta que sólo los primeros tienen suerte.
“Hay que cogerlos fresquecitos porque cuando llega el mediodía y tienen hambre o sueño, comienzan a batear gente”, me dice una señora de unos 70 años que ya tiene la experiencia de varios rechazos. “Un dineral me he gastado en trámites todos estos años pero yo insisto. Al final, no sé cuánto tiempo de vida me queda y quiero ver a mis nietos”, agrega esta mujer que, a pesar de su largo “entrenamiento”, continúa poniéndose muy nerviosa durante las entrevistas.
En la multitud de los que esperan, hay varias personas mayores. Muchas de ellas hace años que solo ven a los hijos por fotografías o saben de ellos por correos, según logro escuchar en las conversaciones que poco a poco transitan hacia el silencio más absoluto, sobre todo cuando la fila atraviesa el portón de la sede diplomática.
Algunos se santiguan, otros no pueden ocultar el nerviosismo. Si los funcionarios o los agentes de seguridad les piden un documento o les ordenan algo en favor de la disciplina interna, reaccionan con exageración, con torpeza. No es obediencia a la autoridad sino una forma de sometimiento que tal vez proviene de tantos años bajo un sistema de recompensa-castigo por nuestras acciones. A algunos les tiemblan las manos cuando les toman las huellas dactilares y al responder a las preguntas es frecuente escuchar tartamudeos, voces entrecortadas, susurrantes. Después de la negativa suele haber lágrimas, súplicas. Entendamos que para muchos no se trata de calificar para un viaje, sino de obtener una carta de libertad o al menos una licencia temporal. Se trata de recomponer sus vidas, realizar sueños largamente postergados.
Cuando he hablado con amigos que se marcharon de Cuba definitivamente, muchos me han confesado que, aunque han pasado los años, aun sienten miedo cuando regresan. A veces tienen la sensación de que algo impedirá que logren salir nuevamente. Viven el terror de quedarse encerrados y solo sienten alivio cuando el avión aterriza en otro lugar, cualquiera que no sea territorio cubano.
A la salida de la Oficina de Intereses uno comprueba estos sentimientos. Quienes calificaron se abrazan, se felicitan, incluso lloran. Los rechazados muestran su desconsuelo. “Es como si me hubieran tirado un cubo de agua fría. Ya yo me veía lejos de esta mierda”, me dice un señor de unos 60 años que ni siquiera comprende por qué no calificó: “Me dijeron que no calificaba y nada más. Me dieron este papel que ni entiendo qué dice pero por lo que veo es como un año más de prisión”.
Quienes esperan su turno en la fila para entrar, están al tanto de los rechazados. Calculan sus probabilidades de éxito o de fracaso. Algunos preguntan si ese día trabaja determinada funcionaria que tiene fama de intransigente, otros esperan caer en la ventanilla de alguno más flexible. Pareciera que se alistan para un trámite de vida o muerte, o ¿será que, tratándose de Cuba y de su futuro tan incierto, toda gestión para una garantía de escape es así de extrema?