Los sorprendentes visionarios de la revolución
Tres autores parecen haber profetizado el curso de la revolución cubana de 1959. Son ellos, en orden de aparición, Robert Louis Stevenson, Alejo Carpentier y Leonardo Padura
Por Rafael Alcides | La Habana |
Tres autores parecen haber profetizado el curso de la revolución cubana de 1959. Son ellos, en orden de aparición, Robert Louis Stevenson, Alejo Carpentier y Leonardo Padura. Alejo la dibuja en lo esencial en una obra que ya ha cumplido con largura su primer medio siglo. Hablo (para el lector enterado esto no resultará un secreto) de la novela El siglo de las luces. Casualidad o brujería, la empezó Carpentier en sus días de Caracas cuando todavía los rebeldes, que en 1959 entrarían triunfantes en La Habana anunciando elecciones democráticas mediante voto secreto y directo en un plazo de dos años, no habían zarpado de México con destino a las costas cubanas para comenzar la lucha armada.
Del gobierno autoritario y personal de los capitanes generales que sojuzgaron la Isla durante cuatrocientos años debió de tomar el modelo de gobierno que, adivinando, le atribuye al gobernante del nuevo Estado cubano. Sabe ya en aquellas lejanías el escritor galo –como con humorística inquina solía de vez en vez llamarlo Lezama en las charlas íntimas– que en dicho estado no regirá un gobierno (aunque hará gala de tenerlo), regirá un gobernante asistido por cientos de asistentes al frente de otras tantas instituciones nombradas ministerios, institutos, asociaciones, etcétera por llenar las apariencias. El Gobernante gobierna y el asistente ejecuta las instrucciones del Gobernante. Son detalles que Alejo disimula en su obra cambiando la época, el nombre del protagonista, y cuanta circunstancia convenga a sus fines sin que por ello sufra desmedro en ninguna de sus dos lecturas posibles el carácter de fotografía de este extraño testimonio reversible
De Stevenson habría tomado al doctor Jekyll y míster Hyde, personajes que de algún modo no tan vago caracterizan el temperamento de que tan a menudo dará muestras el Gobernante. Sin fatigar la memoria, veámoslo en sus prédicas de los últimos meses por hacer del continente una zona de paz. ¿Y por qué no empieza por la casa? ¿No está la casa dentro del continente? Mas ¿cómo hablar de paz en la casa sin reconocer que en la misma existe una oposición de cuando menos un millón de habitantes según los cuatrienales comicios en que ni el Gobernante cree? ¿Cuál arma aconseja el Gobernante para vivir en paz en una región donde las diferencias sean respetadas? El diálogo.
El diálogo ha sido sin embargo lo contrario del arma escogida en Panamá por su delegación durante la Cumbre de las Américas. Cumplimentando las instrucciones del Gobernante (en el estado socialista nadie se atrevería a improvisar) esa delegación de la supuesta sociedad civil oficial se negó a dialogar con la delegación de la naciente sociedad civil representada por la disidencia. En contra del llamado a la paz hecho en público por el Gobernante en su papel del gentil doctor Jekyll, por poco dicha delegación mata en un parque donde hay una estatua de Martí a los disidentes que acudieron a aquel lugar a honrar al héroe de todos los cubanos, olvidando que esa estatua está en suelo extraño y que el credo de Martí es, en prosa, “Con todos y para el bien de todos”, y en poesía los versos donde cultiva una rosa blanca en julio como en enero para el amigo sincero que le da su mano franca y para el cruel que le arranca el corazón con que vive ni cardo ni ortiga cultiva: cultiva una rosa blanca. O sea, especifica José Martí una rosa exenta de color; pero esta sutil pero muy importante distinción, lo mismo que la del “todos” repetido en el mencionado credo en prosa, sigue sin ser apreciada por el Gobernante. Rosa blanca ni rosa blanca, parece decir cuando en su papel de míster Hyde se enfrenta a la gente de la casa.
Cierto que el fin profetizado por Alejo en su historia disimulada de la revolución veintiseísta primero y luego socialista no se ha cumplido de manera oficial, pero todo el mundo sabe (hasta los que no quisieran saberlo) que la revolución se terminó, que sucumbió por completo cuando echaron abajo el muro de Berlín a pesar de los remiendos que se le han puesto por el antepuesto prurito del Gobernante de ni en sueños declararse vencido. Por si de tan notorio fin quedara una sola duda, Leonardo Padura acaba de escribirle lo que más que un epílogo parece un epitafio. Lo tituló Regreso a Ítaca, y es un muy sólido argumento que le sirve de cielo y suelo a una muy sólida película de muy sólidas actuaciones, edición y dirección incluidas. Vayan a ver los fantasmas extraviados en ese laberinto entre el presente y la memoria urdido por Padura al aire libre, dándole así fin a lo comenzado por Alejo en 1956 con préstamos del escocés Stevenson.