La ‘reina’ de la honestidad
Cristina Saralegui
Daniel Shoer Roth
De Cristina Saralegui, nadie quiere un autógrafo. Si la ven en persona, sus millones de televidentes piden otra cosa: ¡un abrazo!
La presentadora no solo se ha ganado el aprecio de las masas por encumbrarse en el mundo del entretenimiento como “reina de los talk-shows en español”, sino por su proyección individual como “cualquier hija de vecino”, en sus propias palabras.
Ciertamente, Cristina presenta su alma al público sin maquillaje; habla del corazón sin seguir los dictados del teleprónter; revela sus lágrimas y desvelos inmunizada internamente contra los excesos de la crítica.
Alejada de las cámaras, en estos últimos meses viene recibiendo uno de los mejores premios de su carrera: la gratitud de las madres de hijos con retos de salud mental.
A sus 67 años, esta “abuela respetable” se esmera por pulverizar el estigma que sufren los individuos –y sus familias– diagnosticados con enfermedades del cerebro, valiéndose del mejor de los ejemplos: el suyo.
El intento de suicidio de su hijo Jon Marcos Ávila hace una década, y su posterior diagnóstico de trastorno bipolar y agonizante tratamiento médico, la llevaron a sentir, en carne propia, un dolor que creía ajeno. “A pesar de todos los programas que había hecho con personas que tenían hijos con enfermedades mentales y problemas de conducta y aprendizaje, yo veía eso como algo alejado de mi realidad”, me confiesa antes de abordar un avión para ir a cumplir un programa de vida: crear conciencia sobre las preocupaciones sociales.
No es primera vez que Cristina se muestra valientemente honesta sobre situaciones humanas poco comprendidas por la mayoría. Después de recurrir a las botellas de whiskey diariamente para sedar sus angustias por el padecimiento del hijo y la humillación infligida por Univisión al despedirla, superó el consumo desmedido de alcohol y no mantuvo en secreto esta realidad tan común en las familias hispanas. También ayudó a suavizar los fuertes prejuicios contra las minorías sexuales y de género, manifestando el amor a su hermano Iñaki, promoviendo de este modo la riqueza de la aceptación a todos los hijos del Ser Supremo.
Madres, hermanas, esposas, abuelas, primas, hijas y tías de similar naturaleza afloran por doquier, exteriorizando el espíritu armónico y conciliador de la mujer. Con dichosas lágrimas, sanan siempre las heridas que laceran el corazón. Y como antorchas que continuamente viven sus llamas y jamás queman, iluminan los senderos de la caridad y de la esperanza.
Pero a Cristina la distingue un aliado difícil de conseguir: su preeminencia. No solo en Estados Unidos, donde destaca entre los hispanos más influyentes según Time y múltiples sondeos, sino en Latinoamérica, donde son necesarios modelos como ella a fin de derribar los mitos sobre la orientación sexual, el abuso de sustancias y los retos de salud mental.
“Cuando estás sufriendo por lo que sea –explica– tienes que compartir lo que te está pasando para poder beneficiar a otros que están pasando por lo mismo; no hacerte la persona perfecta y callarte la boca. No hay que pregonarlo a cuatro vientos, pero sí tienes la responsabilidad de hablar la verdad”.
Al exhortar a las personas a enfrentar sus situaciones y apartar el pánico al que dirán los otros, subraya: “no es pecado decir que tú sufres”. Ni la fama ni el dinero exoneran los problemas. “Porque yo gane equis cantidad de dólares no quiere decir que yo soy especial. Yo soy como cualquier hija de vecino”, declara.
Sus pesares se intensificaron con el devenir de los años, desde que Jon Marcos rompió una relación de amor y se asomó desde el quinto piso de un edificio con el triste propósito de poner fin a su joven vida. Prosiguieron otros intentos similares –uno frente a su madre–, hospitalizaciones y complicados tratamientos a largo plazo, un fardo pesado para toda la familia. En medio de aquel solitario silencio, de noches tempestuosas, los micrófonos del Show de Cristina fueron enmudecidos sin advertencia y su vida profesional parecía derrumbarse. Recomenzar en la televisión a esa edad es una quimera. Necesitaba beber para olvidar.
Experiencias de ese tipo no son inusuales a medida que avanzamos, al ritmo del bullicioso murmullo de una cascada de juicios ajenos, por esta serpenteante alameda de lozana verdura que llamamos “existencia”.
Cada caminante escoge para sí aquello que pretende. Y muchos optan, como Cristina –y a ese colectivo intento sumarme–, por transformar el sufrimiento en algo positivo, ayudando al prójimo y ofreciéndole un pañuelo para cazar sus lágrimas.
Una de las secuelas de su itinerante trabajo por ciudades y países, ha sido la imposibilidad de compartir con sus seres queridos fechas cargadas de significado. “Le he enseñado a toda mi familia –revela– que a los cumpleaños y a los momentos especiales, tú les pones la fecha, y no hay que ser esclavos del calendario”.
Hoy, Día de la Madre, es un ejemplo. Cristina y su esposo y mánager Marcos Ávila, pasarán gran parte del día surcando los cielos en vuelos de regreso a Miami. Los recibirán en el aeropuerto Jon Marcos e Iñaki, ambos saludables, felices y satisfechos de ser ellos mismos. De ahí, partirán a La Carreta, una tradición familiar después de cada viaje. La presentadora y autora ordenará un plato de arroz con pollo, plátanos maduros y huevo frito. ¿Por qué? “Esa es la comida que hacía mi padre, Francisco Saralegui, a quien le decían Bebo”.
En Cuba, Bebo escogió como esposa a Cristy Santamarina, nacida en un pueblo impregnado por el aroma de las hojas asentadas en las vecinas tierras de Hoyo de Monterrey, en la región tabacalera de Pinar del Río. Argumentaba él que de esa localidad, no solo salían los tabacos más sabrosos, sino las mujeres más peleonas. Y tal vez las más valientes.