Un arcoíris sobre Polonia
Con el primer alcalde gay en una ciudad,
el católico país se enfrenta a los cambios sociales
Robert Biedron primer alcalde públicamente gay de Polonia, en la manifestación del día de la Mujer.
Jerónimo Andreu (Enviado Especial en Varsovia)
Nadie escucha a los artistas. Aunque Julita Wojcik repitió hasta el agotamiento que su Arcoíris representaba la armonía y la tolerancia y no específicamente el movimiento homosexual, demasiados en Varsovia no la oyeron. La obra, un arco de flores artificiales plantado en la plaza Zbawiciela de la capital polaca, ha sido quemada cuatro veces desde su construcción en 2012. Hasta que Wojcik se cansó y cambió su discurso: si no os gustan los homosexuales, mi arcoíris simbolizará ahora su lucha por el respeto.
La comunidad gay ha ido abriéndose paso en un país orgullosamente tradicionalista. Uno de los incendios del arcoíris, durante una manifestación el Día de la Independencia de hace dos años, enfrentó a Polonia a una imagen de sí misma de la que no se sintió orgullosa. El Ayuntamiento aseguró que el monumento sería reconstruido las veces que hiciera falta y para los más progresistas se convirtió en un símbolo de la falta de respeto por la diversidad en un país en el que el 86% se declara católico practicante, por oposición al 45% de la muy católica Irlanda.
Cada conquista de los homosexuales ha comportado tragos amargos. En 2011 un diputado gay y una transexual fueron elegidos parlamentarios. Entonces Lech Walesa, padre de la Polonia moderna y Premio Nobel de la Paz, les pidió que se sentaran en la banca del final “o incluso detrás de una columna”. Nada hacía prever el gran salto de este año, cuando Robert Biedron, ese mismo diputado gay, ganó la alcaldía de la ciudad de Slupsk (97.000 habitantes) en el norte del país. Polonia tiene su primer alcalde públicamente homosexual.
Un ‘tigre’ contra la discriminación
Los avances no deben llamar a la confusión. No se trata sólo de que en la ultramoderna Varsovia la visibilidad gay sea nula: en Polonia el colectivo no tiene derecho a las uniones civiles y los comentarios homófobos de políticos y figuras públicas son una constante. En muchas otras materias, como el aborto, con una legislación muy restrictiva y decenas de miles de mujeres que viajan a otros países de la Unión Europea para interrumpir su embarazo, la influencia de los sectores más tradicionales es incontestable.
Una decena de iniciativas para impulsar una ley a la que se pudieran acoger las parejas del mismo sexo ha terminado en fiascos parlamentarios. Los analistas más críticos aseguran que toda la influencia que la Iglesia ha comenzado a perder en la calle respecto a temas relativos a la vida privada la mantiene en las esferas de poder, donde desde el fin del comunismo ha desempeñado un papel fundamental.
“Hay gestos que se agradecen”, reconoce Marius Kurc, “pero hace 11 años era más optimista sobre los cambios. Aquí los gais tienen miedo. En muchos sitios no puedes decir que lo eres, y ni siquiera en la capital es posible coger de la mano a tu pareja”, apunta.
En este contexto, ha sido notable el impacto de campañas como la del popular boxeador Dariusz Michalczewski, conocido como El Tigre, en la que se declaraba un aliado del movimiento homosexual y pedía el derecho a adopción del colectivo, un tabú sobre el que, por el momento, ni se discute en el país.
Mariusz Kurc no sólo es amigo de Biedron, también dirige la revistaReplika, dedicada a la visibilización de los homosexuales. “Robert es un hombre de izquierdas que comenzó como activista LGBT [Lesbianas, Gais, Bisexuales y Transexuales] y que brilló como parlamentario. Slupsk lo ha reconocido por su eficacia, no por su orientación sexual”, cuenta en un café de la capital.
El impacto de este político ha sido tal que Mariusz habla de efecto Biedrot: “Antes de cada elección mi revista propone a los políticos gais que salgan del armario. En años sólo cinco lo hicieron pero, en las últimas municipales, gracias al tirón de Robert, hubo 20”.
Pequeños gestos kamikazes impulsan la liberación del colectivo. En los últimos meses a Mariusz le ha sorprendido que en la página Facebook de su revista muchos jóvenes cuenten que han acudido al baile del fin de bachillerato con una pareja del mismo sexo. “Al principio de la ceremonia se baila una polonesa en la que hombres y mujeres forman dos filas. Imagínate a esa chica con un vestido que está esperando a su novia en mitad de una fila de chicos trajeados”.
Las explicaciones para este lento cambio social abarcan la economía, la moral e incluso la geopolítica. Varias conversaciones con ciudadanos y analistas recuerdan que la homofobia se ha convertido en una bandera de la Rusia de Putin y que el este de Europa debe apostar por todo lo que no huela a putinismo. De forma más sobria, Agnieszka Lada, del Instituto de Asuntos Públicos, explica que la tendencia entronca con la apertura internacional del país. “La integración europea está influyendo sobre las costumbres. Los polacos viajan mucho y ven cosas que suceden en el extranjero. Eso amplía su tolerancia”.
Pero enfrente queda un rival fabuloso. La todopoderosa Iglesia católica siente estos cambios como un desafío a su influencia en un momento en el que desde la proliferación de publicaciones anticlericales a cierta (mínima) desafección de los jóvenes cuestionan la legitimidad de la religión para regirlo todo, por mucho que la mitad de los polacos afirmen pasar por el reclinatorio una vez a la semana. Esa es la razón de que, en la campaña que ha precedido a la votación de hoy para elegir un nuevo presidente para el país, la curia haya multiplicado las llamadas contra la tentación, apoyando abiertamente al partido ultranacionalista Ley y Justicia (PiS, en polaco). El arzobispo Henryk Hoser incluso ha avisado de que Polonia está en un proceso de “zapaterización” hacia la pérdida de valores.
En un desvencijado barrio popular de Varsovia en el que se venden trajes de novia de raso en los mercados y hay pequeños altares con vírgenes en las esquinas, esta amenaza a los valores tradicionales parece menos inmediata. En la puerta de una sede del PiS, Adam busca votos para su candidato presidencial, Andrzej Duda, que probablemente pase a segunda ronda contra el liberal e igualmente católico Bronislaw Komorowski. El local es muy modesto y lo presiden una cruz, un águila imperial polaca y un retrato de Juan Pablo II. Adam, 57 años y empleado de seguridad, desgrana el programa de su formación: una amalgama de reivindicaciones en defensa de las capas sociales desfavorecidas y el carácter cristiano del país. “Europa quiere destruir la religión como ha hecho en Francia o Inglaterra. Aquí ha empezado, pero lo vamos a parar”, explica. El PiS está obsesionado con el aborto (que no es legal), la píldora anticonceptiva y la natalidad, de las más bajas de Europa con 1,23 niños por pareja. Para revertir esa tendencia, entre sus recetas incluye subvenciones por el segundo hijo, guarderías gratis y bajar los impuestos para la ropa infantil.
No se trata de un problema menor. La preocupación por la caída de nacimientos la comparten todos en el país: desde los liberales económicos a los izquierdistas más recalcitrantes. Coinciden en identificarla con el trabajo femenino, los matrimonios más tardíos o la pérdida de interés en los patrones de pareja clásico, pero todos los que quedan a la derecha y a la izquierda de los liberales (en el poder) subrayan que es también un resultado directo de la precariedad a la que se enfrentan los trabajadores peor remunerados. Basta preguntar a una joven limpiadora en la Universidad para confirmar que el diagnóstico puede ser acertado: “Yo querría, pero es difícil tener una familia. Duda y el PiS hablan mucho de ella, y por eso los voy a votar”, cuenta. La mujer no quiere dar su nombre porque, tras años de contratos basura, al fin ha conseguido uno fijo.
Mientras el país se enfrenta a cambios sociales que lo alejan de su rígida tradición, el Arcoíris incendiario se levanta en la plaza entre los jóvenes que beben en los modernos bares de alrededor. Sus flores de plástico son el último test de Roschard nacional. Unos lo miran y ven en él la Sodoma que llega, otros la intolerancia que no se va. También hay quien piensa que habla de cosas más íntimas, como los nervios de una chica entre una fila de corbatas, esperando su turno para coger por la cintura a otra mujer y salir a bailar.