Lo que el viento nos dejó
La Habana era hace sesenta años una ciudad bonita, limpia, joven. Daba la impresión de ser una ciudad habitada por personas que no le habían hecho daño a nadie
Rafael Alcides | La Habana, Cuba | La Habana era hace sesenta años una ciudad bonita, limpia, joven y sin ladrones de importancia en el barrio. A eso de las nueve de la noche pasaba el carro de la basura. Era un camión común, no uno de estos de hoy que parecen naves interplanetarias. Llevaba cuatro hombres, dos de a pie al paso del camión, flanqueándolo, y dos arriba del camión. Al oírlo anunciándose con una campana, los vecinos sacaban presurosos a la puerta la lata de la basura, los dos hombres de a pie que lo seguían las lanzaban con mucho estilo a los de arriba del camión, estos las devolvían con igual estilo y las latas volvían a quedar junto a la puerta. Dolía verlos haciendo aquel trabajo que dejaba la calle sumergida en un vaho de melones podridos, aunque ellos por la elegancia y precisión con que lo hacían parecían ir jugando un partido de básquet individual. Cuántos camiones tenía el municipio no lo sé, pero el camión de tu barrio pasaba todas las noches, lloviera, hiciera frío o estuviera en camino un ciclón.
Esto no era todo.
Por las tardes, pasaba una avioneta fumigando contra las moscas y los mosquitos y, al amanecer, La Habana olía a limpio. Durante la noche sus calles principales habían sido baldeadas y conocido el cepillo de hierro que pasaba entre la calle y el borde de la acera una poderosa máquina. Los registros de las alcantarillas tenían sus tapas, el alcantarillado era revisado cada semana, no se conocían los apagones, y daba La Habana la impresión de ser una ciudad habitada por personas que no le habían hecho daño a nadie por lo que podían vivir sin temores, a pesar de ser tiempos en los que era familiar el estruendo del repentino tiroteo coincidiendo con el estallido de petardos. En los barrios residenciales imperaba el parterre abierto, y en el Vedado tradicional el murito breve de medio metro establecido por las ordenanzas municipales.
Ni al multimillonario Sarrá se le permitió esconder su palacete detrás de las siniestras planchas de metal que tanto recuerdan los crematorios nazis, hoy tan en boga en la naciente burguesía del Hombre Nuevo de La Habana, con su añadido el par de perros grandes y fieros como leones –cuya alimentación diaria cuesta la jubilación de un médico– campeando en el jardín, más la infaltable alarma en el automóvil. Hasta infelices que un día vendieron el inodoro para sobrevivir, se han ‘abunquerado’, protegiendo con rejas sus puertas y ventanas.
Es verdad que en aquella Habana anterior a la aparición del Hombre Nuevo el automóvil dormía junto a la puerta y amanecía intacto, con sus cuatro gomas, su acumulador, su radio y su parabrisas. El ladronzuelo de entonces no iba más allá de la camisa o el calzoncillo pescados a través de la ventana con un perchero enganchado en la punta de un palo de escoba. Sacabas la mano por la puerta al levantarte, y allí estaban el litro de leche y el saquito con el pan que al amanecer te dejaran en el quicio. Verdad también que noche y día, un policía por lo general afectuoso (los malos eran los de los patrulleros) cuidaba la manzana con devoción de monje, se detenía a conversar con los vecinos y donde menos se le esperara allí aparecería él, de silbato y tolete. La guardia nocturna de los CDR no ha podido sustituirlo.
En esos tiempos tenía La Habana un barrio marginal llamado “Las Yaguas”, hoy tiene decenas. La falta de trabajo había estimulado la presencia del vendedor de puerta en puerta y del pregonero, personas por lo general sin mayor ilustración. Ejército cuyas filas se han centuplicado, sin que falte en ellas el profesional universitario que en sus horas libres llega a venderte jamón, leche en polvo, aceite de oliva. Hasta el vendedor de cloro y escobas llevadas al hombro tiene su doce grado o es técnico medio. En la jinetera y el jinetero no son raros los doctorados.
Da grima ver tanto mal gusto en la Habana actual, ver los derrumbes que han hecho que algunas de sus partes céntricas recuerden al Londres que mostraban los noticieros RKO Pathe al terminar la segunda guerra mundial, sentir el estremecimiento funeral de lo que no ha sido pintado en años, contemplar la ortopedia presente en el establecimiento convertido en vivienda por un albañil sin recursos e improvisado además, caminar por calles en tinieblas con miedo de que te caiga encima un balcón. Sí, tenemos cosas que no teníamos. La mortandad infantil ha sido llevada hasta los suelos, y persiste el embargo. Pero, señores, han pasado cincuenta y seis años. No dos ni tres, no. Cincuenta y seis. Los años que tenía la república que el viento se llevó.
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