La Farsa de Ávila:
Enrique «El Impotente» es humillado y acusado de homosexual
Retrato del Rey Enrique IV de Castilla «El Impotente»
Por César Cervera
La revoltosa nobleza castellana desafió una y otra vez la paciencia del Rey Enrique «El Impotente», quien, incapaz de hacer valer su autoridad y de defender la legitimidad de su única hija, Juana la Beltraneja, se convirtió por momentos en un pelele al servicio de los pocos nobles que permanecieron de su lado en pro del beneficio de sus bolsillos. El 5 de junio de 1465, al pie de las murallas de Ávila, el Rey castellano hizo las veces literalmente de pelele, cuando un grupo de grandes nobles depusieron a Enrique IV de Castilla escenificando a través de un muñeco la humillación. La nobleza proclamó Rey en su lugar a su medio-hermano el Infante Alfonso, el cual, sin embargo, no llegó a cumplir la mayoría de edad al fallecer en extrañas circunstancias pocos años después. El testigo de su causa fue recogido por su hermana Isabel «La Católica», que se caracterizó precisamente por rebajar el poder de la aristocracia castellana para evitar desafíos tan gruesos como el ocurrido en «La Farsa de Ávila».
El reinado de Enrique IV, la ley del más fuerte
Las dos décadas del reinado de Enrique IV (1454-1474), donde muchos nobles hicieron y deshicieron a sus anchas, fueron cantadas por los cronistas como uno de los más calamitosos de todos los que el reino español sufrió a lo largo de su historia. La ausencia de autoridad y justicia en Castilla, puesto que la mayoría de nobles no reconocía ni respetaba a los privados del Monarca –seleccionados de entre los escalones de la nobleza media– provocó el levantamiento de ejércitos privados por todo el territorio. Como explica el hispanista William S. Maltby en su libro «El Gran Duque de Alba» (revisando los antepasados del tercer duque de la familia), «la supervivencia durante el reinado de Enrique IV dependía de expandir las rentas y el número de hombres a igual ritmo que el más rapaz de los compañeros».
A la incapacidad para imponer su autoridad, Enrique IV debió sumar sus problemas para dar un heredero al Reino. Puesto que el Rey había tenido graves dificultades para engendrar un hijo a su primera esposa –e iba por el mismo camino en el séptimo año de su segundo matrimonio–, el nacimiento de una heredera el 28 de febrero de 1462 despertó toda clase de suspicacias. La niña nacida fue considerada como el fruto de una relación extraconyugal de la Reina con Beltrán de la Cueva, el favorito del Rey, el cual no solo estaba enterado del asunto sino que supuestamente lo había incentivado para acallar por fin las acusaciones sobre su impotencia.
En este contexto de incertidumbre y con la perspectiva de que el Rey beneficiaba solo a integrantes de la nobleza media, algunos miembros de la alta nobleza decidieron tomar partido por los hermanastros del Rey, el Infante Alfonso y la futura Isabel «La Católica». Ambos eran fruto del segundo matrimonio del padre de Enrique «El Impotente», Juan II de Castilla. Su mera sombra motivó que el Rey los alejara de la Corte para no ver cuestionada su autoridad. Tras pasar su infancia en la villa de Arévalo, donde ambos niños tuvieron que presenciar los ataques de locura de su madre Isabel de Portugal, fueron requeridos a trasladarse a Segovia en 1461. Ahora, el Rey no quería perder de vista a sus hermanastros hasta que naciera un heredero capaz de sepultar las especulaciones.
Finalmente, Enrique IV tuvo que reconocer como heredero a su medio hermano Alfonso ante las presiones de la aristocracia. Sin embargo, tras la Sentencia arbitral de Medina del Campo (16 de enero de 1465), desfavorable a los intereses del Monarca, Enrique IV dio marcha atrás en los planes sucesorios y decidió hacer frente a lo que ya era una rebelión abierta. El desafío de los hermanos Juan Pacheco y Rodrigo Girón, en estrecha colaboración con su tío el arzobispo de Toledo, Alonso Carrillo, se escenificó públicamente el 5 de junio de 1465, cuando fue construido un cadalso de madera y situado fuera del recinto amurallado de Ávila. En un trono real se depositó un muñeco, relleno de paja y lana, vestido de negro (el color de la vestimenta más habitual del Rey Enrique) y con su correspondiente corona y cetro. Se dice, además, que la cara del pelele fue creada por un alfarero a imitación de las facciones del Monarca.
Los insultos al muñeco del Rey
En palabras del cronista Galíndez de Carvajal, «se procedió a la lectura de los agravios por él (Enrique IV) hechos en el reino; leyeron muchos más defectos y yerros grandes por él cometidos, que eran la causa de su disposición y la extrema necesidad en que todo el reino estaba para hacer la dicha disposición, la cual hacían con grande pesar y mucho contra su voluntad». Entre lo que los nobles consideraban defectos, estaba la acusación de que era impotente, homosexual, cornudo, corrupto, amigo de los moros y de que su única hija, Juana «La Beltraneja», era fruto de otro hombre.
Ciertamente, Enrique IV fue acusado en repetidas ocasiones durante su reinado de homosexual y de instigar con gusto las relaciones extramatrimoniales de su segunda esposa. El objetivo era deslegitimar su reinado y dinamitar los derechos de su única hija. Pero lejos de las intoxicaciones políticas de entonces, el prestigioso médico Gregorio Marañón creyó encontrar la solución al misterio cuatro siglos después: el Rey sufrió una displasia eunucoide –definida hoy en día como una endocrinopatía– o bien los efectos asociados a un tumor hipofisario (la parte del cerebro que regula el equilibrio de la mayoría de hormonas). En ambos casos, la impotencia del Rey encontraba por fin una explicación científica y no descartaba que fuera fértil, lo cual legitimaría a su hija Juana.
Tras los insultos, los nobles congregados en Ávila despojaron al pelele de Enrique las distinciones regias: el arzobispo de Toledo le quitó la corona (símbolo de la dignidad real), Juan Pacheco le despojó del cetro (símbolo de la administración de justicia), y el conde de Plasencia le arrebató la espada (símbolo de la defensa del reino). Finalmente, otro de los cabecillas de la rebelión, el Conde de Benavente, derribó y pisoteó el muñeco del Rey al grito de: «¡A tierra puto!». A continuación, el Infante Alfonso «El Inocente», de unos 12 años de edad, fue proclamado Rey de Castilla entre el clamor habitual de las entronizaciones castellanas: «¡Castilla, Castilla por el Rey don Alfonso!».
La proclamación del nuevo Rey dividió a la nobleza en dos bandos aparentemente irreconciliables: los que apoyaban la insurrección (además de los ya citados, el duque de Medina Sidonia y la familia de los Enríquez) y los fieles al Monarca legítimo (donde destacaba la familia Mendoza y el ambicioso Primer Duque de Alba). Durante tres años se dio la situación en Castilla de la coexistencia de dos Reyes con sus respectivas Cortes y con las ciudades divididas en su afiliación. La situación creada por la Farsa de Ávila, mucho más cruenta si cabe que los sucesos del reinado de Juan II, se mantuvo vigente, entre treguas y enfrentamientos, hasta la celebración de la segunda batalla de Olmedo (1467) y la muerte del Rey Alfonso (1468), supuestamente envenenado, tras lo cual los cabecillas de la insurrección, principalmente Juan Pacheco, no tuvieron reparos en trabajar a favor de corriente y volver a mostrar lealtad al Rey Enrique.
La negativa de Isabel «La Católica» a proclamarse Reina mientras Enrique IV estuviera vivo fue lo que realmente enfrió el conflicto. Por el contrario, consiguió que su hermanastro le otorgase el título de Princesa de Asturias, en una discutida ceremonia que tuvo lugar en los Toros de Guisando, el 19 de septiembre de 1468, conocida como la Concordia de Guisando. Isabel se constituyó así como heredera a la Corona, por delante de Juana, su sobrina y ahijada de bautismo. No obstante, la razón esgrimida para dejar a la Infanta Juana de lado no era su condición de hija de otro hombre, sino la dudosa legalidad del matrimonio de Enrique con su madre y el mal comportamiento reciente de ésta, a la que se acusa de infidelidad durante su cautiverio. Y aunque el pacto fue posteriormente incumplido por ambas partes, las dudas del Monarca dividieron aún más a la nobleza castellana, que a la muerte de «El Impotente» se pusieron de forma mayoritaria del lado de Isabel y Fernando durante la Guerra de Sucesión Castellana, acaecida entre 1475 y 1479.