La revolución de los inocentes
“Ya no sé qué pensar de la gente de este país”, me decía meses atrás un conocido
Por Rafael Alcides | Desde La Habana, Cuba Cubanet
“Ya no sé qué pensar de la gente de este país”, me decía meses atrás un conocido que tuviera una experiencia sorprendente con el relator de un cuento escuchado a un tercero.
En la primera parte de dicho cuento, una señora en el salón de espera para la consulta del médico se declara todo un imán para la muerte. Le han matado al marido en Etiopía, sus dos hijos, ingeniero uno y médico el otro, salieron para Miami en una balsa, pero no llegaron, y cuando al año siguiente su hermano el militar, arrastrado por sus dos hijos y su mujer, repite aquel avatar, tampoco llegan. Desilusionada, entregó su carné del partido para por lo menos darse ese gusto, placer que poco le dura pues acababan de diagnosticarle un cáncer, todavía en radiología.
Escuchada su novedad, discutían sobre la Cuba que pudo ser y no fue, aquella Cuba ideal perteneciente a la serie de los números negativos, donde no hubo zafra de los diez millones ni hubo Cordón de La Habana ni locuras de café Caturra o del plátano microjet ni, antes, la Ofensiva Revolucionaria del ´68 cuando nacionalizaran hasta los timbiriches del comercio privado que sobrevivieran a las nacionalizaciones del ´60, ni hubo guerras de ultramar, por supuesto, ni afanes de hacer milagros en pueblos lejanos cuando el milagro de desaparecer los bohíos estaba aún por hacer en la tierra del milagrero.
Cierto, los soviéticos entonces no nos hubiesen favorecido pero tampoco los habríamos necesitado. Llevar a cabo el programa de Chibás –decencia en la administración pública–, adicionarle un sistema de impuestos tan severo como el de Estados Unidos, y bendecidos por el pueblo esta gente del gobierno, alternándose cada cuatro años, como hicieran los del PRI en México, estarían todavía ahí pero entonces en un país sin bohíos ni barbacoas y con la justicia social que aún nos falta realizada.
Entraba el grupo a discutir cómo pudimos dejarnos meter en tan tamaño hueco, cuando un mulato achinado intercedió por el gobierno y por el pueblo. La humanidad no improvisa, cumple un destino, decía. Algo muy malo debimos de hacer los cubanos en otra vida, algo que acaso ni en ésta reencarnación acabaríamos de pagar. Demostrando hasta donde podría el destino ser exhaustivo con quienes le debían, contó el caso de un pariente por la parte blanca de su familia. Algo sucedido en tiempos de Menocal, cuando su madre era una niña.
En un pueblo de Las Villas, a un joven médico acabado de graduar se le descompone el reloj, en la joyería de enfrente le dijeron que era algo sencillo, la corona, pero que allí no la tenían pues con la guerra imagínese usted, tal vez Andrés el del Gallo de Oro, y si no Cuqui el piadoso que siempre tenía de todo; como Andrés tampoco tiene coronas, va a lo de Cuqui el piadoso- Un mes antes, embullado por un amigo de la universidad se ha establecido en aquel pueblito donde sólo hay un médico, y achacoso. Todavía atiende en el hotel, pero ya a partir de la semana que viene, según le ha escrito a su madre — que lo hizo médico lavando para la calle (y puteando a ratos sin que él lo supiera)–, alquilaría una casa y la mandaría a buscar para acompañarla a comprar a plazos cuanto mueble y cacharros necesitaran ahora que al fin tenían un porvenir. Caballeroso, le pregunta al hombre todavía joven pero gordo y calvo que detrás del mostrador discutía con el sereno del pueblo las noticias del frente. “¿Es usted Cuqui el piadoso?” “¿Quién lo procura?” “Un servidor”, dice muy cumplido el médico. “Enseguida le respondo”, contesta el hombre gordo como si lo hubiera estado esperando, desapareciendo por una cortina y reapareciendo enseguida con un 45 niquelado cuyos seis tiros le descarga ahí a quemarropa riendo. “Ahora –le comenta satisfecho al sereno–, tendrán que llamarme ‘Cuqui el asesino’”. Lo de Cuqui el piadoso era porque siempre que agarraba a su señora con otro la perdonaba.
Uno de los oyentes de aquel cuento presentóse el año pasado en la casa de mi conocido, llegó por casualidad, andaba predicando. El pasado, ni Dios podría borrarlo, pero el porvenir quizá estuviera en nuestras manos redimirlo. Rezando, suplicándole al Creador tal vez fuéramos librados de volver a nacer en la Cuba actual, caso de que en la presente encarnación no terminásemos de pagar lo adeudado en la anterior. Era el predicador, oh sorpresa, un antaño compañero de la insurrección, con posterioridad profesor de marxismo, quien, luego de un minucioso balance de la revolución paso por paso, creía demostrar con hechos lógicos e irrefutables que el mulato de su cuento tenía razón. Nadie aquí debería culparse: había sido el destino.