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De: SOY LIBRE (Mensaje original) |
Enviado: 16/07/2015 17:00 |
Umap: medio siglo de errores y horrores
Se cumple medio siglo de las nefastas Unidades Militares de Ayuda a la Producción (Umap), una serie sobre ese horror
Uno de los poquísimos artículos aparecidos en la prensa oficial cubana
de la época sobre las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (Umap).
Por Félix Luis Viera | México DF | Cuba Encuentro Hace medio siglo, en noviembre de 1965, fueron implantas en Cuba, en las llanuras de la provincia de Camagüey, las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (Umap), aunque de militar nada tuvieran. Fueron campos de trabajo forzado a los cuales fueron enviados jóvenes y no jóvenes (allí los había aun de 40 años o más) que no se avenían de alguna manera con el “proceso revolucionaria”, “la nueva moral”, “el hombre nuevo” y esas cosas entonces proclamadas por Fidel Castro y su grupo.
Todos eran inocentes.
Religiosos de todas las filiaciones, lumpen, borrachines, fiesteros habitantes de la madrugada, otros que habían tramitado el pasaporte con el propósito de, algún día, irse del país, “pasivos” ante el proceso revolucionario, etcétera.
Y homosexuales o varones que tenían “vínculos con homosexuales”.
Dura ha resultado mi controversia con ciertas personas, cuando he afirmado que los homosexuales, a quienes, entre otros, dedico la novela de mi autoría Un ciervo herido, que aborda el tema de las Umap y de la cual a partir de ahora se publicarán varios capítulos en este mismo sitio, eran los más inocentes.
Mi razonamiento ha sido este. Los religiosos, lumpen, “dulce vida”, “apáticos al proceso”, lo eran con conocimiento de causa, por decisión de sus cerebros, por voluntad propia.
Los homosexuales habían nacido así, eran así, no habían decidido su forma de ser en medio de una sociedad autoritaria, radical, “prístina”, según la teoría que intentaba establecer. Eran, entonces, los “menos culpables”, si bien allí los confinados no eran culpables de nada ante la ley.
Mucho se ha hablado de las vejaciones, los maltratos, las crueldades de que fueron víctimas los “soldados” Umap. Ya hoy, luego de medio siglo, se va sabiendo la realidad de aquel hecho por medio de testimoniantes que aún viven y de otras personas que en su momento recogieron otros testimonios.
Quisiera, en este caso, atenerme a una máxima del “genio tenebroso”, Joseph Fouché: Las Umap, “más que un crimen, fue una equivocación”.
Según los datos, de buena fuente, que pude obtener cuando estuve en ese sitio, los “soldados” Umap eran 22 mil y los homosexuales representaban entre 29 y el 25%.
Bueno, sería justo que el régimen reconociera, pasado tanto tiempo, disculpas por esta “equivocación”.
Pero no ha sido así. Al contrario, el hecho continúa silenciado, si ponemos aparte las declaraciones al respecto de Mariela Castro en el extranjero. Todas manipuladas, todas falsas, ¿acaso por desconocimiento?, ¿acaso porque su padre y su tío Fidel Castro le han mentido al respecto?
Yo, dentro de mis posibilidades, me he encargado de desmentir las afirmaciones de Mariela Castro, tanto en CUBAENCUENTRO como en otras publicaciones.
Asimismo desmentí (http://www.cubaencuentro.com/cuba/articulos/el-cardenal-jaime-ortega-las-umap-y-el-mandato-de-dios-319838) la única alusión que por estos tiempos se ha realizado en la prensa cubana (toda pagada por el gobierno) sobre las Umap. Resultó del cardenal cubano Jaime Ortega en una entrevista con la emisora radial matancera Radio 26, el 15 de agosto de 2014. Aquí podemos constatar una canallada más de este ministro de Dios.
A mí me llevaron para las Umap en 1966, fui el “soldado” Umap Nro. 22, de la primera “compañía”, del “batallón 23”, de la “Agrupación” 6, con sede en el central Senado, adscripta a la Unidad 1015, el Estado Mayor; lo que fue definido como el “segundo llamado”. El viaje, en tren, duró dos días, del 18 al 20 de junio. Sobre estos avatares ya he escrito en este mismo sitio y, asimismo, son basamento fundamental de mi novela Un ciervo herido.
Puedo dar fe de que mis copadecientes, en uno y otro sitio en que confinaron, eran buenas personas, ninguno había cometido delitos comunes y muchos de ellos eran trabajadores cumplidores, así como estudiantes.
La nobleza era algo que sobresalía en muchos de ellos. Quisiera recordar, medio siglo después, a algunos de los más inocuos que allí conocí. Como yo vivía en de Santa Clara, Las villas, allí interactué con una buena parte de “soldados” Umap proveniente de la zona norte, hombres muchos de ellos de pueblos de campo, o de campo neto.
Ellos, los campesinos, tenían ciertas ventajas sobre los citadinos: los más, por su trabajo diario en sus respectivas zonas de residencia, manejaban la guataca y el machete con sobrada ventaja en cuanto a los de la ciudad; resistían mucho más.
No pocas veces, a escondidas, ayudaban a los inexpertos poblanos para cumplir la terrible Norma, que requería de sol a sol.
De aquella zona de Encrucijada, Calabazar de Sagua, Sagua, recuerdo a no pocos que allí dieron muestras de nobleza, personas totalmente candorosas que, era un crimen, por decir algo, que allí estuvieran. Buenos amigos como Enrique Rodríguez, Rubén Rodríguez, Bernia, el negro Bambán,Pinchaejubo, Alipio, Ricardo Martiní, Osvaldo de León del Busto, Manolito Valle, Luis San Germán, Lucas Santaya y otros muchos que tengo en la memoria, pero no recuerdo sus nombres.
Me viene a la mente, de Placetas, Luis Estrada Bello, el número 8, un hombre fragilísimo, que no pesaba ni 100 libras, y era en verdad agónico verlo en el surco, dándole, dándole. O, de Cienfuegos, Jesús Soriano, a quien le faltaba un pulmón y debía darle igual surco.
De Santa Clara fue conmigo mi amigo y hermano Luis Becerra Prego, de 16 años de edad, entonces estudiante y joven de tanta ética como pocos. De la misma ciudad, recuerdo a Rigo, homosexual confeso (luego sería convicto), mecánico automotor, Eddy, también homosexual y laborioso trabajador en una cafetería. Ambos rondaban los 40 años de edad, al igual que el Maestro, quien, cocinero al fin y al cabo, ayuda nos diera siempre que les fuera posible.
Recuerdo, de Cabaiguán, a Eurípedes Ferrer Fernández, pelirrojo casi, alto, que apenas hablaba, como esas personas que sabe purgar en silencio. Y lo que se dice, una persona decente, de sobrada ética.
De La Habana nos llegaron un día, cuando se llevaron a los homosexuales hacia otro sitio —muy tétrico, como ya he descrito en otros textos—, entre otros Pototo, Angeló, Jesusito Rodríguez, que pasaba de los 35 años, el negro Al Capone (fiel cliente de las celdas) y Ángel Zuviaur, quien una noche, para fugarse, me pidió unos zapatos de civil que yo escondía —teníamos la misma talla— y hasta hoy no lo he vuelto a ver. Por los apodos de algunos, podríamos pensar que eran delincuentes o algo así, pero no eran más que tipos jodedores que gustaban de las fiestas y de estar en “onda” con las modas “extrajerizantes”.
Muchos otros rostros sin nombre, como decía, me vienen a la mente.
De los por siempre recordados, me llega Armando Suárez del Villar, reconocido teatrista que radicaba en Cienfuegos y en La Habana, que entonces y luego fuera mi amigo; homosexual que demostró tener más cojones que cualquiera que no lo fuera cuando, con 34 años, sus 6 pies y 4 pulgadas, con escoliosis y pies planos, se inclinaba en el surco y le daba y le daba sin parar, y quien falleciera no hace mucho.
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Un ciervo herido (I)
Como se había anunciado, CUBAENCUENTRO inicia la publicación de una selección de capítulos, en cinco partes, de esta novela testimonio sobre las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (Umap)
Portada de la primera edición de Un ciervo herido, de Félix Luis Viera.
Lo pusieron de espaldas, bien pegado, contra los alambres de la cerca. Pégate, arrecuéstate bien, cabrón, le dijo un sargento. Para que los mosquitos lo sobaran bien, dijo dándole la espalda. Estaba el Umap en calzoncillos nada más. Apenas se veía desde la barraca. Los mosquitos tenían un aguijón capaz de traspasar la hamaca más una colcha puesta entre ésta y el cuerpo.
El Umap que un sargento había puesto contra la cerca era homosexual. Un sargento lo había sorprendido en el baño dice que masturbándose por detrás con un palo. Como si se estuviera dando con una pinga, dijo un sargento gritando. Agarré a este maricón haciéndosela por detrás con un palo, gritó un sargento llegando de los excusados.
Al Umaphomosexual ahora lo estaban pinchando mosquitos como a un caballo. Sólo con los calzoncillos verdeoscuros. Decía ay, coño, y desde acá un sargento le decía cállate, maricón, si deberían desangrarte. Cállate maricón, que te amarro, decíale, para que no puedas ni defenderte y se oían acá los manotazos que el Umap homosexual le tiraba a los mosquitos, plaf, plaf, plaf, ay, coño, diciendo.
Un sargento dijo qué carajo pasa, qué carajo dicen si estamos en hora de silencio, lacras sociales; porque parte de los Umap en las barracas decían pero míralo, chico, al pobre, óyelo al pobre, Dios mío protégelo.
Un sargento dijo ahí hasta el amanecer, pajero por el culo, lacra social, lumpen maricón y a los de la barraca cállense bola de antisociales que van a coger mosquitos todos no me jodan.
En la madrugada se pudo oír que el Umaphomosexual se desplomó, pacatlán, dos o tres veces y ay diciendo, me muero diciendo y plaf, plaf, plaf, los manotazos contra los mosquitos, ay. Y a cada rato desde la jefatura cállate maricón, el sargento de guardia gritando, que no dejas dormir a la gente, cacho de rata del enemigo imperialista, vuelve a pararte, sangre de yanqui, que el castigo no es acostado.
Cuando un sargento gritó el “¡de pie!” a las cinco y media de la mañana todavía no se podía ver al Umap homosexual, sólo sentirlo ay, y si acaso, adivinar el bulto, echado contra la cerca. Luego que los Umap fuimos a los lavabo-lavaderos y los excusados y tomamos la leche acuosa y el pan tan microscópico y formamos filas ya había sol como para ver bien al castigado. Allí, tendido junto a la cerca, parecía una berenjena con pelo. O un lagarto pasado por queroseno. O un bofe avinagrado. Incorpórese a su lugar, le gritó un sargento apuntando a las filas. Continuará
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Un ciervo herido (II)
Novela testimonio sobre las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (Umap)
A ver: ¿quién te la dio?, le había repetido un sargento advirtiendo que era la última vez que se lo repetía. Carajo, quién sabe desde cuándo estaba recibiendo cartas este cabrón, repitiendo antes de decir todos afuera, no nada más el testigo de Jehová sorprendido leyendo la cartica, sino todos los jehovases afuera, que lo manda el teniente, todos.
Pero el testigo de Jehová sorprendido leyendo la carta siguió con cara de no estar en ninguna parte y no respondió. Cojones, habrase visto, diciendo un sargento, que este cabrón esté recibiendo cartas como si estuviera en su casa, cojones. ¿Verdad, cabo? preguntando a un cabo Umap parte de los tres que venían del comedor e irrumpieron en la barraca “¡atención! ¡de pie!” y sorprendieron al testigo de Jehová en el rincón leyendo su cartica tal si estuviera en un parque.
Jehovases del carajo que no van al trabajo, no forman fila, no se ponen la gorra ni el monograma Umap, no hacen ni hostia y arriba de todo son zoquetes, y todavía comen, parásitos, cabrones, lacras de las lacras, ah, y quisieran visitas cuando haya y pases cuando haya ah, y recibir carticas de su familia como si cooperaran igual que los demás para el desarrollo de la agricultura de la patria, ¿eh? ¿es justo? ¿verdad que no es justo?, parásitos de Dios, ¿verdad que no es justo? ¿se sacrifican igual que los demás?, ¡no!, ¿entonces pueden recibir lo mismo que los demás? ¡claro que no!, ¿verdad? —habían dicho un y otro sargento.
“¡De pie!”, le habían ordenado los tres cabos Umap sorprendedores y el jehová sorprendido, sin que se la terminaran de pedir, entregó la carta, violador de las órdenes dijo un cabo Umap y arrearon con él adonde el sargento, sargento, mírelo leyendo su carta con su nombre exacto y firma la mujer que lo extraña dice, que ya la niña mayor está mejor, que tuvo paperas, cada día más resuelta por el camino de Jehová mi dios dice la mujer, ahí decidida a que ninguno de los tres hijos jurarán la bandera, la bandera cubana y socialista nuestra, sargento, en los actos patrióticos matutinos de la escuela, aunque se queden sin aprender ni una letra, ni los atributos de la patria en el uniforme escolar, sargento, dice la mujer, mire, lea.
Todos afuera dije, dijo un sargento y los testigos de Jehová fueron saliendo caribajos pero sin expresión de miedo. A ver si cuando los fusilen por resistirse al cumplimiento del deber de la humanidad van al cielo carajo o se me despiertan luego en el paraíso cabrón que siempre están mentando, zonzos.
Allí sigan en fila y pónganse contra la pared del excusado, bola de enemigos del desarrollo del pueblo. ¡Soldados de guarnición! ¡acá! Entonces ¿qué?, ¿vas a decir por dónde te entró la carta o quieres que te fumiguen junto con todos tus “hermanos”?, ¿era carta con sello, vino por correo?, di, ¿o qué propio te la trajo?, ¿eh?, ¿qué propio pudo meterla aquí?, di.
Fusiles, soldados de guarnición, fusiles a ver si Dios los protege y no les entran las balas, ¿verdad? Diga el teniente. ¿Sí? Pues soldados Umap todos acá y miren. ¿Hablas o no, hijo, quién te trajo esa carta? ¿No? Bocones de mierda, ni contestan, jehovases zoquetes de la retranca. Los testigos de Jehová arrimaron la espalda a la pared y miraron al suelo, ninguno en posición erecta.
En tierra la sombra duplicaba la altura de la pared y pasando la vista de chanfle se podía ver por encima de los excusados un fulgurar ocre que se metía en un tramo de monte allá a lo lejos. Lástima, dijo un sargento, que no haya pelotón de fusilamiento profesional, para que vieran, ¡pero a ver acá soldados de guarnición! ¿quién los manda? Yo, dijo un sargento. Los testigos de Jehová parecían copias, no movían ni un dedo, ni una ceja, ni un botón de la camisa.
Los soldados de guarnición temblaban unos más unos menos, sudaban a cara completa, tragaban puntillas. ¡Listos esos fusiles!, les gritó el un sargento y ellos rastrillaron los fusiles y un sargento dijo al sorprendido carta en mano ¿por fin dices o no quién te dio la carta, muchacho? Pero como si se dirigiera a un cadáver.
El teniente miraba a los acusados uno por uno lenta, perforantemente. El segundo teniente fijaba la vista en lontananza. El un sargento dijo ¡apunten! y las manos temblorosas de los soldados enrumbaron los cañones hacia la pared sombreada donde se hallaban los testigos de Jehová tan ausentes como si ya estuvieran en las tumbas. Faltaría la orden de fuego y de los Umap unos se agarraban las tripas por fuera y otros lagrimeaban y otros se estrujaban las manos y otros daban taconazos en la tierra con sus botas amarillas amolotados en tramo tan corto y como tantos querían mirar sólo para apendejarse estiraban las cabezas o se subían en lo que fuera.
Desde el instante de la última orden hasta que el teniente dijo en alta voz “¡dejen ya a esos cabrones!” transcurrió un Matusalén. Cuando esto dijo el teniente se oyó un suspiro en la conglomeración Umap y los testigos de Jehová quedaron en la misma posición de panteones y los soldados de guarnición tenían las camisas verdeoscuras chorreantes. Un homosexual tuvo un ataque de llanto y el sanitario se lo quitó de un bofetón que sonó como un arcabuzazo diciendo que así se quitaba la histeria diciendo otro homosexual al sanitario oye le diste como si tú fueras un macho.
Un sargento obedeciendo señales del teniente llevó al testigo de Jehová destinatario de la carta hacia la cerca del fondo y allí, después de mandarlo a que se quitara la camisa y sonarle un manotazo que le volvió la cara hacia el oeste, lo puso pegado a los alambres mirando hacia afuera y viniendo hacia acá “ahí para que el sol lo refresque a ver si le quedan ganas de que le contrabandeen carticas ni un carajo”.
Otra edición de El ciervo herido, de Félix Luis Viera.
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Pintura El venado herido”. Frida Kahlo, 1946
Por Félix Luis Viera | Cuba EncuentroBuruburuburu hacían las tripas de la loca, 21, en la noche. Si yo hubiera tenido las pastillas de Meprobamato me hubiese tomado un par luego de asegurarme de que él dormía. Pero no tenía. Y después que lo sabía dormido intentaba dormirme yo y me demoraba mucho, muchísimo. No tenía dudas de que era una loca intrépida.
Tampoco se refrenaba para ocultarlo. Yo me dije: 22, termina esta jodedera de una vez porque te vas a enloquecer más de lo que siempre has estado, durmiendo tan poquito, con sobresalto tanto y derritiéndote requetesoñoliento en el día contra los números. Yo hacía broncas en las raspas de arroz por Luis Arturo. Si agarraba yo una buena torta de raspa, Luis Arturo se alegraba descomunalmente porque, agarrase lo que agarrase, le daba a él tres cuartos. Él se comía toda la que pudiera agarrar para sí. Las raspas las sacaban anochecido hasta unos metros más allá de la entrada del comedor.
Cerca de la pipa de agua. Junto al tramo entre los excusados y los lavabo-lavaderos. Allí se iban los grupazos de Umap en cuanto terminaban de comer. Muchos fingían una cola para tomar agua. Los cocineros sacaban el calderón y el enjambre le partía encima. Creo que a veces los cocineros dejaban que el arroz hiciera más raspas de la cuenta. Y otras aun venía arroz real sobre las raspas. Cuando ya no era posible sacar más puesto que el fondo del calderón y la lámina de raspas eran la misma cosa, los cocineros, que habían observado como quienes se hallan de espectadores en una arena de boxeo, metían agua al calderón y limpiaban bien y soltaban en la cubeta del sancocho —dicen que destinado a una granja de puercos.
Cada Umap procurador de raspas llevaba una cuchara, algunos dos para halar con todo y echárselas hasta en los bolsillos y masticar luego aun cuando ya habían dado la orden de silencio. Llegó un sargento político y dijo está bueno ya de pelearse por las raspas. Tenía trazas de mandril y hablaba como si los mandriles hablaran. Los Umap rasperos nos quedamos congelados, en firmes, mientras el uniforme verdeoscuro, yendo de un lado a otro, brillaba con los destellos de los mechones del comedor. Quiso decir que era un espectáculo infame eso de ver a los hombres que se están formando en los principios socialistas y revolucionarios del Hombre Nuevo peleados por un poco de raspas. Quiso decir que era una debilidad ideológica que debilitaba ideológicamente la ideología de un soldado de la patria de Fidel y de Martí esa mierda de estar guerreando como contrarrevolucionarios por un poco de raspas. Esto fue en suma lo que quiso decir, si bien utilizó palabras de mandril.
Algunos lacrosos Umap masticaban o mordían o guardaban en bolsillos cuando él apareció y quedaron fragmentos de raspas afuera de varias bocas y otros desdichadamente cayeron al suelo al ponerse sus posesores en firmes. Yo estaba fuera de la vista del mandril; venía por la acera de entrada al comedor y quedé en atención con el mandril de espaldas a mí. Mandó a ponerse cómodos y siguió mandrileando oralmente unos minutos. Dijo a los cocineros que en lo adelante le avisaran a él cuando estuvieran listas las raspas. A los demás Umap cada uno a su barraca. Se vio al mandril ir a la jefatura y regresar con sus congéneres sargentos políticos.
Se reunieron junto al calderón y finalmente lo halaron más allá, hacia la cabeza de la pipa. Volvieron a reunirse y al minuto y medio o dos desenvainaron cucharas y se pusieron a comerse las raspas. Me alejé y, porque estaban al dar la orden de silencio y no quería me agarrara caminando por fuera, me metí por la entrada del fondo y atravesé la barraca encorvado a todo dar entre las hamacas. Me sentí triste. Hasta la mudez. Como otras veces por diferentes causas me eché un par de cabecitas de lágrima por lo menos.
Me metí en mi hamaca medio muerto de pesar y ya la arrojada loca se hallaba acostado y comenzó el regateo. Sus tripas cabronas como conejos haciendo cuevas. Lo enfilé de reojo mucho después para asegurarme de que no sólo sus ronquidos indicaban que se había dormido. No se le veían las chispas de los ojos. Moví mi codo derecho bien fuerte y por tanto igual mi hamaca contra la suya y la señal que dio fue la de un sueño de muerto. Me concentré en busca de mi dormir mirando al techo o creyendo que miraba al techo que no se veía. De primer paso al quedar dormido soñé con mi mujer estudiantica y jovencita, sus ojos candorosamente oscuros.
Yo había regresado y llevaba catorce horas haciendo el sexo con ella y mi mamá gritaba derribando la puerta del cuarto coño pero te vas a morir de tanto templar, diciendo. Esto yo lo sabía y lo afirmaba mi mamá con sus gritos. Pero era sólo la memoria del sueño porque en imágenes únicamente había transcurrido el palo que ahora estaba echando: mi mujercita bocabajo con su hermoso y tierno culo trigueño como toda su piel y yo que la iba penetrando despaciosamente mientras la asía por la cintura con ambas manos como si mis dedos fueran colmillos. La clavé hasta donde dice “aquí termina el camino” mientras gozaba mirando cómo se agitaba su revuelta negra cabellera y cuando me sentía al eyacular desperté. En la vida real la avezada loca, el 21, tenía mi majagua, parada y durísima, agarrada con toda saña por encima de los calzoncillos verdeoscuros de popelín satinado.
Continuara, Un ciervo herido (III)
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Un ciervo herido (IV)
Un reportaje de Granma sobre las UMAP.
Estamos en el “baño turco”. Hace rato. ¿Cómo es posible que si el agua es escasa la gasten por toneladas con este castigo? Quien no haya sentido un chorro de agua cayéndole sin parar en el centro de la cabeza durante, digamos, media hora, no entendería este algo tan terrible por más que yo intentara explicárselo.
Por momentos da la sensación de que la cabeza se ha ahuecado y el agua cae en donde estuvo la cabeza, ahora un hoyo. Por otros, parece que el hoyo se ha perforado y que el chorro de agua está cayendo directamente en la garganta.
Dijo el teniente al par de soldados de guarnición: hasta que yo me acuerde. ¿Quién chivateó? La loca número 21 padeciente de flatulencias respondió al sargento en la formación: “Permiso para contestar: no sé”, cuando el sargento jefe de nuestro “pelotón” le preguntó, luego de acercársele y mirarle detenidamente a la cara: “¿Y a usted quién le dio esa mano de golpes, 21?” ¿Quién chivateó? Cuando a ambos, este domingo en la mañana, nos llamaron sargentos y segundo teniente y teniente presentes, “usted fue quien le dio a éste, 22” afirmándome el teniente apuntando al 21, me dije: ya habló este maricón.
A las once castigo, laven temprano, nos ordenó el teniente y con un pase de su dedo índice de la derecha en el aire miró a todos sus súbditos diciendo: “ya saben”.
En el lavabo-lavadero pedí al flatulento 21: júrame por lo que más tu quieras que tú no chivateaste. Te lo juro por mi mamá y mi marido, contestó el 21, y por la tristeza que vi en sus ojos me pareció cierto.
Yo estaba con Guillermo la Rumba al lado, por si el tatuado 21 se ponía farruco. Le pregunté tres veces, me contestó lo dicho a la tercera. ¿Por qué se había demorado tanto en contestar?, le preguntó Guillermo. Tengo miedo, respondió el flatulento. ¿Miedo?, preguntó Guillermo. Sí, al castigo del agua sí le tengo miedo, es terrible.
El teniente había dicho: a las once castigo, el “baño turco”, así que laven temprano. (¿Quién bautizó este castigo con ese nombre? ¿Por qué? Nada tiene que ver el baño turco con este chorrazo horrible taladrándote el alma. Ignorantes.) De pinga, exclamó Guillermo cuando entré en la barraca él con Luis Arturo y El Artista y Jorge el campesino y otros más esperando a la puerta y dije: “baño turco”, cojones. Por culpa de este maricón, dijo Guillermo señalando con un golpe de cabeza al 21, que entraba junto a mí. ¿Tú no decías que eras guapo, que eras abakuá y todo eso?, le dijo Guillermo la Rumba en el lavabo–lavadero.
El 21 dio la espalda y siguió lavando, debiera hacerlo rápido porque ya ahorita serían las once, pero lo hacía con desgano. A él su soldado de guarnición lo ha pinchado más que a mí. Lo ha pinchado en las nalgas, “agarra otro pinchazo en ese culón, loca”, ha dicho un montón de veces su soldado. Es menester tener este día de la fatalidad buena leche: castigos mediante los soldados de guarnición pueden ser más o menos trágicos en dependencia de a cuáles designen. El que le tocó ahora al 21 es quizá el más pocamadre de todos. (Para que la historia lo recoja como el gran hijoeputa que es, digo su nombre: Luis Díaz Campanería.
Para lo mismo, digo más: es bajo de estatura, delgado, pardo de piel, grande cabeza, pelo castaño y opaco, ojos chicos y claros, voz gruesa y grave como la de un hombre de 7 pies y 300 libras.) El que me tocó a mí, de los más suaves.
Cuando el teniente nos llamó a la puerta de la jefatura, dijo antes que lo otro: a ver sus manos. Cuando vio mi mano derecha todavía inflamada, dijo “correcto”, y agregó tuteándome: le diste durísimo, ¿eh? ¿Quién chivateó?, me estoy diciendo cada tres segundos debajo del chorro.
El 21 se sale más que yo: da pie para que el desmadrado de su soldado lo pinche más. No hace tanto uno inventó lo que parecía la solución contra este castigo: se desmayó o hizo creer que se había desmayado. Así se salvaron sólo dos o tres: a los próximos les dejaron pendientes la tanda faltante para después que se les pasara el desmayo. No sé si esto es peor que el castigo del enterramiento: los huesos de mi cabeza se vuelan contra las paredes a cada rato y me salgo del chorro: chico, no me hagas pincharte, me dice mi soldado y me da un pinchacito en la espalda.
Me fijé en las puntas de las bayonetas cuando veníamos para los excusados: la de mi soldado la tiene bastante roma. Creo que es hasta mejor que lo fusilen a uno: un segundo de grande pánico y ya: los balazos lo hacen brincar a uno hacia el otro mundo, y se acabó. Pero este chorro de agua, que a cada instante se siente más fría, en la cabeza, no tiene nombre. He tratado de pensar en todo: mi abuela me llevaba a las afueras del barrio a buscar romerillo. Con el romerillo ella preparaba un cocimiento que, aseguraba, servía para todo. También se lo daba a los perros y yo vi que un perro flaco hasta la espina dorsal y que caminaba de medio lado y cuyos ladridos eran roncos y débiles, se curó con una semana de este cocimiento; luego de quince días parecía un perro acabado de llegar de Europa.
Cuando yo tendría cinco años mi madre trabajaba en una escogida de tabaco. Se iba a las cinco de la mañana y tenía que cargar en ida y vuelta el taburete donde se sentaba a trabajar; por decisión del dueño, que ni ponía él los asientos ni permitía que durmieran en la escogida los que traían las trabajadoras, no le gustaba tener lo que no era suyo en lo suyo, decía; un capricho terrible, decía mi madre.
Nunca vi a ese hombre, pero lo odio infinitamente. Mi padre se iba a las siete de la mañana y entonces me despertaba. La casa adentro era de madera y yo escuchaba a mi padre y a mi madre templando. Ella, a veces, en un susurro, le reclamaba que él sólo la quería para templar. Las primeras veces que los escuché creí que los quejidos de mi madre eran de dolor; luego comprendí que eran de placer, cuando puse atención a las palabras que decía mientras se quejaba.
Al irse a las siete de la mañana mi padre me despertaba, hacía que mi cuello se pusiera en el hueco de su mano y me inclinaba hacía sí y me besaba, siempre en la mejilla izquierda. “Vamos ya, a levantarse”, con un tono de voz tal si estuviese explotando lentamente de ternura. ¿Cómo sería posible que el mismo hombre que había escuchado hacía unas horas templarse a mi mamá de manera tan grosera de cuerpo y palabras, fuera conmigo ahora, al amanecer, tan tierno?, me preguntaba entonces y me pregunté durante años.
Después la vida me enseñó. He intentado una cronología de la locura de mi madre. Mi madre está loca: he ido buscando cada uno de los avances en el tiempo desde que la conozco de la locura que hoy padece: he detectado en mi memoria cincuenta y dos momentos de ella ascendentes hacia la locura de hoy. Vieja loca de mierda.
A los doce años de edad mi amigo Mario Santana y yo fuimos con una puta por primera vez. A mí me desfloró Marina, mulata de cabello liso, largo pero enrollado en el centro de la cabeza; no pude eyacular, me dio por pensar en mi abuela, en su bondad, y aunque tenía penetrada a Marina con mi pene tensísimo, no pude concentrarme en lo que hacía. Ella era una puta hermosa y dura de carnes, pero yo me quedé sin verla, sin estar en lo que estaba haciendo. Pensaba en la bondad de mi abuela.
Finalmente Marina me sacó de encima de sí de un tirón y tuve que pagarle como si hubiera eyaculado. Mario Santana y yo habíamos reunido el dinero para ir al prostíbulo con las propinas de los padres y la venta de juguetes viejos. Poco a poco. Los padres no sabían que habíamos ido al prostíbulo. Mario Santana era mi gran amigo. Con el grupo íbamos sabana afuera. El prostíbulo estaba en los comienzos de la sabana. Siempre que pasábamos lo mirábamos con algo de amor. Y siempre comentábamos: ya dentro de no mucho podremos ir.
Mario Santana y yo nos fajamos en la sabana una vez. Él venía encabronado porque la madre lo había castigado: una semana sin entregarle los cinco centavos diarios que el padre le daba por mediación de ella; porque de la escuela habían mandado una pila de avisos: Mario Santana se portaba cada día peor.
No pudo resistir la tentación: el pichón de paloma de rabiche estaba sobre una rama baja. Tan fácil. Mario Santana apenas tuvo que detenerse para apuntar. Le partió el pecho. En nuestra ley constaba que nunca tiraríamos a los pichones. Los pichones parecen niños. Matar a un pichón es como matar a un niño. Mario Santana ese día andaba cargando el tirapiedras con calderilla. La lasca de metal rajó el pecho del pichón; a bocajarro casi. El pichón cayó muerto en el acto, sin siquiera un revoloteo. Mario Santana lo hizo porque estaba encabronado con la madre. Me le fui encima y nos prendimos con todo. Él logró golpearme más veces y con más fuerzas que yo a él. Me ganó porque me golpeó con toda la furia que estaba sintiendo hacia la madre.
No, en realidad no he tratado de pensar en todo: no he tratado de recordar a los que odio, a los que me traicionaron, a los que me ultrajaron últimamente: aunque me vengan a la mente en este momento tan cabrón de mi vida, no los recuerdo: es aun mejor borrarlos de la memoria que recordarlos con rencor. Allá afuera están los socios, alguna voz que creo es la de Luis Arturo, ha dicho: no te rajes, y el soldado del 21 ha gritado váyanse de ahí cojones. Sin embargo, no ha sido al 21 a quien le han dado ese ánimo, estoy seguro: los socios del 21 tienen más miedo que mi mamá al comunismo. Fue la voz de Luis Arturo.
Para nada me ha servido pensar en tanto pasado: ahí está el chorro, el agua metiéndoseme en la boca porque ya no tengo fuerzas para estarla escupiendo, en la nariz porque no tengo para soplarla. He arribado a un corolario: si el agua estuviese cayendo desde una regadera, no sería tan terrible. Sería terrible pero menos terrible. Pero el agua está cayendo, como siempre, a chorro limpio, directa. “Derecho”, dice mi soldado, pero ya no puedo estar erguido mirando a la pared como si estuviese en posición de atención, como establece el castigo.
Escucho que el 21 está sollozando: “dale, loca, aguanta”, le grita su soldado y el 21 dice “¡ay!”: le habrá dado otro buen pinchazo en el culo. El 21 ha dicho “mátenme, mátenme de una vez, mátenme” y llora con tal voz enronquecida que ni parece la de una loca. Ha gritado: “Soy asmático, sáquenme de aquí ya, por la Virgen” y ha soltado unos gigantescos jipidos, como de un inmenso fuelle roto que hicieran exhalar, como de un inmenso acordeón roto que apachurraran. Qué asmático ni un carajo, asmático de pronto, ¿eh?, le ha gritado su soldado. “Sí, sí, lo juro por la Virgen: sí lo soy”. Qué Virgen ni un carajo, le ha gritado su soldado. “Mátenme, mátenme de una vez”, repite llorando a toda voz, cuarteada, enronquecida.
Yo he pensado lo mismo: siento deseos de que mi soldado acabe de enterrarme la bayoneta de una vez, me mate: que mis mondongos corran por el piso de cemento enredados con el agua. El 21 está dos chorros más allá; en mis desgajes me he vuelto a mirarlo a ver cómo se halla: pero sólo veo una mancha desnuda detrás de un humazo de agua. Yo también estoy llorando, patria, sólo que casi como un hombre: casi.
Siento en mi boca un sabor como a vainilla descompuesta. Entre lo más diabólico de este castigo se encuentra el tener a un macho detrás del culo de uno desnudo. Si estuviese solo ya me habría rajado tal vez: como estoy a la par con la flatulenta loca tatuada 21, algo de mi ser cultural me obliga a resistir más que él, a llorar menos que él, más bajito que él. ¿Quién chivateó, madre mía? ¿quién? Así, eso es, derechito, oigo que le dice su soldado al 21. Siento que estoy bajo el mar, respiro mar.
Me voy hacia delante, apoyo las manos contra la pared. Mi soldado me pincha dos veces, menos suavemente la segunda. Derecho, derechito, me dice. Coño, pero si ya no tengo cráneo, ni piernas, ni espalda; los pies congelados. ¡Así es, derechito!, grita casi como si lo vitoreara al 21 su soldado. ¡Así es!: ¡Patria o Muerte! ¡Venceremos! ¡Derechito!, lo vitorea. Está bien, coge un chance, me dice el mío: no logro desafincar mis manos de la pared, toso hasta que la garganta parece que se me ha desmoronado, inhalo agua y toso, toso e inhalo agua.
Me ha vencido este 21, qué cosa tan grande. Teniente hijo de hiena, manda ya a terminar la fiesta. Ha resistido más que yo, me ha vencido la loca flatulenta. Creo que me estoy muriendo, Mamita.
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Un ciervo herido (V)
Portada de la revista Mella.
Desde la puerta de la jefatura el teniente gritó: “¡Metan también a ese 33!” Con esto el teniente quería decir que metieran a Guillermo la Rumba en la reata de los testigos de Jehová.
En este lance la perdición de Guillermo la Rumba ha sido la leche condensada. La leche condensada la habían traído hacía poco. Con ella preparaban el líquido del desayuno. Antes, había sido con leche evaporada; ahora, con la condensada, quedaba igual de transparente, agua casi. Guillermo había manifestado constantemente, durante los últimos cuatro o cinco días, que tenía unas ganas horribles de meterse por lo menos unos buches de leche condensada, chupados de la misma lata, como hacía cuando niño escondido de la madre; y ya grande sin tener que esconderse de nadie, “comprada con mi dinero”.
“Hasta que ya ni con dinero: el comunismo acabó también con la leche condensada, de pinga”, aclara enseguida, levantando el índice, rastrillándolo en dirección al cielo. Creo que después del ron, la bebida que más me gusta es la leche condensada, había dicho quinientas veces en los últimos cuatro o cinco días, desde que había leche condensada en la “unidad”.
Había tratado con los cocineros por todas las vías: dinero, chantaje (podría decir que tú —a un cocinero— les sirves más comida a los machos que te gustan), flirteo, apuesta de una lata a las tres y media. Pero los cocineros tenían pánico: cualquier cosa antes que soltar una lata y que no les diera correcto el conteo que les hacían los del “batallón”.
La tarde anterior, el teniente en persona entró en las barracas y se fue directo adonde estaban los testigos de Jehová en sus grupitos y les metió una descarga que podría dar horror pero que no conmovió a los testigos. El teniente venía seguido por unos sargentos y cabos Umap y en el camino pateó cualquier tabla o caja o jarro que estuvo a la distancia de sus botas. De los jefes, es el teniente quien más rápido y suelto camina encorvado entre los soportes de las hamacas. Les dijo a los testigos, primero, que ya les había dado muchos chances para que rectificaran; hacía días que no los obligaban a formar filas. Los conminó a que entendieran sobre el porvenir de lo terrenal, que no tomaran por caso a un dios que no existía. Esto se los había repetido miles de veces. ¿Qué sería de la patria si todos actuaran como ellos: sin jurar la bandera, sin formar filas, sin trabajar uniformados, sin trabajar en fin? Era el atardecer.
Se escuchó esta misma charla como de una grabadora dicha por el teniente a los tres o cuatro grupitos de testigos de Jehová, que no se ponían de pie y en atención cuando entraba un jefe, como era obligatorio, ni aunque fuera el teniente. Ninguno de los testigos de ningún grupito movió una pestaña por lo dicho. El teniente se volvía para los otros Umap que curioseábamos: “¿Ven?, ¡¿ven qué parásitos?!” Les dijo, segundo, que quien no trabaja no come y sin embargo ellos comían, ¿no? ¿Eh?, con ustedes no queda más remedio que la mano dura, la cañona, y nosotros —señaló abanicando con un brazo a los jefes que lo acompañaban— estamos aquí para que se cumplan las órdenes del Ejército y la Revolución, ¿verdad?
A los testigos de Jehová que les miré la mirada, les vi en ellas, como otras veces, una mezcla de aburrimiento y estoicismo. Hacía días que no les hacían la reata para obligarlos a formar filas en la mañana. Guillermo no nos dijo a los socios que se iba a lanzar por una lata de leche condensada. En la trascocina se guardan los abastecimientos; un almacencito. La Rumba nos diría luego que él había cubicado bien dónde estaban las cajas de latas de leche condensada. Y que, ojalá, pensaba, había rogado a sus santos, pudiera meter mano a dos o tres latas.
La Rumba quedó trabado y un cabo Umap dio la alarma amaneciendo: “Ese negro cabrón está trabado en la ventana”.
La ventana estaba como a siete pies de altura. Guillermo se subió en dos o tres cajones y afincó manos y se tiró hacia arriba. Él sabía que a la ventana, muchas veces, no le cerraban la hoja; era más bien una ventana para la entrada de aire, los cocineros solían pegar la hoja desde abajo con un palo, con el que podrían también pasarle el cerrojo, pero este último trabajo casi siempre se lo ahorraban.
Guillermo la Rumba, mitad inferior del cuerpo colgando hacia afuera, mitad superior hacia dentro, logró agarrar par de latas de leche condensada con la derecha; con la izquierda, afincada en la base de la ventana, trataba de ayudarse en el equilibrio. Pero la sangre se le iba toda a la cabeza y sus pies, allá afuera, patinaban en el vacío. ¿Qué coño hago ahora?, se preguntaba sin soltar el par de latas. ¿Cómo meto ahora la marcha atrás?, se preguntaba. Entonces decidió que se iba a tirar hacia dentro, esperar a los cocineros, amenazarlos, llevarse las dos latas, guardarlas en sus pertenencias, meterse en la hamaca, esperar, tranquilito, el “¡de pie!” Él, furtivo, se había levantado, aún a oscuras, para llevar a cabo la operación. Él, la tarde antes, había localizado y calculado a vista los cajones que le iban a servir, y la ruta que seguiría para no toparse con algún cabo Umap. Pero sus cálculos fallaron en cuanto al tiempo que emplearía en la operación: ya casi amanecido fue que logró saltar a la ventana.
Si perdí tanto tiempo fue porque había que hacerlo sin ruido, de pinga, nos dijo luego. ¿Y por qué no nos avisó que pensaba embarcarse en este asunto? De pinga, respondió, ya ustedes lo saben: no me gusta preocupar a los socios. ¿Y cómo fue que el cabo Umap descubridor, si sólo lo veía del culo para abajo, supo que era Guillermo? “¡Ese negro cabrón está trabado en la ventana!”, había gritado el cabo Umap. Me miró a los pies, contestó Guillermo, yo fui descalzo, sutilito, sin ruido, de pinga. “¡Cáete pa’ dentro, 33!”, le ordenó el teniente desde dentro de la trascocina.
El teniente y otros jefes habían sido avisados y estaban mirando el desenlace dentro de la trascocina. Toda la sangre de Guillermo la Rumba se agolpaba en su cabeza; rojísima debía estar mi cabeza, dijo él luego. “¡Suelta las latas, ladrón! ¡Cómo se te ocurre robar lo que es del colectivo!”, le gritó el teniente. Guillermo dejó caer el par de latas y ya, de tanta sangre acumulada en la cabeza, apenas le quedaba vista, contó luego.
“¡Que te dejes caer pa’ cá, ratero!”, le gritó el teniente. Guillermo se deshizo de la palanca que se hacía con la mano izquierda y la contracción del vientre, y se dejó ir en brazos de dos o tres cabos Umap que lo pelotearon él cayendo de cabeza. De pinga, dijo ya con los pies en el suelo, respirando a trancos, mareado, y más que todo: se sentía humillado. “¡Y encima dices malas palabras!”, le gritó el teniente levantándole la cara mediante un apretón en la barbilla.
No había terminado el teniente de gritar: “¡Metan también a ese 33!”, cuando un sargento, que desde los primeros días había dado muestras de sentir por Guillermo la Rumba el sentimiento más contrario al amor que pueda existir, se lanzó hacia él y de una patada en las nalgas lo sacó de las filas, donde ya estábamos en posición de atención, y lo llevó adonde se hallaban los testigos de Jehová esperando para que los mancornaran. Los testigos de Jehová son todos iguales, no es posible decir el rubio o el trigueño o el alto o el chico o el delgado o el grueso, son como un ejército hecho con el mismo gen. Nunca se resisten cuando les amarran el cuello, los ponen en reata, los encaminan a las filas. Pero cuando los están haciendo llegar a la formación se dejan caer, se desmadejan.
A Guillermo lo llevó el un sargento y lo enganchó al final de la reata; ya sólo quedaba un pedacito de soga libre. A veces, hacen tres o cuatro reatas con sendos grupitos de testigos. A veces, como hoy, empatan las sogas y hacen una sola: como una larga sarta de chorizos. Ningún sentido tenía sacar a Guillermo de la fila, ponerlo en la reata, traerlo sumado a ésta como si también él se negara a formar, fuera un testigo. Pero el teniente estaba este amanecer con inmensa mala sangre.
Guillermo nos había dicho antes de formar, recién llegado de su derrota: y el muy maricón me dijo que en ésta iba un buen castigo, ya lo vería yo, pero en la próxima falta me mandaba enterrar, y eso sí es del carajo, de pinga. El teniente hizo una señal desde la puerta de la jefatura y los sargentos ordenaron ponerse en posición de descanso. Yo lo vi: el segundo teniente se había ido a los excusados ya zafándose el cinto por el camino y apretándose la barriga, como quien se está cagando ahora mismo y se está reventando de dolor de vientre.
¿Sería? Guillermo la Rumba venía cabizbajo al final de la reata y con las manos entrelazadas a la altura de los cojones. Todos los testigos de Jehová serán iguales, pero debo decir que ahora, el que más gaznatones cogió fue el más rubio de los rubios; que se tiró en el suelo antes de lo tradicional y paró el compás de la reata antes de lo tradicional. ¿Por qué este testigo, que agrego era de los más suaves, se dejó caer en el suelo antes de tiempo? Él, Dios y el Misterio sabrán. Su tez era blanquísima y a cada bofetón la sangre parecía parársele sobre la piel. El soldado de guarnición Luis Díaz Campanería, par de cabos Umap y par de sargentos lo sonaron a cachetadas más largas y más cortas. Un sargento político haló la soga por el extremo delantero y el tirón, en contra del peso del testigo de Jehová que ya estaba en el suelo, se llevó a la tierra al resto.
¡”Cojones, me cago en Dios, sáquenme de aquí!”, gritó arrodillado Guillermo la Rumba. El sargento de su pelotón, el un sargento que tanto desamor por él sentía, fue y, arrodillado el mulato, le pegó un aletazo que traqueteó por todos estos montes. El testigo rubio continuaba en el suelo, ahora boca abajo y tirado a todo lo largo que el lazo le permitía, y cabos Umap y sargentos y sargentos políticos fueron y lo pusieron en pie a la fuerza, a jalones, y arrearon con toda la fila mancornada adonde la formación. El bulto de testigos de Jehová con Guillermo la Rumba de rémora fue desenlazado. Los testigos de Jehová nunca habían respondido por sus números.
El segundo teniente seguiría cagando y adolorido de panza; debió ser el teniente quien diera la orden a los sargentos: llamar a cada cual por su número y que se incorpore a su lugar. Los sargentos, con el desgano de quien ya sabe de antemano la respuesta, llamaron a los testigos por su número. Y ellos siguieron en el suelo. Sin oír. Sin mirar. Sin estar. Con qué clase de mala sangre amaneció hoy el teniente: “¡Métanlos!”, gritó desde la puerta de la jefatura.
Es también el amanecer del Misterio: golpean mucho más los que hasta ahora golpeaban poco, y aun golpean los que yo no había visto golpear. Sólo el 33 se había incorporado a su puesto con el llamado. Bajito, venía repitiendo, “de pinga”. A empujones y patadas por el culo, fueron llevados a sus sitios vírgenes en la formación los testigos. Y allí, unos se sentaron, otros pusieron una rodilla en tierra, otros se encorvaron mirando al suelo. El teniente gritó que ya el sol estaba en medio del cielo —el sol, en verdad, apenas estaba tomando cuerpo a espaldas de nosotros— y entonces ¿qué?, que desayune esa tropa y que vaya a trabajar la tierra, que eso es lo que la Revolución socialista está esperando.
Dicho esto, el teniente se acercó, en su mañana hasta ahora de más mala sangre según mi contabilidad, y señaló uno por uno a los testigos diciendo “amarrado a un poste hasta el atardecer”, y apuntaba a las cercas, y dejó para el final al rubio pielblanquísima: “Enterrado hasta que yo me acuerde que existe”. Y a mí me temblaron los huevos.
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