Converso con unos amigos acerca de cuál es la temporada o periodo del año en que prefieren reservar en Varadero. Me dicen: "Aquella en la que no haya tantos cubanos, de preferencia ninguno"
Excepto ellos, claro. Y en esta misma encuesta hipotética, al recordar vacaciones pasadas, lo que más valoran de un determinado hotel es que casi no había cubanos, mientras que el detalle negativo siempre es algo como: aquello estaba repleto de cubanos.
Estos comentarios son de lo más comunes. La interrogante obligatoria sería: ¿por qué? ¿Por qué los cubanos prefieren la compañía de los extranjeros para pasar sus vacaciones?
Una respuesta fácil apuntaría que los extranjeros son más cultos o más lindos o más educados, o porque tienen más cosas. Pero en realidad esto no es cierto. La media de los extranjeros que vienen a la media de nuestros hoteles no tienen una formación profesional ni educativa especialmente notable. Tampoco son ricos ni nada parecido. De hecho, muchos vienen atraídos por ofertas de paquetes turísticos baratos. Los mismos paquetes cuyos precios, para los locales, revisten un sentido muy diferente.
Diría que muchos cubanos rechazan la presencia de sus coterráneos porque les recuerdan su propia cotidianidad fuera del hotel, fuera de las vacaciones: la ruina citadina, la suciedad de la calles, la convivencia descarnada, la agresividad de todos para con todos, la rutina sin perspectiva de futuro, en fin, la amargura con que viven todos los días y la mediocridad de lo que les rodea. El sacrificio de ahorrar durante un año entero, o más, para gastarlo casi todo en unos pocos días, y luego volver a empezar.
Cuando muchos de estos cubanos van a los hoteles quieren, y necesitan, olvidar eso. Quieren vivir tres, cinco, siete días en un cuento de hadas, donde sobran la belleza, la generosidad; donde todo está organizado, pintado, arreglado; donde todo es bello, todos son amables y sonríen junto a una playa feliz; donde muchas caras desconocidas, europeas, civilizadas, los miren y vean reflejados en ellos serenidad, decencia, abundancia, buen turismo, sin que se descubra una sola grieta del llamado cubaneo.
"No les recomiendo esa parte porque hay mucho cubaneo", les dijo un vigilante (cubano) de la playa a los amigos (cubanos) que me relatan su experiencia. Ellos caminaban por la arena con sus manillas all-inclusive del Meliá cercano y la zona a la que se refería el visitante estaba llena de bañistas sin manilla, una excursión de compatriotas bullangueros que no se alojaban en ningún hotel.
Otras personas cercanas me han dejado sus anécdotas. Episodios de los que han sido testigos durante distintas estancias en hoteles de Varadero. Hay para escoger; todos hacen sus aportes al concepto que esgrimía el vigilante de la playa.
Imagine, por ejemplo, que usted está en una cafetería y ve a dos niñas, de entre siete y nueve años, revoloteando ante las puertas automáticas, las que se abren solas. Una de ellas dice: "Ábrete, pinga, ábrete . ¿Mami, por qué esta puerta no se abre?". Al final, se activa el sensor.
Imagine a un niño de unos tres años que sale de una piscina, se para en el borde, se baja la trusa y se dispone a orinar sobre el agua cuando su abuela, o su tía, portando un vaso desechable repleto de cerveza en la mano, se acerca a él... ¿Para regañarlo? No, se le escucha: "Échalo ahí papito, que esto está pago".
Imagine que, en otra piscina, a las once de la mañana sacan a todos del agua y ponen la señal de prohibido bañarse. Informan que van a limpiarla y clorarla de nuevo porque resulta que alguien se hizo caca en el agua. La gente lo comenta poniendo cara de asco. Y aunque tal vez haya sido un niño, todos, cubanos ellos, coinciden en una cosa: Tiene que haber sido un cubano.