Cumpleaños del dictador el pasado 13 de agosto, con Nicolás Maduro y Evo Morales presentes.
La obra maestra de la injusticia es parecer justo sin serlo
Platón
Por Raúl Dopico | Miami | Diario de Cuba
En el transcurso de lo que sería una larga y devastadora existencia política, Fidel Castro, descendiente de una inculta pero rica familia agraria del Oriente cubano, con un pasado controversial en relación al origen de su riqueza, pasó de ser un joven estudiante de derecho que militó en los grupos revoltosos de los años 40 del siglo pasado (más que gansteriles, como se les ha pintado, eran gamberros que, desgajados de la revolución de 1933, se ampararon en la Universidad de La Habana y se instituyeron en grupos de presión violentos —más entre sí que contra el Estado—, que ejercían fuerte influencia política en sectores como la policía), a ser un hombre que se hizo llamar familiarmente Fidel —tras arribar al poder, mediante una lucha armada más mediática que bélica, amparado por un aura de Mesías—, para luego transformarse en un autócrata sanguinario y cruel, que gobernó durante el día desde la tribuna y las cámaras de televisión, y durante la noche desde el intimidante estruendo de los paredones de fusilamiento.
En esa travesía el hombre también construyó un mito paradigmático a base del enfrentamiento de David contra Goliat, que ha logrado arrastrar hasta hoy, cuando las banderas se levantan en mutuas embajadas; en realidad, ajustándonos a los hechos históricos, nunca existió tal enfrentamiento, o en el mejor de los casos, terminó con el fin de la crisis de los misiles y el alevoso pacto Keneddy-Krushov. De la misma manera que el llamado bloqueo (otra invención semántica de Fidel) es más una figura jurídica decorativa que una realidad político-económica.
Ese mito paradigmático fue durante 50 años bandera de la izquierda más radical (y de mucha no tan radical); de los extremismos religiosos de todas las tendencias (desde los cristianos de la teoría de la liberación hasta los musulmanes); de los terroristas disfrazados de revolucionarios emancipadores, como ETA, las Brigadas Rojas y Carlos Ilich Ramírez "El Chacal"; de las narcoguerrillas colombianas y del intervencionismo político-militar en países como Nicaragua, El Salvador, Guatemala, Etiopía y Angola, además del apoyo a criminales prófugos de las Panteras Negras o del Frente Patriótico Manuel Rodríguez.
Pero más recientemente, el mito logró su mayor hazaña, con su magistral conversión en el chulo de Venezuela. Primero con el demagogo Hugo Chávez (su alumno oligofrénico preferido), y ahora con Nicolás Maduro, el hijo bastardo del aparato de inteligencia cubano.
Sin embargo, si dejamos a un lado la mitología del castrismo y de la mal llamada revolución cubana, y analizamos la figura de Fidel Castro a la luz de los hechos reales, no es muy difícil descubrir que en realidad no solo ha sido uno de los grandes plagiadores del siglo XX (se apropió para su beneficio del ideario político martiano —al mismo tiempo que lo convertía en autor intelectual de su fracaso en el ataque al cuartel Moncada—, imitó las acciones, la gestualidad y las frases grandilocuentes de Adolfo Hitler —el ataque a la sede del gobierno de Baviera y el alegato de "la historia me absolverá— y se ungió con honores militares, intelectuales (ni siquiera su libelo de La historia me absolverá es auténtico, lo escribió, manipulando lo ocurrido, meses después del juicio por el asalto al Moncada), éticos, morales y de valor personal que nunca tuvo), sino uno de los mayores mitómanos funcionales de la historia. Con sus mentiras edificó un cuerpo sociopolítico que funcionó a su antojo, y que fue modificando con mucha astucia a lo largo de los años, en función de las circunstancias, y con el único propósito de conservar el poder de manera absoluta.
Fidel Castro construyó eso que los cubanos comenzaron a llamar desde muy temprano "fidelismo", con la magia de un encantador de serpientes, a base de muchas mentiras deliciosas ("Este año los cubanos no necesitarán la libreta para comprar viandas". No hubo viandas en los mercados en 1965. "En 1970 la Isla habrá de tener cinco mil expertos en la industria ganadera y alrededor de ocho millones de vacas y terneras productoras de leche. Habrá tanta leche que se podrá llenar la bahía de La Habana con leche". Aún hoy en Cuba no hay leche) y monstruosos delirios (el cordón de La Habana, la zafra de los diez millones o la vaca Ubre Blanca —con estatua incluida—, son solo tres patéticos ejemplos), que con el apoyo de un eficiente aparato propagandístico y represivo adormecieron, durante los 47 años que permaneció en el poder, la conciencia y el espíritu de libertad de una gran parte de la nación cubana.
Podemos decir entonces, que si, como creen algunos, el éxito en política se mide por la permanencia en el poder, Fidel Castro ha sido un político exitoso. Pero que si el éxito político se juzga por la trascendencia histórica (algo que a él le ha obsesionado toda su vida), entonces podemos asegurar que ha sido, comparándolo con la grandeza que quiso obtener al estilo de los grandes emperadores romanos, el político más fracasado de la cultura occidental. Y es que si bien hoy, siglos después de sus muertes, en todo el mundo hallamos los vestigios de las grandes obras de aquellos emperadores (desde coliseos hasta acueductos), en la Cuba del fidelismo, con Fidel aún vivo, lo único que encontramos son las ruinas de una república exitosa que el fidelismo se encargó de destruir.
Tras 47 años en el poder, el 31 de julio de 2006, a las 9 de la noche con 15 minutos, Fidel Castro dijo la mentira más importante de su vida, a través de su jefe de despacho Carlos Valenciaga: "la operación me obliga a permanecer varias semanas de reposo alejado de mis responsabilidades y cargos".
Fidel Castro no escribió ni firmó esas palabras. Estaba entre la vida y la muerte, e iba a ser operado de urgencia para controlar una hemorragia intestinal. Una condición médica que le impediría para siempre regresar al poder, al menos de manera formal. Pero el personaje, con su ensayada astucia de siempre, tuvo tiempo para dictar su intento de convencernos de que todo estaba bien, que pronto estaría de regreso. Al fin y al cabo, ese era el mayor logro de su vida: hacernos creer que debíamos creer.
Hoy, nueve años después de que Fidel Castro dejara de ser el autócrata en jefe, y con su hermano Raúl al mando, cada vez va quedando menos del poderoso fidelismo de antaño. Y no porque "la narrativa en Cuba ha cambiado", sino porque los símbolos que representaron al fidelismo están siendo borrados, uno a uno, por el pragmatismo de Raúl, que busca salir del atolladero económico que le dejó su hermano sin tener que ceder espacios políticos.
Aquí algunos de los símbolos más notables que se han desmoronado.
El gusano, símbolo fidelista para catalogar al cubano despreciable y traidor, convertido en mariposa, es el motor de la economía cubana. Sus envíos de dinero, medicinas, comida, ropa y efectos eléctricos, sumados a las enormes cantidades de divisas que dejan en sus viajes a la Isla, son el principal rubro de la devastada e ineficiente economía cubana.
El permiso para viajar y permanecer en el extranjero hasta 24 meses. Un instrumento político que busca aumentar la base de cubanos que alimenten con dólares a la economía nacional, diseñado para crear una clase de cubanos residentes en Estados Unidos (amparados por la Ley de Ajuste Cubano), sin resentimientos políticos, que puedan entrar y salir de la Isla sin conflictos. Un Mariel sin trascendencia política y muchos beneficios económicos. Porque a Raúl, a diferencia de Fidel, no le interesa mucho la ideología.
La ofensiva revolucionaria convertida en el capitalismo del timbiriche, con dos millones de cubanos tratando de sobrevivir por cuenta propia, 45 años después de que Fidel Castro se los quitó todo.
Las casas convertidas en objeto de venta o de renta. Los cubanos que se van ya no pierden sus casas, y las pueden vender, comprar o rentar. Incluso tener más de una.
El boxeo y el béisbol regresan al profesionalismo. Pronto lo harán otros deportes, como el voleibol. El deporte rentado, hoy más mercantilista que siempre, es una fuente más de ingresos de dólares. El propósito fidelista del deporte amateur como vehículo de propaganda y superioridad ideológica se desploma a pedazos inevitablemente.
Cuatro millones de cubanos que no tienen acceso a las remesas viven en la pobreza extrema, con ingresos de cuatro dólares al mes, lo que significa el derrumbe del sueño de una sociedad igualitaria, en el que todos estaban al mismo nivel de pobreza, implementado por Fidel Castro a través de su libreta de abastecimientos y su administración de la miseria. O lo que es lo mismo, el control del poder a través del estómago.
Los médicos, las enfermeras y los maestros sustituyen las carencias y las condiciones deplorables en las que trabajan, cobrando en dólares servicios de contrabando de más calidad. Un regreso tercermundista a la opción de la salud y la educación privadas.
La austeridad de Fidel Castro hace mucho que sabemos que está empacada en lujos burgueses. Pero las nuevas tecnologías dejan esos vicios al desnudo, con el hijo preferido de Castro convertido en video viral, mientras vacaciona en Turquía a costa de la miseria del cubano, con guardaespaldas incluidos. La revolución proletaria convertida en lucrativa corrupción.
Los CDR, como la primera trinchera de los delatores del fidelismo, convertidos en cascarones vacíos, con una inmensa militancia frustrada, que es capaz, si se lo piden, de seguir gritando "Pa lo que sea Fidel, pa lo que sea", mientras sueña con fugarse para Miami, y reinventarse como víctima del fidelismo, para regresar al año y un día.
Cuba sí y yanquis mejor. El eterno enemigo convertido en aliado inescrupuloso, por obra y gracia de la ineptitud de un activista social disfrazado de presidente, que está empecinado en ser el primer mandatario yanqui en pisar La Habana en más de medio siglo. Todo porque se acaba la teta chavista y se necesita del acceso al financiamiento de los bancos del imperio.
Sin embargo, es vital destacar que el estado totalitario se mantiene intacto. Lo que está cambiando es la manera de mantenerlo, la manera de usar la fuerza represiva para conservar el poder. Ya no se fusila a los opositores, se les mata en accidentes de tránsito. Ya no se dan grandes e intimidantes discursos públicos, se intimida en privado. Ya los opositores no reciben largas condenas de prisión, sino breves y frecuentes detenciones y palizas en unos casos, y uno o dos años de prisión sin juicio, en otros, dependiendo del tipo de oposición. Ya no se prohíben los libros, las obras de teatro, las canciones o las películas críticas. Se les ignora como si no existieran. Han aprendido que nada de eso tumba a un gobierno. Todo lo contrario: sirve de catarsis. Ya no se prohíbe el acceso a internet, lo cobran carísimo y lo vigilan.
No, el estado totalitario cubano no se está desmontando, ni siquiera se está reformando, a pesar de lo que dicen en la prensa de Miami algunos payasos que simulan defender el bien de los cubanos. Raúl Castro sabe que la supervivencia política de su régimen depende de mantener la represión, como también sabe que el socialismo no se puede reformar.
Lo que está pasando en Cuba es que Raúl está borrando las huellas de Fidel, para imponer las suyas. Lo que hay en Cuba es un cambio de estilo. El fidelismo desapareció, por eso en Miami hay más locos y fidelistas que en Cuba. Son los expulsados del paraíso que está creando Raúl. El fidelismo vive hoy en Miami. Lo que vive en Cuba es el "raulismo", aunque eso a Fidel no le simpatice. Y es que Raúl, como Margaret Tacher, piensa que "la misión de los políticos no es la de gustar a todo el mundo", ni siquiera a su hermano, al que durante tantos años se sometió.
No obstante, Raúl, como Fidel, sabe que el día que deje de reprimir el sistema totalitario se derrumba. Sabe que el día que lo intente reformar se desmorona. El ejemplo de la Unión Soviética y la Europa del Este sigue fresco en sus memorias. Y cuando a Raúl por momentos se le olvida tras sus lapsos alcohólicos, un anciano pero aún astuto Fidel, que cada vez tiene más cara de diablo, se lo susurra al oído. Es el único de los trucos fidelistas que todavía ejerce cierto embrujo sobre su hermano.
Después de todo, en sus días finales, Fidel sabe que la historia no solo no lo absolverá, sino que le tiene reservado un oscuro y humillante rincón en el estercolero del olvido. Pero al mismo tiempo sabe que, cuando ese momento llegue, su hermano estará, tarde o temprano, a su lado, y entonces tendrá la oportunidad de volver a someterlo.