El hombre que no quiso ser
Rock Hudson (pero que terminó siendo)
Elizabeth Taylor y Rock Hudson en el set de Gigante. Fotografía: Corbis
Primero estaba Paul Newman, siempre. Pregunten a su abuela. Después, quizá James Stewart, por aquello de que su aura paternal empatizaba con el ánimo de la posguerra. Y dado que el magnetismo animal de Marlon Brando era digno de descocadas, el tercero en la lista era él: metro noventa, viril, protector, un atractivo sexual por encima de la media y la ingenuidad de un muchacho de campo. Sí, tenía que ser él. Rock Hudson era lo apropiado para una chica de la época.
Así que figúrense la conmoción de su abuela cuando hace treinta años el mundo supo que el apropiado no solo gustaba de acostarse con hombres, sino que se moría de sida. La muerte de Rock Hudson en octubre de 1985, apenas dos meses después de haber confesado su enfermedad en un atropellado episodio en París —la ciudad a la que los enfermos más pudientes viajaban para tratarse con el experimental HPA-23—, fue determinante a la hora de cambiar la percepción que la sociedad occidental tenía del VIH/sida y el colectivo LGTB. Para millones de personas, Rock Hudson fue el primer paciente con sida del que oyeron hablar. Para millones de personas, Rock Hudson también fue la primera celebridad públicamente homosexual.
En 1985, más de seis mil personas en Estados Unidos murieron a causa de la enfermedad, pero como afectaba a grupos de población de los que, bueno, sencillamente no había que preocuparse demasiado, el problema del cáncer gay, la peste rosa o el GRID (Gay-related immune deficiency), término peyorativo con el que la comunidad científica estudió denominar a la enfermedad antes de decantarse por AIDS, no era tan trascendente. Cabe preguntarse qué habría ocurrido si el paciente Rock Hudson no hubiera saltado a los medios de comunicación y, con él, su vida privada en uno de los primeros casos de outing que se recuerdan. Quizá sin aquel inaudito impacto mediático, el devenir de la epidemia no hubiera sido el que fue sino otro mucho más infausto.
Icono gay, a su pesar
Hasta finales de los sesenta, la mayoría de la prensa estadounidense respetaba el acuerdo tácito que mantenía a Rock Hudson en el «armario de cristal», una expresión utilizada para designar a aquellos actores gais que no han hecho pública su condición, pero que es consabida por el gremio. En los setenta, el cine invirtió la tendencia del romanticismo al realismo, dejando de lado el tipo de papel que había convertido a Hudson en un mito durante las dos décadas anteriores. Y para cuando bien entrados los ochenta los medios inauguraron una era en la que el escrutinio de la vida privada daba sus primeros y más feroces pasos, la decadencia física de Rock Hudson fue un tema estrella que quedaría registrado en televisión.
Fue en el verano de 1985. Primero a través de Dinastía —el comentado beso con Linda Evans es una de las aportaciones más perversas a la cultura pop— y más tarde en un elegíaco programa de su amiga Doris Day, la cual creía que el actor padecía anorexia. Visto con perspectiva, era justo que aquella última aparición pública de Hudson fuera junto a la actriz con la que forjó su fama de «gran farsante». Con Doris había inaugurado una época dorada de la guerra de sexos o, como se conocía en la profesión a comedias como Confidencias a medianoche y Pijama para dos, del delayed fuck, por eso de que sus protagonistas no podían tocarse sin pasar antes por el altar.
Que la lucha contra la estigmatización y la serofobia tuviera como icono al actor más armarizado de Hollywood, aquel que durante treinta y seis años se había esforzado en proyectar una imagen de héroe romántico y al queLife y otras revistas de los cincuenta y sesenta vendían como el soltero de oro con «¿Le gustaría ser la esposa de Rock Hudson? Así es como debe tratarlo» y otros titulares, tiene mucho de trágica ironía. Dr. Macho Jekyll & Mr. Homo Hyde acabó siendo el rostro sobre el que pivotó la crisis del sida a mediados de los ochenta, pero todos los beneficios sociales de su exposición pública —porque es indudable que los hubo— provinieron de un lugar en las antípodas del activismo LGTB. Así como había sido el role model idóneo, Hudson también resultó ser un involuntario pero poderoso referente gay a su pesar, con un efecto destructor de los estereotipos homosexuales que ni en sus peores pesadillas habría imaginado encarnar.
A Hudson, los disturbios de Stonewall que en 1969 asentaron las bases del activismo LGTB tal y como lo conocemos, le pillaron en la otra punta del país, reafirmando su übermasculinidad junto a John Wayne en el rodaje de Los indestructibles. Cuando la lucha por los derechos de gais y lesbianas era bastante más arriesgada que participar en una colorida fiesta de banderas arcoíris, el actor se resistía a comprender el sentido de unas manifestaciones donde, según sus palabras, «se marchaba con un tubo de vaselina en la mano». Para él, votante republicano confeso, aquello era un ejercicio de proselitismo homosexual con el que no estaba dispuesto a que se le relacionara.
Hudson fue uno de los últimos actores que desarrollaron su carrera bajo el manto de las majors (desde 1949 a 1966), lo cual significaba que el estudio velaba por él en todas las esferas de su vida. Eso incluía un equipo de relaciones públicas que se encargó, entre otras cosas, de empujarle a un matrimonio con la secretaria de su representante a mediados de la década de los cincuenta, justo cuando comenzaba a despuntar. No llegaron al tercer aniversario. Por aquel entonces, ya hacía más de una década que Hudson participaba del clandestino ambiente gay de California, que había descubierto al volver de la guerra y casi al mismo tiempo que en Estados Unidos se publicaba el informe Kinsey que animaba a los psiquiatras a despatologizar la homosexualidad.Prefería los encuentros con hombres que también se habían acostado con mujeres y, a ser posible, rubios, de ojos azules, altos, masculinos y veinteañeros, el tipo de hombre que abarrotaba sus famosas fiestas en torno a la piscina. En posteriores viajes a San Francisco, Hudson aprovecharía para hacer todo lo que no podía permitirse en Hollywood: recorrer los cuartos oscuros y glory holes de I Beam, Black & Blue o South Of Market, clubes y saunas gais en la cima de la tolerancia y la desinhibición que, como tantos otros, echaron el cierre por culpa del sida.
Rock Hudson (1925-1985) posa en el trampolín de la piscina del Hotel Flamingo en Las Vegas. Ca. 1940-1950.
En una época en la que si no peleabas por un Tennessee Williams parecías malgastar todo tu talento, Rock Hudson se especializó en personajes alejados de cualquier aspiración intelectual —lo intentó con Adiós a las armas tras rechazar Ben-hur y Sayonara, pero el resultado no fue el esperado—, más bien anodinos y que podían catalogarse bajo la fórmula del «galán ejemplar». Un subterfugio que le sirvió para ser recordado ya no como un actor memorable ni de marcada personalidad, pero sí como una gran estrella. Como una traslación deldon’t ask, don’t tell que practicaba en su vida privada, sus personajes no molestaban ni resultaban incómodos al macarthismo. A lo sumo, representaban una versión vigorosa del americano medio, sin carácter.
En Obsesión, el melodrama quintaesencial de Douglas Sirk que lo lanzó al estrellato y lo convirtió en uno de los actores más rentables de la Universal, su personaje pasaba de ser un playboy de manual a estudiar medicina para… ¡curar la ceguera de Jane Wyman! Corría la década de los cincuenta y no hacía mucho que Wyman acababa de divorciarse de otro actor, un tal Ronald Reagan que había dejado muy claras sus aspiraciones políticas cuando se presentó a la presidencia de la Screen Actors Guild.
Treinta años después de Obsesión, con Reagan ya instalado en el despacho oval y Hudson agonizando en París, el agente de prensa del actor habría de contactar con la Casa Blanca para que intermediaran ante François Mitterrand en su traslado a un centro de confianza. Debían llevarlo del Hospital Americano de París, en el que desconocían la verdadera afección del actor y donde tenían prohibida la admisión de enfermos de sida, al Hospital Militar de Percy, a las afueras de la ciudad, donde le esperaba su médico de confianza que había estado tratándole en secreto con HPA-23 durante un año. Pero por temor a que les acusaran de favoritismo, Nancy Reagan se negó a colaborar con uno de sus votantes más célebres y al que solía invitar a sus recepciones.
Cuando el 25 de julio de 1985, en medio del caos, no hubo otra salida que la de hacer pública la enfermedad en una improvisada rueda de prensa a las escaleras del hospital, una de las primeras en llamar a París fue su amiga Elizabeth Taylor que, como mariliendre oficial de Hollywood, entendió enseguida que ese gesto acababa de cambiarlo todo. Taylor, que terminaría comprometiendo su fama en la lucha contra el sida, no pudo hablar con el actor, pero pidió que le transmitieran un mensaje: con su declaración, acababa de salvar la vida de millones de personas. «¿Por qué?», preguntó el actor. «No lo entiendo». A diferencia de su compañera enGigante, Rock Hudson no llegó a ser del todo consciente del alcance de su revelación, que acaparaba las portadas de todos los diarios.
Para cuando finalmente autorizaron el traslado al Percy, por mediación del Ministerio de Defensa francés, el estado de salud de Hudson era demasiado débil como para soportar el tratamiento que su doctor pensaba administrarle. Ante tal perspectiva, se le ofrecieron dos posibilidades: internarse en Percy tres semanas a la espera de que una posible mejoría permitiera retomar el HPA-23 —solo disponible en Francia— o regresar a Los Ángeles y ser tratado en el UCLA con cuidados paliativos. Como le dijeron que moriría en unos tres días, Hudson prefería hacerlo en su cama y no en la grisácea París. Quedaba otro pequeño obstáculo para acabar con diez días fatídicos: todas las compañías aéreas que cubrían el trayecto a Los Ángeles se negaron a embarcar a un enfermo de sida. Hubo que alquilar un 747 a Air France por la módica cantidad de doscientos cincuenta mil dólares.
Rock Hudson murió el 2 de octubre de 1985, a los cincuenta y nueve años, en su casa de Beverly Hills. Pocas semanas antes, el presidente Reagan había roto por fin el tabú institucional con su primera mención pública a la epidemia, que cínicamente calificó de «prioridad nacional». Aquellas declaraciones, unidas al recorte del presupuesto dedicado a la enfermedad en un 11% —de 95 millones en 1985 a 85,5 en 1986— dan una idea de lo negligente que fue su gestión de la crisis, pero también dejan claro que hubo un antes y un después del sida con Rock Hudson.
El cambio de actitud definitivo de la Casa Blanca con respecto a la epidemia no llegaría hasta 1987, seis años después del registro de los primeros casos de sida en Estados Unidos y dos después de la muerte del actor. Fue en mayo, durante un discurso del presidente en la American Foundation For AIDS Research (AmFAR), a petición de Elizabeth Taylor y después de que hubiera entrado en escena el caso de Ryan White, un paciente con implicaciones morales mucho más convenientes para la puritana administración Reagan. White era un adolescente hemofílico de Indiana que se había contagiado con VIH por —oh, infortunio— una transfusión de sangre. O dicho de otro modo: había que tomar medidas porque el paciente ya no era un marica de vida réproba o un drogadicto aficionado a sustancias intravenosas. Si podía pasarle a White —varón, heterosexual, blanco y cristiano—, es que podía pasarle a cualquiera. Para entonces, las defunciones asociadas al sida yasuperaban las cuarenta mil.