El Sexto:
Quien ríe primero, ríe dos veces
No había manera de confundirlo. Era el mismo rostro que sonreía desafiante desde algunas pintadas en las que se asemejaba a un Cristo irredento. Había visto la firma de El Sexto en las paradas de ómnibus, seguido sus ironías en los muros habaneros, y me preguntaba si en realidad existía este joven, que en medio de la noche ponía en sus trazos tantos sueños, tantos gritos. Pues allí estaba, parado frente a mi, en camiseta y con spray.
"Tu tachas mis cosas, yo tacho las tuyas", decía en algunas de sus primeras pintadas el artista Danilo Maldonado. Era la época en que al poder policial le dio por esconder bajo pintura rosada sus grafitis. Uno pasaba por la calle Línea y podía adivinar que tras aquellos parches coloridos, en medio de una pared que llevaba décadas sin mantenimiento, el irreverente artista había dejado algún dibujo.
Así que cuando me topé con El Sexto, con su delgadez, su rebeldía y su talento, me pareció que reencontraba un rostro conocido de mis fotos familiares, alguien con el que había compartido momentos nocturnos y coloridos, insolentes y clandestinos. Con el tiempo descubriría que estaba además ante un hombre que no cedía al miedo y que usaría hasta su propio cuerpo como lienzo para plasmar la desobediencia.
Cuando nos ahogábamos en la campaña más larga del castrismo, en la que exigían la libertad de cinco espías cubanos presos en cárceles norteamericanas, Maldonado se enfrentó a esa hemorragia de consignas y vallas. Se declaró, a cuenta y riesgo, como "El Sexto" de los "héroes" y exigió sin rubor "devuélvanme mis cinco euros", en burlesca alusión a la demanda oficial que pedía el retorno a la Isla de los "cinco héroes".
El apodo se le quedó, aunque los antiguos prisioneros ahora engordan y aburren en sus incontables giras nacionales y actos públicos. Así que el grafitero pasó de ser "el sexto héroe" a ser el único héroe de esta trama. Hace apenas unos días Amnistía Internacional acaba de considerarlo un preso de conciencia. A ese mismo muchacho inquieto que lanzó volantes por toda La Habana, proponiendo a la gente que rasgaran y destruyeran sus propios miedos.
Pero sería la vertiente lúdica de El Sexto la que más molestaría al pacato oficialismo cubano. Esa capacidad de sufrir riendo, de hacer una pregunta aparentemente ingenua y que sacaba de quicio al represor que lo sometía a un interrogatorio. La travesura de convertir una señal de tránsito en una obra de arte. El Sexto se nos hizo grande entre las manos, aunque muchos lo seguíamos viendo como el chiquillo simpático y juguetón que comenzó a dejar su rúbrica en la ciudad.
Pero los autoritarios carecen de humor. La risa les parece una ofensa. Cualquier broma se les hunde en el pecho como una puñalada y les golpea en la cara cual bochornosa bofetada. ¿Ha habido en Cuba alguien tan desprovisto de vis cómica y capacidad para la chanza como Fidel Castro? Probablemente no. Así que el sistema creado a su imagen y semejanza reacciona igual de acomplejado e intolerante ante el sarcasmo.
Los dos cerdos que El Sexto preparaba soltar el pasado 25 de diciembre en el Parque Central de La Habana, con los nombres de Raúl y Fidel en un costado, fueron la gota que colmó la copa. Cada día de su largo encierro en la prisión de Valle Grande, deben estarle haciendo pagar la tamaña osadía de aquella performance a la que titulóRebelión en la granja. Pero no saben que quien ríe primero, ríe dos veces y Danilo Maldonado siempre ha sido quien ha iniciado la carcajada en esta historia.
Danilo nació cuando muchos niños cubanos despedían a sus padres que partían hacia la guerra en Angola. Llevó pañoleta, dijo cada mañana en el matutino de su escuela aquella consigna que nos proclamaba "Pioneros por el comunismo" y que concluía con el compromiso de que "Seremos como el Che". ¿Qué salió mal durante el proceso para hacer dócil su arcilla?
La pobreza y la exclusión moldearon su vida. En la carta que escribió desde su celda, durante la huelga de hambre que llevó por 24 días, narró "mi familia es muy humilde: viví en Arroyo Arenas desde los cuatro años; en Chafarinas, Güira de Melena; en Covadonga, Las Tunas: un campo sin electricidad actualmente; Guáimaro, Camagüey y Arroyo Arenas, La Lisa". Llevaba a Cuba en su pellejo antes de pintarla.
Después supo del dolor que dejan las esposas policiales cuando las aprietan alrededor de la muñecas, del calabozo donde lo trancaron cuando el papa Benedicto XVI visitó Cuba y de aquella vez en que lo tuvieron detenido casi cuatro días, para que confesara quién le mandaba a pintar todos esos arabescos y rúbricas. Esa secuencia de choque con la realidad forjaron al artista, de una manera más auténtica que la academia a otros profesionales del pincel y el lienzo.
Nunca he tenido un árbol de Navidad tan hermoso como el que este joven, nacido en Nuevitas, Camagüey, pintó sobre una caja de cartón para que un grupo de blogueros y periodistas independientes celebráramos la llegada de un nuevo año. Era espigado, hermoso y lo hizo de una sola vez, sin respirar siquiera. Porque si algo le brota por cada poro a El Sexto es esa capacidad de convertir lo feo y olvidado en una obra de arte.
Un día le regalamos un muro de nuestra propia casa. Ese que separa a nuestro apartamento del abismo, en el balcón a una altura de 14 pisos. Estuvo trabajando varios días, entre el sudor y el olor de la pintura que llenaba todo el lugar. Sobre él dibujó el colorido arcoíris de la pluralidad, un ángel que pide silencio y un inquisidor policía que aún nos mira con reserva.
Todas las mañanas miro ese muro y un sol anaranjado y atrevido que surge sobre él. Imagino la celda donde está Danilo Maldonado ahora, la colchoneta que le dan para dormir apenas cinco horas cada noche, el calor y el hacinamiento. Allí no tiene sprays, lápices de colores ni lienzos. Pero quién sabe si después de ser liberado, en algún rincón de la cárcel, hallarán uno de sus grafitis hecho con el metal de una cuchara o un trozo de carbón. El Sexto se reirá así, por enésima vez, de sus carceleros.