Cuba: pingueros y prostitución en un destino top para el turismo sexual
Aprenden el oficio muy rapido y a temprana edad, cuándo las hormonas estan más revueltas
Lilianne Ruiz, La Habana -
La Habana que guardo en el registro no es la que conocí hace una pila de años. Esa ciudad, la de Gilberto Ruiz, el amigo habanero que me llevó a conocer los patios traseros de una urbe todavía en pie de lucha contra el imperialismo y todos sus adláteres, no existe, desapareció de mi memoria más íntima debido al consumo de tantas páginas de lo mejor de Yusnabi Pérez y Yoani Sánchez, blogueros por antonomasia y las novelas del extraordinario Leonardo Padura, genio y figura de una capital que traspasó el milenio con el rostro y las formas de cualquier barrio pobre atrapado por los excesos del capitalismo bestia y la decadencia.
La juventud de La Habana que presiento está poblada por frikis, emos, punks y otros menjunjes. Los jóvenes revolucionarios con las poleras de Camilo y el Che hace tiempo que perdieron protagonismo, hace mucho que son una especie en vías extinción.
El relato de Sandor, el pinguero, el guajiro que vende su cuerpo para enfrentar la crisis, es real, tan real como cualquiera de las mil historias que se agolpan en la narrativa urbana del centro de Lima. O del Cusco. Lastimosamente la ilusión que abrigó el sueño de una revolución exenta de miserias y prostitución –Cuba fue el burdel yanqui antes de Fidel Castro- se esfumó. La Habana que ha parido el nuevo milenio es una de las ciudades más atractivas para el turismo sexual, miles de hombres y mujeres de primer mundo recorren sus calles en busca de mercancía barata y diversión. Jineteros, pingueros, transexuales, pululan en la noche habanera, qué escándalo, en qué ha terminado la rebeldía de un país y de un continente…
Un campesino se levanta antes del amanecer para marcar con hierro candente la única vaca que le queda. Es un ritual de dolor y posesión. Un turista marca a un joven en un cabaret habanero y se lo lleva a la cama a cambio de algo de dinero. Son marcas distintas, pero igual de permanentes.
Sandor nació en el campo y fue criado para ser rudo. Cuando llegó a la adolescencia ya capaba y mataba cerdos. Sus hombros anchos, la piel trigueña y los ojos achinados le ganaron fama en el pueblo de “estar bueno”. Desde muy joven sintió sobre él la presión del deseo de otros hombres. Era como un permanente aliento pegado a la nuca que lo seguía a todas partes.
Su padre tenía unas hondas arrugas al lado de la boca, un ramillete de ellas bordeándole los ojos. Las horas en el surco, bajo el sol, le habían agrietado la piel y el carácter. Empezó bebiendo ron con los amigos, en la tarde, después del trabajo, pero terminó tomando cualquier cosa que encontrara. Sandor lo vio un día empinándose un pomo de perfume de la abuela. La boca le olió a rosas dulzonas durante horas.
Desde pequeño, Sandor se propuso no terminar como su padre. Después de cumplir los 16, recogió la poca ropa que tenía y se fue para La Habana. Llegó de noche y caminó desde la terminal de trenes hacia el parque de la Fraternidad, donde las lámparas estaban apagadas y se escuchaban algunos gemidos salir de la penumbra. “Esto es lo mío”, se dijo de inmediato.
Entre candilejas
En el cabaret Las Vegas el aire huele a orina. Hay mesas alejadas de las luces en las que puede pasar casi cualquier cosa. Sandor mira con los ojos vacíos el espectáculo de strippers masculinos que transcurre sobre el escenario. Los cuerpos brillan por el aceite que se han untado.
Un sesentón se adelanta y coloca billetes en la trusa de un bailarín. Sandor lo sigue con la mirada y después se sienta en su misma mesa. Lleva ropa ajustadísima y los músculos sobresalen provocativamente, pero la competencia es dura. Está en medio de un mar de efebos que ejercen la prostitución y que lucharán por ver quién se lleva el extranjero a la cama.
“Soy un trabajador del sexo, un pinguero“, dice sin rubor a todo aquel que quiera oírlo. Ofrece su mercancía sin importarle quién la compre, aunque enfatiza en que no se considera homosexual. A veces sus clientes son mujeres, europeas y cincuentonas, pero su público principal está constituido por hombres que vienen “de afuera”. Cuba es un destino promisorio para el turismo gay y Sandor pesca en el río revuelto de las caricias por dinero.
Se retoca todo el tiempo mientras habla, con un afán de perfección física que hace sentirse feo y ajado a todo el que se le acerca. Se ha afeitado las cejas para pintarlas altas y finas. En los brazos, antebrazos, el pecho y el pubis no tiene un solo vello. Horas de dolorosa depilación le han dejado la piel lisa y suave.
Prefiere este mundo a las jornadas en la construcción, levantando paredes o fundiendo techos. Los primeros meses en La Habana trabajó con una brigada de albañiles, pero no aguantó. Ahora, las palmas de sus manos se sienten blandas por las cremas que se unta para agradar con caricias a sus parejas, pero en aquel entonces la mandarria y el cincel le habían dejado callos ásperos y feos.
El Malecón, el Parque Central y el cabaret privado Humboldt, en la calle del mismo nombre, son lugares habituales en los que se mueve. “Voy buscando a los yumas. Llego y, entre copas y copas, empieza el zorreo y se cae en el negocio”, dice para describir sumodus operandi. No hay mucho que decir en esos lugares, porque quienes los visitan conocen los códigos y los pasos que hay que dar para salir de allí acompañado.
“Nunca me voy con un cubano, aunque tenga todo el dinero del mundo”, asegura el joven. Las tarifas oscilan entre 10 y 100 CUC, así que trata de buscar un término medio para no venderse “por nada” pero tampoco quedarse “más solo que la campanada de la una”. No pocas veces ha tenido que cambiar amor por objetos, como un reloj, un par de zapatos o algún perfume caro, pero “prefiero el efectivo”, dice.
Las horas para “venderse caro” son antes de la medianoche. Después, “la mercancía está en merma y hay que aceptar lo que venga”. Ese lenguaje lo aprendió cuando trabajaba en un céntrico mercado agrícola. Entre boniatos llenos de tierra y el olor de la cebolla podrida, comprendió que esa no era su vida. “Ahora, en una noche puedo hacer lo que ganaba en la tarima del agro en un mes”.
Bajo el toldo desteñido por el sol donde vendía viandas y frutas, lo marcó el primer extranjero. Esto, en la jerga de la calle, significa detectar a alguien e intercambiar miradas seductoras. Era un holandés y venía a comprar unos plátanos, pero se fijó en Sandor y lo invitó a un helado. Esa noche durmieron en el Hotel Nacional y el resto de la semana no fue a su trabajo en la tarima. Nunca había estado en un hotel y le dio por saltar en la cama y abrir el grifo del baño durante horas. Se tragaba el desayuno sin apenas masticar y el turista le regaló algo de ropa.
Para ese entonces Sandor vivía con una mujer mayor, a través de la cual pudo tener en su carné de identidad una dirección transitoria de la capital. Sin eso, estaba en peligro de ser deportado por la policía si le pedían la identificación en la calle. Una noche llegó con mucho dinero, una botella de vino bajo el brazo y ella empezó a sospechar. Mientras él dormía, le revisó el móvil y encontró una foto donde el holandés le aguantaba la portañuela. En plena noche la mujer le tiró la ropa por el balcón y le dijo que no volviera.
Después tuvo un mexicano. “Cuando este guajiro se vio manejando un carro de alquiler, con una cadena de oro y dinero en la billetera, le cogió el gusto a esta vida”, cuenta mientras habla de sí mismo en tercera persona. Sin embargo, dice preferir a los europeos y norteamericanos porque “pagan mejor y son más delicados”. Solo una vez tuvo un africano, un doctor de Luanda que le hizo muchos regalos.
Desde hace un par de años Sandor tiene una rutina que repite cada día. Se levanta al mediodía y trata de comer solo proteínas. “Nada de pan, ni cosas fritas que me engordan y mi cuerpo es mi empresa”, alardea. También toma vitaminas y se pasa horas en el gimnasio. “El pinguero se paga mejor que la prostituta más regia”, apunta, mientras levanta varios kilogramos de hierro para que sus bíceps se vuelvan irresistibles.
En el gimnasio conoció a Susy, un transexual que también está en el negocio. Ella lo ayudó a encontrar clientes más selectos y con más dinero. Ambos trabajan sin proxenetas, aunque hay grupos de pingueros que le tributan a alguien para que los proteja mientras se buscan la vida en ciertos territorios. En la esquina del cine Payret solo se puede trabajar “si se está protegido”, porque el acoso policial es muy duro, le explicó Susy en la primera semana de amistad.
La policía conoce bien las zonas de ligue. Algunos uniformados se disputan patrullar esas esquinas o calles para obtener dinero a cambio de hacerse de la vista gorda. Es un negocio rentable, donde el pinguero tiene todas las de perder si no le da una tajada al guardia o le hace un favor sexual.
Sandor prefiere no tener que exhibirse en la calle, sino que busca sus clientes dentro de las discotecas, los cabarets y otros locales de fiestas. El carné con la dirección transitoria se le venció y ahora está ilegal en La Habana. Si le sale al paso un policía atravesado, muy probablemente termine deportado hacia su provincia natal.
Desde que llegó a la ciudad ha sido detenido en varias ocasiones. Tiene tres actas de advertencia y podría ser juzgado por peligrosidad pre delictiva. La última vez que estuvo en una estación policial el instructor le dijo que sabía en lo que andaba, por eso cambió de zona y ahora se mueve entre el Vedado y Playa, ya no va a la Habana Vieja.
El peligro no es solo terminar en un tribunal, sino que la extorsión policial le arrebate las ganancias de toda una noche. Si tuviera un proxeneta, entonces lo protegería y se ocuparía de mantener lejos a la fiana, pero como trabaja solo, tiene que lidiar con los uniformados. Lo peor es caer en un calabozo, porque allí puede pasar cualquier cosa.
La libra de carne en pie
El mercado se hace cada día más competitivo y cada cliente quiere la mejor porcelana al menor precio. Las ilusiones de comprarse una casa o mantener una amante con las ganancias son cosa del pasado. Una arruga, un atisbo de barriga que se muestre al apretarse el cinto, significarán decenas de pesos convertibles en pérdida. “Solo en tratamientos faciales y corporales, gimnasio y ropa, me gasto la mayor parte de lo que gano”, cuenta mientras muestra sus calzoncillos de marca Dolce & Gabbana. Muy probablemente sean una copia de la marca italiana, pero, aun así, cuestan casi un mes de trabajo para un trabajador normal.
No busca a sus clientes por el atractivo físico, porque confiesa que su trabajo no le reporta placer y hace mucho tiempo que no siente nada. Para realizar una buena interpretación de su papel, trata de recordar algún filme porno o toma algo de alcohol. A veces piensa en una novia que tuvo en su pueblo, cuando todavía vestía el uniforme de la secundaria básica y la vida parecía más sencilla.
Pero eso fue hace mucho tiempo. Ahora tiene que trabajar muy duro. Cuba sigue siendo un destino barato para turistas que buscan una noche de locura, pero hay muchos jóvenes en oferta y los precios bajan. Durante meses se disfrazó de “intelectual” con sandalias y se fue a la Plaza de Armas. Allí fingía que miraba los libros en venta, marcaba a los yumas y capturó a varios trasnochados admiradores del Che que querían tocar “la arcilla del hombre nuevo”.
Susy le ha enseñado a detectar a los que están “forrados”. Son detalles que empiezan a notarse cuando invitan a un agua de botella o a una Heineken en la primera cita. Una vez conoció a un alemán que en medio de la canícula de agosto sacaba de la mochila su propio refresco y no le brindaba ni un sorbo.
El hombre resultó ser tan tacaño que Sandor se la hizo bien y le aplicó “la segunda”, que es llevarlo en un taxi hasta un lugar donde supuestamente los espera una habitación para pasar la noche. El cliente pagó la renta del cuarto por anticipado y, cuando se bajó del carro, el chofer metió el pie en el acelerador y si te he visto no me acuerdo. Después tuvo que compartir las ganancias con el taxista, pero al menos le dio una lección a ese que caminaba con los codos… “para que aprenda”, se diría a sí mismo entre risas por varias semanas
Lo mejor es que un antiguo cliente recomiende al pinguero entre sus amigos y que vengan más. Así estuvo Sandor por meses con unos japoneses que estaban haciendo un negocio en Cuba, pero después el Gobierno no les pagó lo que les debía y no volvió más nadie de esa compañía. Al recordar esos días, se le ilumina el rostro y muestra un diente de oro, “una pena que no hayan regresado, porque eran muy amables y tenían bastante dinero”.
En el mundo de los pingueros hay para todos los gustos y para todos los bolsillos, pero Sandor aclara que “ese que tú ves ahí con un buen reloj y un buen móvil, lo más probable es que cuando un yuma le proponga 20 CUC, le responderá que no” y le exigirá que le tiene que dar más que los 150 que ya lleva en la billetera. Los que pasan de veinte años no pueden pedir tanto. “La carne fresca, la carne fresca, es la que sale ganando”, refiere con cierta melancolía mientras se toca los muslos endurecidos por las horas en el gimnasio.
Cuando Sandor cierra un trato, se va con el turista a una habitación de alquiler particular. Una cama, preservativos y ya está todo montado. Ahora prefiere los lugares privados a los hoteles, porque hay más intimidad y tiene hecho un cuadre en unos para obtener una comisión cuando lleva a un cliente. Algunos no tienen nada que envidiarle a los hoteles, con aire acondicionado, jacuzzi, minibar y espejos en el techo.
A veces le cae en las manos un cliente que quiere una relación más larga. Esos son los más añorados. El mayor éxito de la operación es conseguir un extranjero que lo mantenga en la distancia. La tarifa máxima para sus caricias es lograr costearse la salida del país. Pero, eso sí, del lado de allá dice querer dejar esta vida. “Yo lo mismo cargo sacos en un puerto que limpio pisos en un hospital, pero no vuelvo a esta cochambre”.
Por el momento y mientras aparece el extranjero que lo saque de aquí, sueña con comprarse una moto. Cuando la tenga, quiere exhibirse por las mismas zonas donde ha ofrecido su mercancía pero esta vez del brazo de “una loca con tremendo cuerpo”. Esa será su pequeña revancha por todo lo pasado.
Tal vez regrese a su pueblo, a ver en qué ha parado su padre. Le llevará una botella de ron siete años y un perfume a la abuela. De ese viaje “regresaré con una guajirita que me lave y me planche y a la que pueda meter en el negocio”. Piensa vivir de ella un tiempo, pero, si tienen un hijo, “él tiene que salir de esta mierda, tiene que salir de esta mierda”.