Jineteras y otros oficios similares
Nadie las llama “jineteras”, ni siquiera “prostitutas”. Para los clientes y quienes las repudian, para todos los que sabemos de su oficio, incluso para los policías, esas mujeres desarrapadas que uno se ve en busca de clientes al borde de una autopista son simplemente “chupachupas”. Así les dicen para diferenciarlas de las jineteras que, en Cuba, para algunos son una especie superior.
Tacones, ropas ajustadas al cuerpo, prendas y perfumes de marcas o de imitación, las jineteras hallan sus clientes en los lugares frecuentados por turistas y gente con dinero. Los centros de las ciudades y las avenidas principales son sus emplazamientos preferidos.
Sus modos de vestir, el supuesto glamour de algunas, la extravagancia de la mayoría, son imitados incluso por menores de quince años para nada vinculadas al oficio. Solo son muchachas deslumbradas que imitan la apariencia de esas mujeres a las que el sexo les ha dado cierto estatus económico, muy por encima del de un médico o un ingeniero. Cuando a algunas niñas se les pregunta qué sueñan ser cuando crezcan, no es infrecuente escuchar que desearían casarse con un extranjero.
Para algunos, tal vez pensando que la calidad del cliente las define, las jineteras nada tienen que ver con las llamadas estrictamente “prostitutas”. Estas son de un rango intermedio y no visten nada bien, no tienen con qué hacerlo, y se les paga en moneda nacional y se duerme con ellas solo en cuchitriles. A veces por un poco de ron barato y una caja de cigarros “matan la jugada” con tipos que ellas saben no pueden ofrecer más.
Cuando uno viaja por la Autopista Nacional o por las Ocho Vías, sobre todo por las mañanas y las tardes, uno puede ver a las chupachupas. Cada vez son más pero nadie parece verlas, nadie habla de ellas, nadie se interesa por saber cómo viven.
A ambos lados del camino, junto a los bosques de maleza, a veces solitarias, a veces en duetos como una forma de protección y complicidad, hay mujeres que todos saben diferenciar de las autoestopistas, es decir, de las otras que solo piden “botella”, como decimos en Cuba al acto de solicitar un adelanto mínimo en un tramo de vía suburbano donde escasea el transporte público.
Nadie que no busque lo que ofertan las chupachupas se detiene a recogerlas. La gente las mira y escupe. Les gritan cosas y ellas devuelven los insultos con gestos obscenos. Visten muy mal, huelen peor y sus cuerpos, ya no tan jóvenes, lucen las marcas de una vida horripilante. Dicen algunos que todas han llegado de pueblos recónditos de la zona oriental de Cuba, o que son ex presidiarias, indeseables, que viven y duermen donde pueden.
Sus clientes principales son los camioneros que llevan cargas de un extremo al otro de la isla o los obreros que pasan largas jornadas fuera de casa, en los campamentos que se alzan a los lados de la carretera.
Las chupachupas piden muy poco, a veces solo echarse en el camarote de una rastra o en las literas incómodas de un albergue apartado, compartiendo sus cuerpos magros y sucios con una decena de hombres solos a los que la falta de sexo y la impiedad les han matado los escrúpulos.
En el centro de la ciudad, las jineteras bajan y suben de los autos de alquiler. Pasean bajo la mirada de la gente que celebra sus triunfos en las vestiduras que exhiben, en los billetes con que pagan su virtud. Disfrutan de los hoteles y centros comerciales a donde pocos podemos entrar. Bañan sus cuerpos con perfumes y disimulan las marcas de los excesos de una noche con maquillaje de Maybelline o de Helena Rubinstein. Ese es el día a día de sus cuerpos en venta y suelen soñar con hacer sus vidas en Miami, París o Madrid.
Mientras tanto, en los suburbios de La Habana, las especies inferiores bajan y suben de los camiones. Caminan bajo el sol ardiente, les hacen señas desesperadas a los autos, se adentran peligrosamente en los matorrales, lavan sus cuerpos con el agua de los pomos que guardan en las mochilas.
Esa es la rutina del oficio. También los golpes, los abusos de todo tipo, el abandono sempiterno, el hambre y la sangre y el polvo mezclados sobre la piel hasta que una noche les llega la muerte en un paraje solitario. En sus vidas no hay sueños, solo una carretera que atraviesa el país, tan dolorosa como una espada, y donde a veces la suerte es alguien que se detiene.