Mi Habana
YO creo que los recuerdos de La Habana y muchas otros recuerdos son vivencias personales diferentes para todos,.. pero La Habana Capital de Cuba debe ser para todos los cubanos sin descriminación. La tierra donde se nace es de todos, no es de ningun gobierno, ni de dictadura que algun dia dejara de existir. J.C.
Cada generación que ha salido de Cuba tiene su propia memoria de La Habana. Quienes lo hicieron en los años sesenta, recuerdan la ciudad republicana, aquella que Guillermo Cabrera Infante narró en su novela Tres Tristes Tigres (1965), o Virgilio Piñera en su magistral poema La gran puta (1960). Una Habana sumergida en los anuncios lumínicos, de espalda a la vida rural, ansiosa de modernidad y violentada por la política del gatillo alegre y la sexualidad exuberante de los cabarets de moda. Una Habana que pasó como un bólido por la historia del siglo XX y de la que emergió la ciudad revolucionaria de los años sesenta.
Nunca ha sido la capital cubana más capital que en los sesenta cuando llegó a convertirse incluso en vórtice del planeta. La Habana de las fotos del Che, los rebeldes erotizados por el ojo europeo, la esperanza de la intelectualidad de izquierdas y la posibilidad de una cultura de vanguardia que rápidamente languideció para dar paso al aburrimiento total en los setenta, al menos en lo público. Queda, sin embargo, la nostalgia de esos años entre no pocos cubanos de la diáspora, fueron ellos los primeros en sentir la frustración de algo que no cuajó como se esperaba y que terminó devorando su propia promesa.
Luego está La Habana que trajeron los marielitos a Estados Unidos en el ochenta, la urbe de Antes que anochezca (1992), de Reinaldo Arenas, la de la marginalidad forzada, la de una primera generación a la que el poder le cortó las alas, lanzándola a las procelosas aguas del estrecho de la Florida. Una generación también que fue la primera en padecer los prejuicios de sus compatriotas en el exilio. El propio Arenas llegó a decir que si Cuba era el infierno, Miami era el purgatorio. Una Habana brutalista que muta en el Miami de Caracortada (1983), película de culto de la cual no pocos recitan todavía hoy sus diálogos.
Mi Habana es la de finales de los ochenta, la de los pintores Bedia, Cuenca, Esson, la de una ciudad nuevamente ilusionada, abierta a los aires de renovación democrática que llegaban de los países del este europeo. Una Habana repleta de escritores en plena efervescencia, de conciertos a las doce de la noche, de happings y performances en las avenidas céntricas y sobre todo, una Habana sin pelos en la lengua, experimental, bulliciosa y arriesgada, pero también sofisticadamente criolla. Una ciudad que leía a Lezama a la par de Jean-François Lyotard y que confiaba, hasta que pudo, en que el cambio debía ser de abajo hacia arriba y en las urnas.
Esa es mi Habana portátil, de la que aprendí y de la que estoy seguro no volverá porque, como en cada generación que se ha marchado, también sé que el río de la historia no es siempre el mismo. Igual ocurrirá a La Habana de los noventa y la de los dos mil. Los 15 minutos de gloria que vive en la actualidad pasarán, como pasaron los cincuenta, los sesenta y los ochenta y entonces quedarán otra vez sus gentes, sus exilados, sus refugiados y sus emigrantes flotando en las noticias como un decorado de mal gusto.
Jesús Jambrina
Profesor e investigador de temas iberoamericanos