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Crónica de un balsero de a pie Testimonio de un cubano que ha emprendido el peligroso viaje de Guatemala a EE UU
Finca en la selva de Veracruz donde se hospedan los migrantes cubanos camino a EE UU.
Por Mario J. Penton Martínez / Frontera Guatemala /México / 14yMedioVivo orgulloso de ser cubano. Siempre lo he estado. Cuba evoca el calor del regazo materno, la ternura de mis sobrinos nietos, los amigos, el primer amor, el dolor de la patria sufrida. Soy de una generación que nació en los umbrales del eufemísticamente llamado Período Especial, así que también vienen a mi mente apagones, escasez, derrumbes y censura. ¿Cómo olvidar que tuve que llegar a Guatemala para escuchar por primera vez la música de Celia Cruz o conocer de la valiente lucha de los opositores al régimen cubano? ¿Cómo no recordar que derechos como libertad de expresión, reunión, empresa y prensa era algo que jamás viví, cosas que según se decía sólo podían conquistarse "afuera"?
Llovía intensamente en la capital guatemalteca el día que me dieron la noticia. "Después de un serio discernimiento creemos que tu camino no es ser religioso consagrado". La temperatura bajó y, como todo caribeño en aquellas tierras montañosas, comencé a sentir un frío glacial. Lapidario el momento. Una por una las baldosas del suelo comenzaban a hundirse al ritmo de mi vida: los sueños que había fraguado, las personas con quienes me relacionaba, los estudios universitarios, todo estaba siendo barrido por aquel huracán, cuyo vórtice sería el deber de regresar a Cuba.
Pasaron algunas horas para salir del shock: la decisión estaba tomada. Me fundiría en ese río humano del que tanto escribían los medios independientes y poco o nada sabía el mundo: la hemorragia de cubanos que atraviesan Centroamérica y México para llegar a Estados Unidos. Antes que regresar a la esclavitud, al menos trataría de alcanzar tierras de libertad. Sabía que me podía costar la vida, pero valía la pena intentarlo.
El primer punto era encontrar el coyote adecuado. No todos son fiables, así que hay que asegurarse de que este tenga en su haber viajes exitosos. Por medio de amigos que realizaron la travesía con anterioridad obtuve el número de Juan. Lo primero en llamar mi atención fue el tono de su teléfono. Se trataba de una conocida alabanza cristiana. "Será para que las personas se sientan en confianza", pensé. Al otro lado del celular una voz me aseguraba que el viaje tendría éxito y que un grupo de cubanos ya me estaban esperando para partir. 2.500 dólares, dado al contado en Guatemala, era la suma que costaba alcanzar el sueño americano, 5.000 si estaba en Ecuador y quería venir seguro. Debía ir, por mi propia cuenta y riesgo, de uno de los países más violentos del mundo hasta una ciudad fronteriza con 18.700 quetzales al cambio. Allí me esperarían.
El bus que me condujo al sitio era una torre de Babel: africanos, hindúes, cubanos... Al parecer algo muy común, puesto que nadie se extrañaba. Tras un viaje de seis horas, llegué a mi destino. Al menos una decena de personas se agolpaban en la terminal ofreciendo, a todo el que tenía rasgos extranjeros, ayuda para cruzar la frontera ilegalmente. Otro pasajero me comentó que toda esta franja fronteriza vive del tráfico humano. Mis experiencias lo confirmaron.
A mis espaldas, me hizo estremecer un seco: "¿Tú eres de Juan?". Estaba frente al emisario de mi coyote. Tras la respuesta positiva, comenzamos a internarnos por una madeja de intrincados callejones hasta un barrio pobre de las afueras de la ciudad. "Vos no te preocupes, asere, que este barrio lo controlamos nosotros, aquí no hay problema". Tanto el falso acento cubano como la dificultad para acceder al lugar conseguían justamente lo contrario de lo que se proponía el guía.
Esa misma tarde, estaba instalado en una de las tantas casas que utilizan para esconder a los migrantes isleños. Todo a la luz del día y sin ningún recato, pues la ley en Guatemala la constituyen estas redes vinculadas a la violencia y que nadie sabe a ciencia cierta cuántos millones de dólares mueven. Por sólo tener una idea, se dice que el tráfico de personas a nivel global, genera ingresos brutos por un valor mayor a 32 billones de dólares anuales, de los cuales 13.000 dólares aporta cada sujeto como promedio a su coyote.
Fue allí donde conocí en persona a quien, supe después, era uno de los más reconocidoscoyotes del tráfico entre Centroamérica y México. Su humilde porte apenas reflejaba el poder que poseía. Salido de los bajos fondos del mundo rural guatemalteco, esta persona había traficado con drogas y pertenecido a las maras (grupos armados o pandillas que generalmente controlan la extorsión, el tráfico humano y de drogas en la región). El alcohol y el consumo de estupefacientes, junto a una escasa escolarización, marcaron su vida. Con el tiempo, y según el propio testimonio que me dio esa tarde, se convirtió al cristianismo evangélico, del que hoy es un firme propagador.
Juan alterna su conversación con la prédica y mientras me cobra los 2.500 dólares me afirma que Cristo es hoy el centro de su vida y quien le ha dado todo lo que él posee. "Dios y los cubanos", corrige. A su amparo se encuentran sitios de beneficencia y comparte la vida entre dos pasiones: "La Iglesia y coronar personas para que lleguen a su destino: el asta con la bandera de las barras y las estrellas." Antes de irse me hace saber que debo dejar allí todo lo que poseo. Sólo me será permitido partir con una muda de ropa y mis papeles. Lo demás irá a las arcas de sus instituciones de beneficencia. "No importa, al fin y al cabo más que eso tendrás cuando te corones en layuma", espeta como consuelo.
Una vez que se marchó el coyote, quedé solo en una casa desconocida, en medio de una ciudad desconocida y en manos de personas desconocidas y de no muy buenas referencias. Frente a mí una montaña de ropas, zapatos y equipaje pertenecientes a otros que me antecedieron. A juzgar por el número de prendas fueron decenas. En las paredes grafitis que recordaban nombre y procedencia de cubanos. Manuel de Matanzas, mayo de 2013; Yoenia González de Camagüey, diciembre de 2013; Yendry de Bayamo, junio de 2015... ¿Qué habría sido de ellos? ¿Llegaron a Estados Unidos o estarán en alguna fosa colectiva? Por mi mente pasan las imágenes de Auschwitz mientras en los techos juguetean las ratas. La suerte está echada. Me esperaban tres días en solitario confinamiento, tres días con el Credo en la boca al decir del abuelo.
Inauguraba así el largo camino del balsero de a pie. Pantanos, selvas, ríos, asaltantes, divisiones internas y policías se turnarían para sumar dificultades a una travesía ya de por sí difícil por alcanzar un suelo de libertad. Los días pasan lentamente en las inmediaciones del fronterizo río Suchiate. Guatemala por esos días llora la muerte de centenares de personas sepultadas en la tragedia del Cambray II. En "la casa de la espera", como la bautizamos, ocho cubanos seguimos aguardando el momento en que nos saquen de allí para cruzar la frontera y encaminarnos a Estados Unidos. Los cubanos llegan a cuentagotas desde Ecuador y traen consigo las historias del cruce de fronteras. Colombia, al parecer, era el escollo más importante. Desde allí llegaron en lancha a Panamá. Una avioneta los adentró en el país y la red de tráfico humano se encargó del resto. Varios miles de dólares abonan el rastro de la mayor ruta del éxodo cubano. Personas que desaparecieron al caer al mar, asaltados por maleantes, mujeres violadas... Todo un cúmulo de historias que conocemos por transmisión oral y que algún día los historiadores deberán dejar por escrito para la memoria histórica de la nación cubana.
Cae la noche en el momento en que nos avisan de improviso: "Se van en 20 minutos". Alegría, sorpresa y consternación tras 15 días de espera, las últimas palabras a los familiares, la preparación al salto definitivo. "Mi hermano, si en 15 días no sabes nada de mí, puedes decirle a mami que algo me pasó en México". Es un momento verdaderamente dramático para todos. Nos uniremos en el camino a otro grupo con centroamericanos, al menos eso se nos dice. Habrá que sortear 27 puntos de control fijos desde Guatemala a México DF, más los que la Policía Federal mexicana improvise.
El viaje en camioneta hasta el río dura media hora. La estridente música cristiana del coyote contrasta con la quietud de las milpas. Finalmente, el coyote nos entrega al guía, la persona que nos llevará hasta la Ciudad de México. Una última plegaria con el respectivo envío solemne, como el que se le hace a los misioneros, es el recuerdo que nos deja nuestro coyote Juan. El guía, Carlos, es una persona sencilla, e incluso me atrevería a decir que algo de nobleza brilla en sus ojos. Vivió un tiempo en Estados Unidos como mojado, pero se regresó a Guatemala cuando la vida allá se le hizo insoportable sin su familia. Ahora se dedica a este negocio, que, según nos cuenta, le da en una semana lo que tardaría tres meses en conseguir con su oficio de labrador.
Nos informan de que se nos unirán dos guatemaltecos, entre ellos una muchacha que, antes de salir, le pide al 'coyote' que lleve condones suficientes porque teme ser violada El primer reto es cruzar el río Suchiate. Es medianoche y estaba crecido, al punto de tener que esperar dos horas para, no sin riesgos, poderlo hacer. Una frágil cámara de tractor amarrada con tablas nos traslada a la otra orilla. Allí nos informan de que se nos unirán dos guatemaltecos, entre ellos una muchacha que, antes de salir, le pide al coyote que lleve condones suficientes porque teme ser violada. Entre milpas y selvas, caminamos alrededor de dos horas. Los perros y la luz de los vecinos nos hacen correr en estampida. Todos seguimos al líder, pues las órdenes son claras: estamos en un ejercicio de supervivencia. Llegamos a un riachuelo que las lluvias recientes habían convertido en un caudal importante. El agua nos empuja con fuerza a la altura del pecho, mientras sobre la cabeza llevamos los pasaportes para que no se mojen. Las dos mujeres del grupo, una cubana y otra guatemalteca, tienen que ser auxiliadas. Esa noche termina alrededor de las cuatro de la mañana, cuando llegamos a una casa en medio de la nada. Allí conocemos a la otra parte del grupo: ocho hindúes que sin hablar español se han lanzado a la aventura de cruzar medio mundo para reunirse con sus familiares a través de la porosa frontera sur de Estados Unidos.
Antes del amanecer somos conducidos, tal y como estábamos, mojados y ateridos de frío, hasta una isla en medio de una zona pantanosa. El viaje en barca es sin dudas espectacular. La riqueza del manglar, repleto de caimanes, por cierto, nos recuerda la Ciénaga de Zapata. Los bosques, los arreboles del sol naciente, la sensación de estar cerca del mar... En aquella isla estamos ocultos todo ese día.
A un lado el mar, al otro el pantano. Es allí donde conozco a Erick, de nueve años, quien con sus profundos ojos negros y acento indígena nos cuenta los peligros de la selva y sus sueños de ser arquitecto para construir una hermosa casa para su mamá, sueños poderosos de un niño que contrastan con la humildad de los pisos de tierra y techos de láminas del lugar. Una sola comida al día nos da fuerzas para seguir. En la noche partimos, nuevamente en barca, hacia tierra firme. Conducidos en camiones hasta los puntos de control del Ejército mexicano, los bordeamos atravesando la maleza repleta de peligros: ríos, serpientes venenosas, finqueros que protegen sus propiedades de maleantes... Largas horas de camino en la noche, acompañados por la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre.
Una vez más, confirmo lo poco capacitados que estamos los que crecimos bajo la Revolución para convivir con lo diferente sin que represente una amenaza.
El día nos sorprende en plena selva. Tendremos que esperar la protección de la noche para proseguir la ruta. Una lluvia torrencial hace que estemos muy unidos bajo la única manta disponible. Son horas difíciles en las que el cuidado de no ser descubiertos se combina con la protección de los documentos que nos acreditan como cubanos. Nuevamente, una comida al día. Con mi deficiente inglés trato de traducir a los desconcertados hindúes lo que el guía les dice. Entre algunos cubanos comienza la antipatía hacia aquellas personas de otra raza que, por lo demás, se la pasan rezando. El desconocimiento mutuo, avivado por los instintos primarios de un isleño que no es trigo limpio, enrarece el ambiente casi hasta el punto de comenzar una pelea. Jugar el papel de intermediario es tarea difícil. Una vez más, confirmo lo poco capacitados que estamos los que crecimos bajo la Revolución para convivir con lo diferente sin que represente una amenaza. El daño antropológico está hecho y costará generaciones superarlo.
Nuevamente, caminos impracticables en la noche, los pies deshechos de ampollas, la piel dañada por los insectos. Hambrientos y cansados nos encaminamos, atravesando una línea ferroviaria, a bordear otro punto de control. Son las dos de la mañana cuando el guía nos dice que hagamos silencio tras escuchar movimientos más adelante. Las crujientes piedras del ferrocarril no ayudan a conseguirlo. Al parecer los asaltos son comunes aquí. Esta noche tenemos suerte. El asaltante finge estar dormido junto a un enorme machete. Acostumbrado como está a asustar a grupos pequeños de mojados centroamericanos que no suelen pasar de tres o cuatro miembros, el nuestro le parece demasiado para él solo. Por ahora estamos a salvo.
El camino hasta el próximo punto de descanso es en extremo incómodo. En posición fetal vamos hacinados y ocultos en el camión. Solo los momentos en los que hay amenaza de policía son un respiro, pues debemos bajarnos a toda prisa e internarnos en la maleza para escondernos. Termina la noche y los carteles anuncian que estamos en Veracruz. Hemos pasado tres días en la tierra azteca. Llegamos a una finca donde pasaremos el día. México DF, próxima escala del viaje, está cada vez más cerca.
Publicado en el diario hecho en Cuba, 14yMedio
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Tercera y última parte del testimonio de un cubano
que ha emprendido el peligroso viaje de Guatemala a EE UU
Inmigrantes cruzan por tierra la frontera entre México y Estados Unidos(Foto 14yMedio)
Crónica de un balsero de a pie
Por Mario J. Penton |México DF |14yMedioEl aroma del café me hace acercarme a la cocina. Los primeros rayos de sol no han asomado cuando Domitila y su esposo Juan se aprestan para comenzar las labores de la finca. Ellos nos protegerán ese día, ocultándonos de la policía mexicana, siempre presta a la deportación. "Han sido cientos, sino miles, los cubanos que han pasado por esta casa. Todos dicen lo mismo: "que allá no pueden trabajar ni vivir", cuentan. "Gracias a los cubanos tenemos este ranchito". Su casa apenas son dos cuartos, uno de los cuales lo ocupamos el grupo de migrantes. El tesoro familiar lo constituye su finca, una pequeña extensión de tierra poblada de árboles de hule. En ese lugar recibimos la mejor atención de todo el trayecto, llegamos incluso a bañarnos. Una especial solidaridad une a esta mujer de corazón noble con el destino de los migrantes cubanos. Su hija vive desde hace diez años en Estados Unidos. Llegó allí como mojada y desde entonces no han vuelto a verse. Esa fue la última escala hasta el Distrito Federal, la capital mexicana.
Un viento frío, que denota la altitud, y un sinnúmero de luces nos hacen creer que llegamos a la capital. El peligro de un control extraordinario de la policía nos hace arrojarnos a toda prisa del camión e internarnos en una zona semidesértica. El guía nos apura. De nuevo, un altercado con el ejemplar tropical de la "guapería revolucionaria" está a punto de convertirnos en deportados. La intervención de las mujeres hace que no llegue la sangre al río, al menos de momento. La noche transcurre sin otros contratiempos.
Para alegría de algunos y tristeza de otros, esa noche es la última vez que vimos a los hindúes y a los centroamericanos. En mitad del camino, un vehículo nos intercepta, se suben y, a toda prisa, toman otra ruta. Según se nos dice, ellos entrarán por otra frontera.
Conocemos a la "patrona", una señora con credenciales de traficante que combinaba en sus rasgos, la virilidad con la astucia y el sexto sentido femenino
Llegamos a la Ciudad de México sobre las tres de la mañana. Una casa de diseño exclusivo, repleta de obras de arte y libros de literatura, religión e historia nos sugiere que estamos en contacto con alguien instruido y sensible al mundo de la cultura. Sorpresa mayor cuando conocemos a la "patrona", una señora con credenciales de traficante que combinaba en sus rasgos, la virilidad con la astucia y el sexto sentido femenino.
"¡Un cubano que venga solo!". Tímidamente levanto la mano. "¡Otro!". Un muchacho del grupo se me suma. "¡Otro cubano que venga solo!", dice imperativamente. Silencio total. Todos los demás vienen en parejas, por lo que nadie se decide a dejar a su compañero. "¡Usted, levántese, que se va!". De nada sirven las súplicas de Maikel, quien viaja con su tío. Está decidido y no hay vuelta atrás. Tendrá que dejar a su tío solo. El "guapo" cubano, que intentó colarse en esta primera salida, termina con el rabo entre las patas al enterarse de que aun habiéndole dado hasta las joyas de su mujer al coyoteen Guatemala, supuestamente su dinero no está completo y tendrá que esperar retenido en México. Inmediatamente pensamos que es la respuesta de la organización a su actitud agresiva con el guía que nos llevó hasta la capital.
Después de desayunar nos conducen a un tráiler. En el camino confirmo mis suposiciones: la "patrona" es una mujer de una inteligencia excepcional. De conversación fácil y opiniones formadas, diserta con soltura sobre la realidad mexicana. Dedicó su vida a estudiar, no está casada y su principal hobby es viajar, por lo que en sus cortos 40 años ya conoce buena parte del mundo, incluyendo Cuba. Después de desearnos lo mejor para el viaje, nos hace valorar el privilegio que supone la Ley de Ajuste y nos pide que aprovechemos esa oportunidad para superarnos y ser hombres de bien.
El camionero también resulta de trato fácil. Se llama Óscar. Se dedica desde hace muchos años al traslado de mercancía hasta la frontera sur de Estados Unidos. Aunque se ve forzado a traficar con cubanos para mantener a su familia, según nos cuenta, jamás le ha pasado por la cabeza emigrar a Estados Unidos. Con el dinero que hace, "la va pasando", nos dice. Casi 15 horas estamos encerrados en ese tráiler, en lugares especialmente diseñados para esconder a las personas. Espacios reducidísimos a los que tenemos que acudir en cada puesto de control con que nos tropezamos en el camino, aunque según se nos informa, todos están comprados. "La corrupción es el cáncer que agobia a México", se queja Óscar, "pero todos estamos corruptos porque los mismos políticos son los primeros corruptos que se enriquecen a costa del país". Mientras él trafica con tres cubatas hacia el vecino del norte, los generales, opina, lo hacen con armas y droga. Todos están implicados, solo que a diferente escala.
Una 'pick up' blanca a cargo de los temibles Zetas se encarga de llevarnos a la frontera. En ellos termina el tráfico, pues son quienes controlan los bajos fondos del área fronteriza
En Nuevo Laredo se organiza el trasbordo. Una pick up blanca a cargo de los temiblesZetas se encarga de llevarnos a la frontera. En ellos termina el tráfico, pues son quienes controlan los bajos fondos del área fronteriza. Nos piden abandonar todo cuanto poseemos, es decir, apenas una bolsa con una muda de ropa y lo que llevemos escondido. Supuestamente debemos llegar sin nada al puente internacional de Laredo, Texas, para no levantar sospechas en los cuerpos policiales mexicanos. Tras un cruce de palabras con nuestros tratantes, logro salvar los papeles que me acreditan como universitario y una bandera cubana. Todo lo demás queda en el pasado. Se nos entrega cuatro pesos mexicanos, con los que iniciamos una nueva vida. Ante nosotros, el puente que marcará el final de una vida sin derechos.
Con nada es comparable la emoción de sentirse libre. Al compás de las lágrimas avanzamos para alcanzar lo antes posible la otra orilla. La pesadilla llega a su fin. Selvas, pantanos, policías, el miedo al asalto, narcos, traficantes, todo quedará atrás como el precio a pagar por la libertad. Un grupo de alrededor de 80 cubanos pernoctan en las instalaciones migratorias estadounidenses, que se ven desbordadas por la avalancha de cubanos. Algunos llevaban días esperando tramitar su parole. No todos llegan por razones políticas. Muchos comentan que su intención es regresar a Cuba en cuanto obtengan la residencia norteamericana. Salieron de Cuba vendiendo casas o endeudándose vía Ecuador por dos motivos fundamentales: el desespero ante una situación que no tiene salida y el temor a perder los privilegios que otorga la Ley de Ajuste Cubano, con las recientes aperturas hacia el régimen de La Habana. Nunca oyeron hablar de tales derechos, ni conocen lo que es la democracia.
Era momento de dar gracias, de regocijarnos por alcanzar la tierra de la libertad. También de llorar por quienes no lo consiguieron. Habíamos cruzado nuestro propio Mar Rojo, ahora quedaba la tarea de no añorar las cebollas de Egipto, aunque lo que tenemos por delante es el desierto al que se enfrenta todo migrante. Finalmente podíamos decir como Martí: "La libertad cuesta cara y hay que decidirse a pagarla por su precio o resignarse a vivir sin ella."
Tomado del Diario hecho en Cuba 14yMedio
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