Andariegos de La Habana
El Caballero de París en las calles habaneras de los años 50
Al parecer, se trata de una tribu en extinción. Hoy mismo no tengo referencias de ninguno en ejercicio. No creo que esto se deba precisamente a una elevación espectacular de la salud mental de sus pobladores. De ser así, la prensa oficial ya nos hubiese enterado. Además, para alcanzar esa categoría no basta con la patología psiquiátrica.
El andariego habanero clásico nunca fue un simple maniático, ni siquiera un mendigo pintoresco. Su exponente por excelencia, El Caballero de París, nunca extendió la mano para pedir, aunque viviese de la caridad pública, lo que él mismo consideraba un honor justamente debido a su jerarquía nobiliaria. Mi amiga La Marquesa sí lo hacía, pero rodeaba el acto de todo un ritual cortesano, que hubiese hecho las delicias de Marcel Proust. Otros, menos connotados, simplemente excluían de su delirio cotidiano esa eventualidad.
El primero para mí fue Cuquito. Sentado en una banqueta de El Ventorrillo, de una edad indefinida, achinado, con aquel sombrero de fieltro circundado de cascabeles que se acomodaba sobre sus bucles, Cuquitoparecía un cangaceiro armado con una mandolina de juguete. No recuerdo haberlo oído cantar, ni hacer otra cosa que estar sentado allí, tomándose su café con leche gratis en El Ventorrillo, que ya no existe, no obstante Cuquito persevera, impregnando de poesía mi niñez.
Otra suerte de diosa local fue María Belén, una morena alta y altiva que recorría Santa Amalia por las mañanas, como inspeccionando sus dominios. María Belén padecía un bocio impresionante, que la obligaba a mantener erguida su sonriente cabeza de watusi. Avanzaba despaciosa, y respondía a los saludos con una invariable sonrisa y un gesto de reina. Solía llevar consigo una gran bolsa de tela, que pendía del hombro opuesto al bocio, a manera de contrapeso. Nunca supe dónde vivía ni lo que llevaba en su bolsa. Su caminata matinal subía hasta la Calzada de 10 de Octubre por la calle Gustavo Sánchez Galarraga, doblaba cuatro cuadras a la derecha y volvía a adentrarse en Santa Amalia por la calle Rivera.
Ambos fueron deidades locales. Ya en los años 60 surgió, desde Santos Suárez y para toda La Habana, La China, cuyo escenario por excelencia fueron las guaguas. Una mujer trigueña, de pelo muy negro y muy lacio, magra de carnes y más que suelta de lengua, que divertía a la mayoría de los pasajeros con sus dichos procaces, cargados de doble sentido. Digo a la mayoría, porque a veces embromaba lo mismo a hombres que a mujeres.
"Chófer, párasela bien por detrás, mira que está gordita", clamaba con su voz de pito, e incluso se atrevía hacerle cosquillas en las orejas a los hombres, que se sonrojaban amoscados. Fue una precursora de los shorts calienticos, aunque su anatomía ya no la acompañase. La gente decía que era la heredera arruinada de La Casa de los Tres Quilos o hermana del camarógrafo Guayo, con quien guardaba cierto parecido. Lo cierto es que La China nos hizo un poco menos tortuosos los viajes en aquellos tórridos veranos de irremediable socialismo. Un día su esquelética figura desapareció de las calles, que volvieron a su tristeza de costumbre.
Otro andariego de aquellas décadas fue un negro exboxeador, a quien le gritaban "Gavilán te noqueó, Gavilán te quitó la rubia", y se mandaba a tirar golpes al aire, en un remedo de shadow boxing paróxistico. Se llamaba Julián y una vez confirmé con un conocedor que, efectivamente, había peleado con el Kid y perdido por decisión una buena pelea. La última vez que lo vi fue, de lejos, en el Leprosorio de El Rincón, donde estaba internado. Creo que Mirta Yáñez lo menciona en uno de sus relatos.
Mi andariega favorita fue La Marquesa, aquien pude conocer en la década del 70. Pasados sus mejores tiempos, cuando ya ni la prensa ni la televisión se ocupaban de ella, perseveraba en su oficio de limosnera ilustrada, con los frágiles sombreritos, milagrosamente sujetos a las ralas pasitas, ahora teñidas de azul de metileno. Así, los sombreros de la marquesa de Revilla de Camargo transitaron la indefinida construcción del socialismo posados en la cabecita de la apócrifa marquesa, quien había trabajado para aquella como exquisita repostera.
Pude presenciar un mediodía sus forcejeos contra un par de esbirros vestidos de civil, que trataban de recogerla a la cañona para que el ilustre visitante de turno no fuese casualmente a verla. Esa "limpieza" solía practicarse entonces a menudo. Con La Marquesa fracasaron, porque sus gritos enseguida provocaron una concentración de testigos que obligaron a los robustos combatientes a desistir. Tan pronto la soltaron, se alisó su vestidito, recompuso su pelambre y reinstaló su sonrisa de trabajo.
Permanecía en San Rafael hasta que comenzaba a caer la tarde. Entonces enrumbaba hacia el Vedado y podía vérsele a la entrada de Radiocentro, haciendo tiempo para caer, ya entrada la noche, por El Carmelo de Calzaday El Jardín, en Línea. Con la anuencia de los camareros, se paseaba entre las mesas repartiendo sus sonrisas más personalizadas. "Qué tal mi amigo, tiempo que no lo veía por aquí", les decía como toda una atenta anfitriona.
Alguien, de muy mala entraña, ha escrito que La Marquesa ejercía una especie de prostitución ambulante. Es evidente que nunca vio ni en fotografías a La Marquesa, quien era zalamera para despertar la caridad pero nunca atractiva para provocar el deseo.
Por último, ese ignorante y casi todos los habaneros desconocían que la humilde limosnera tenía detrás de su vida pública, otra vida muy real, con un esposo que había perdido sus piernas en un accidente de ferrocarril y una hija cuya mente permanecía congelada en la niñez. Por ambos, La Marquesa salía día tras día a las calles de La Habana a interpretar su papel de marquesa. Vivían cerca del stadium del Cerro, en un vagón de tren adaptado como vivienda.
HISTORIA DEL CELEBRE ‘CABALLERO DE PARIS’ HABANERO
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