Navidades de mentirita
En realidad, ¿hay navidades en Cuba?, singular pregunta, pues
cada cubano debiera narrar sus vivencias navideñas, y compararlas
Tiempo y vidas perdidas, rodeadas de promesas, luchas, divisiones de familias y
doctrinas fidelistas que solo han conducido a un pueblo a la miseria y al miedo perpetuo.
La década del 70 fue una época totalmente ajena a ese evento, tradicional en muchos países. No recuerdo “Noche Buena” alguna, tampoco celebración del 31 de diciembre, sin embargo, a pesar de todo, en mi casa se ponía un arbolito navideño, hecho de ramas secas, que mi hermana y yo recogíamos de los jardines vecinos, y que adornábamos con bolas, una estrella plateada, un rabo de gato y algodón, adornos que mi madre conservaba desde los años 50. No teníamos carne asada ni sidra, mucho menos las 12 uvas. Eran tiempos de penurias.
Luego abrieron Sears, el supermercado de Centro Habana, donde vendían alimentos de todo tipo, bebidas y confituras. Allí vi frutas en conserva por primera vez, los cake helados que nunca pude probar, pues costaban 25 pesos, una suma bien alta, en tiempos en que el dinero escaseaba.
Entonces mi madre, mi hermana y yo, decidimos ir a comprar un pedazo de cerdo para la cena de fin de año, pero no era fácil, tuvimos que hacer una cola que duró más de 7 horas, que casi se nos revientan las piernas.
Cuando al fin entramos, nos maravillamos con todos los productos que se ofertaban; veíamos con tristeza los anaqueles repletos, con miles de cosas que no podíamos comprar. Lo que más recuerdo eran los cake helados, rezumando esas gotitas de agua por encima del estuche,!que apetito me despertaban!
El poquito dinero que teníamos solo alcanzó para comprar un pedacito de cerdo y un pomo de fruta en conserva.
Esa noche mi madre cocinó los bistecs de cerdo, uno para cada integrante de la familia, y se redujeron tanto al freírlos, que apenas nos dejaron satisfechos. Más tarde pusimos la televisión para ver una película, pero no quise mirar nada, opté por recluirme en el último cuarto de la casa; desde ahí se escuchaba la fiesta de la casa de al lado, donde vivía una familia de médicos que tenía mucho dinero, y celebraban el 31 con una gran cena, juegos de dominó, y música a todo volumen.
Mientras, yo solo podía entretenerme escuchando la radio y, para colmo, pusieron una canción tristísima de Joan Manuel Serrat, que me deprimió aún más. Lloré mucho. Fue el peor fin de año de mi vida.
Por los años 80 y a finales de los 90, sí celebrábamos el 31. La ayuda venía de parte de una tía mía que residía en los Estados Unidos, quien nos mandaba un billete de 100 dólares todos los meses para comprar alimentos.
Parte del dinero lo destinábamos para hacer una “discreta” cena de fin de año, en la que todos los miembros de la familia se reunían. Confieso que pasamos momentos de regocijo; luego, la familia comenzó a fracturarse, se fue mi cuñado, lo siguieron mis sobrinos.
Ahora, por lo general, hacemos un almuerzo con la familia que queda, sin embargo, el vacío es enorme, por lo que preferiría prescindir de esta fecha.
Muchos se emocionan con esta celebración, se visten con ropa nueva, se ilusionan pensando que vendrán tiempos mejores, y me parece bien. Otros no tienen ni un mendrugo que llevarse a la boca, viven en casas destartaladas, en condiciones infrahumanas, así que, para ellos no existe la rimbombante festividad.
Aquí no existen navidades realmente, no se acostumbra a comprar regalos, no se adornan las calles, no hay luces coloridas. Santa Claus y la nieve, solo existen en películas; lo que abunda en la calle es la oscuridad, el abandono.
Algunos gastan todo esa noche y “tiran la casa por la ventana”, ¿y luego qué?, a seguir pasando necesidades.