¿Quién le teme al Rojo?
Mensaje en una pared de Caracas, Venezuela.
Francisco Almagro | La Habana | Diario de CubaEn las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre votó el hambre, la frustración y sobre todo el encono de la mayoría de los venezolanos. Ganó la dignidad y perdió el miedo. El corazón venció al cerebro amedrentado. Se izó la bandera de la pluralidad de colores contra el estandarte rojo, de tan crueles resonancias en la memoria de la Humanidad.
En Venezuela, los mismos hambreados que 12 años antes votaron por el chavismo cuando eran casi el 85 % de la población de uno de los países más ricos de América, ahora lo hicieron por una oposición variopinta. Entonces Nicolás Maduro, sin ocultar su enojo, y como un chico que ha perdido el juego, dijo que se llevaría los guantes, la pelota y el bate: no iba a construirles más viviendas a los traidores, y los planes para la Felicidad Suprema ya no podrían ser cumplidos.
Y es que Nicolás, como casi toda la corte post-chavista, padece el mal de la improvisación de todo farsante; de quien en el fondo sabe que no le toca; de quienes, de pronto, se sacan la lotería política y le deben a quien organizó la trampa —ya sabemos Quién—, casi toda la fortuna. En esa misma medida, a los herederos chavistas se le salen las costuras, se nota que el traje no les queda. Y el pueblo se da cuenta, casi todo el mundo se da cuenta. Menos ellos.
Siendo tan predecibles y de cortas de luces, tampoco se dan cuenta —o por lo menos así parece— que una parte importante del pueblo no los quiere; no los odian, sino algo peor: no les importan. Los venezolanos no aguantan una cola más, otro discurso pugnaz, el nepotismo y la corrupción que, sin ser cosas nuevas, ahora gozan de una impunidad casi total. Esto, sin añadir que hablamos de uno de los países sin guerra donde más civiles mueren a mano de sus compatriotas.
El presidente Maduro, y el séquito neochavista, han leído mal los sucesos del 6 de diciembre. Y los asesores cubanos, y los máximos dirigentes del Palacio de la Revolución en La Habana, no han hecho una buena exégesis de la rebelión de ocho millones de personas. Al día siguiente, y después de haber admitido la derrota a regañadientes, Nicolás ya parecía haber recibido instrucciones precisas: la Revolución Bolivariana no se entrega. En los días siguientes, maniobró para blindar el bolivarismo: anunció el traslado de mandos civiles a sus antiguos cuarteles para "fortalecer la unión cívico-militar"; instaló una llamada Asamblea Comunal en paralelo a la Asamblea Nacional; juramentaron de manera expedita jueces chavistas para el TSJ como ardid para bloquear toda legislación contraria al ejecutivo.
Pero las señales de que el presidente Maduro y su "revolucionarios" están dispuestos para hacer cosas inimaginables y brutales vienen de La Habana y no de Caracas. Raúl Castro, en su discurso por el primer aniversario de las relaciones Cuba-EEUU, fue áspero; prácticamente devaluó todo esfuerzo del presidente Obama por mejorar las relaciones entre ambos países. No era el discurso de un país que ve a su mayor aliado económico, Venezuela, en peligro de desaparecer y debe ser más prudente, más conciliador. Al contrario, era como si dijera: podemos seguir sin ustedes porque contaremos con nuestros verdaderos sostenedores, Venezuela.
Nuevamente, en la clausura de la Asamblea Nacional a finales de diciembre, Raúl Castro volvió a minimizar los pasos del ejecutivo norteamericano, y como si impartiera ordenes desde el Palacio de las Convenciones, dijo: "Estamos convencidos de que, tal como lo hizo en el 2002 al impedir que se consumara el golpe de Estado contra el presidente Chávez, el pueblo venezolano y la unión cívico-militar no permitirán que se desmantelen los logros de la Revolución y sabrán convertir este revés en victoria". Y anticipando las consecuencias que en la arena internacional provocarían semejantes desmanes contra la voluntad popular, agregaba: "llamamos a la movilización internacional en defensa de la soberanía e independencia de Venezuela y para que cesen los actos de injerencia en sus asuntos internos".
¿No sería mejor para Maduro y para Castro negociar con una Asamblea opositora? ¿Por qué no dar la bienvenida al distinto, a lo enriquecedor? ¿Por qué no, como ha sucedido en Nicaragua, los chavistas toman un segundo aire y van al desquite de forma pacífica y electoral? ¿No comprenden que el mundo en 2004 era uno y en 2016 será otro? ¿Que una cosa es el poder real, emanado de la voluntad mayoritaria a través de pactos, y otra el poder absoluto, totalitario, cuyo final siempre es desastroso? ¿Por qué no ceder un poco para no perderlo todo? Nicolás aún controla el ejecutivo, y lidera la fuerza política más importante de Venezuela, pues la MUD es solo la unión artificial de varios partidos. Y Castro aun cuenta con un grupo de seguidores que, aunque ya casi ninguno cree que la llamada "revolución" sobrevivirá, tienen la autenticidad histórica para hacer cambios profundos y conservar cuotas importantes de poder.
Peligrosamente, los gobiernos de Cuba y Venezuela están apostando por el todo o nada. Cuentan con la inconsistencia e ingenuidad de un Gobierno demócrata norteamericano que insiste en el dialogo, en abrir la mano mientras mantienen el puño cerrado. También parecen creer —o quieren que los inocentes lo crean— que la economía planificada y el mando centralizado pueden sacar de la miseria a millones de personas cual tigre asiático. O que el petróleo volverá a valer 100 dólares el barril. O que los chinos y los rusos, por intereses geopolíticos, van a intervenir financiera y hasta militarmente si esa fuera la circunstancia.
Tal vez estemos pidiendo demasiado a personas que aunque pudieran haberlo intuido, jamás se soñaron al mando de sus países. Ni Hugo Chávez ni Fidel Castro pudieron legar a Maduro y a Raúl sus carismas. Ni sus habilidades para la conspiración, la alta política, los contactos internacionales, la pericia en intrigas palaciegas, la tenacidad en los objetivos más allá de toda ética. Raúl Castro es un eficaz organizador de ejércitos y misiones concretas, y gozó y goza de autoridad entre oficiales y soldados. Y Nicolás Maduro fue un sencillo dirigente sindical, capaz de movilizar a los trabajadores del complejo transporte caraqueño. Pero ellos no son animales políticos. Y eso es una desgracia para ambos pueblos. Una desgracia, porque una mayoría de cubanos y venezolanos no los odian sino, simplemente, no los quieren. Y ya no hay forma humana de que se puedan hacer querer. Y de ahí a perderles el miedo hay un solo paso.
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