El viaje de Coolidge a
Cuba, fracaso de diplomacia y triunfo para la juerga
Cuando Coolidge viajó a Cuba era un presidente saliente, que acumulaba fracasos y trataba de mejorar su legado

El presidente norteamericano Calvin Coolidge con su homólogo cubano Gerardo Machado, visita oficial a Cuba, el 17 de enero de 1928. AP Photo/Paramount News
Por GLENN GARVIN
Haga lo que haga el mes que viene Barack Obama en La Habana, su visita no podrá compararse a la que Calvin Coolidge hizo en 1928. Sí, ese Coolidge, el presidente recordado como Cal el Callado si es que lo recuerdan, aquel de quien un periodista escribió en cierta ocasión que tenía la perpetua expresión de “alguien a quien lo destetaron con un pepinillo encurtido”.
Su visita a Cuba –la última de un presidente estadounidense– fue sin embargo un festival de borrachera y libertinaje, contrabandeo salaz y hasta actos antinaturales con tartas de Key Lime. La historia no salió a relucir por completo hasta 30 años después, cuando un reportero finalmente reveló un cuento con “elementos de pompa, drama, comedia y farsa; de dignidad rígida y juerga indecorosa; de diplomacia de sombrero de copa con un toque de dipsomanía [alcoholismo]”.
Para que el presidente Obama no se haga una idea equivocada de lo que se espera de los líderes estadounidenses cuando visitan Cuba, deberíamos señalar, llegado este punto, que el presidente Coolidge mismo no participó (bueno, hubo un incidente con unas prostitutas al que ya llegaremos, pero en gran medida no participó) de la depravación general.
Aunque algunos cubanos creyeron ver al Presidente mismo escurriéndose por los tugurios de los callejones clandestinos de La Habana, con un sombrero de copa bastante fuera de lugar, ellos se equivocaron, víctima de una broma de un periodista estadounidense que se parecía a Coolidge y se hacía pasar por él. ¡Y ustedes creían que los medios de prensa eran crueles con los presidentes en la actualidad!
Presidentes en busca de una huella
Pero nos estamos adelantando demasiado. Hasta que Obama anunció hace un par de semanas que iba a visitar Cuba, prácticamente nadie se acordaba del viaje de Coolidge en 1928. Pero, en aquella época, fue algo muy, muy importante, e incluso tiene paralelismos con la situación actual. Coolidge era también un presidente saliente que intentaba cerrar su estancia en la Casa Blanca con un logro de política exterior.
En el caso de Coolidge, estaba tratando de calmar la creciente inconformidad de los cubanos con las altas tarifas azucareras de EEUU que estaban acabando con la economía de la isla, y de aplacar las críticas generalizadas en Latinoamérica a las intervenciones militares estadounidenses en Nicaragua, Haití y República Dominicana. Con la esperanza de calmar a los líderes latinoamericanos, Coolidge (quien aparte de una semana de luna de miel pasada en Canadá nunca había puesto un pie fuera de Estados Unidos) decidió asistir a una reunión de la Unión Panamericana– predecesora de la Organización de Estados Americanos– en La Habana a mediados de enero de 1928.
Aun más importante, sin embargo, es que Coolidge se proponía usar la reunión para energizar su campaña a favor de un tratado a nivel mundial en renuncia de la guerra como instrumento de política nacional. El Senado de EEUU se había negado a aprobar la participación del país en la Liga de las Naciones ocho años antes, pero Coolidge pensó que si se concentraba simplemente en prohibir la guerra sin crear una burocracia internacional como parte del acuerdo podría conseguir su aprobación.
En última instancia, él fracasó en todo lo que se propuso. Aunque Coolidge prometió al gobernante cubano Gerardo Machado bajar las tarifas, eso nunca sucedió –de hecho, un par de años más tarde, los impuestos al azúcar importada subieron y la buena voluntad de la isla hacia Estados Unidos por su ayuda en el derrocamiento del régimen colonial español empezó a esfumarse. Y los esfuerzos por aplacar al resto de América Latina con respecto a las intervenciones estadounidenses nunca se pusieron en práctica porque Coolidge ordenó a los Marines de EEUU que regresaran a Nicaragua justo antes de partir rumbo a La Habana.
El tratado de paz a nivel mundial de Coolidge, que acabó siendo conocido como el Pacto Briand-Kellogg, fue aprobado por más de cinco docenas de países. Pero eso no impidió a nadie lanzarse de cabeza a la Segunda Guerra Mundial una década más tarde, lo cual hizo del Pacto Briand-Kellogg posiblemente el acto de diplomacia más inútil de la historia universal.
“No estoy segura de cuán convencido estaba él de nada de esto”, afirma la historiadora Amity Shlaes, autora de la biografía Coolidge, publicada en el 2013. “El lo hizo todo con cierta melancolía, el tipo de cosas que uno hace cuando algo está de acuerdo con sus principios pero no encuentra mucho placer en hacerlo. Coolidge no se sentía bien; pensaba que la presidencia estaba agotándolo, pero en realidad estaba enfermo del corazón. Y estaba sintiendo la soledad que rodea a un presidente cuando todo el mundo se da cuenta de que él no va a seguir siendo presidente por mucho tiempo y empieza a adular al nuevo”.
De Cayo Hueso a La Habana: la broma de la torta de Key Lime
Pero si Coolidge no estaba pasándola muy bien, todo el resto del enorme séquito presidencial (Fue necesario emplear ocho navíos de la Marina de Guerra de EEUU para trasladarlos a todos a La Habana desde Cayo Hueso.) la pasó de maravillas. La celebración comenzó cuando el tren presidencial, procedente de Washington, llegó a la Florida y todos descubrieron que, mientras el resto de Estados Unidos estaba maniatado por la Prohibición, Cayo Hueso era, bueno, Cayo Hueso.
Sus bares ni siquiera eran los lugares clandestinos conocidos como speakeasies que requerían un toque secreto o una contraseña, sino de puertas abiertas. El tren llegó a las 10 p.m., y reporteros y funcionarios del gobierno todavía estaban llegando rezagados de Duval Street a sus coche-camas a las 6 a.m. Los cantos de borrachos se convirtieron a menudo en repentinos gritos de terror cuando se metían entre las cobijas, y descubrían que los que habían llegado antes que ellos les habían puesto tartas de Key Lime en la cama (actos de terrorismo amistoso). Al menos un reportero estaba tan completamente borracho que se cayó al mar mientras subía a su barco a la mañana siguiente.
Al decir de todos, la recepción que esperaba a Coolidge en La Habana fue una locura. Una multitud que se estimó en 200,000 se presentó a dar la bienvenida al Presidente mientras una pequeña embarcación lo traía a la orilla desde el USS Texas. (Si algún miembro de cualquiera de los dos gobiernos encontró de mal augurio que el Texas ancló exactamente en el mismo lugar en que el acorazado Maine había explotado 30 años antes, provocando la Guerra Hispano-Cubano-Norteamericana, no dijo nada.) La entusiasta muchedumbre atiborró las calles de tal manera que a la caravana de automóviles de Coolidge le tomó una hora atravesar las pocas cuadras que separaban la bahía del palacio presidencial, donde Machado había desocupado tres pisos enteros para el presidente estadounidense y su esposa.
Hasta la cara normalmente austera de Coolidge acabó mostrando una sonrisa, y empezó a devolverles el saludo, sobre todo a un grupo de siete u ocho muchachas vestidas de modo vistoso y muy maquilladas y a su chaperona que agitaba una bandera, todas las cuales fueron reconocibles de manera instantánea para todos menos el Presidente como las representantes profesionales de un bayú cercano. Cuando el asustado Coolidge se dio cuenta, se recogió en su asiento, pero pronto tuvo que llamar a un asistente para que se sentara a su lado y lo protegiera de las rosas que le tiraba la multitud.
Coolidge se retiró al palacio presidencial a eso de las 5:30 p.m., lo cual dejó libres a los reporteros para practicar el periodismo investigativo en los bares de La Habana. Entre sus descubrimientos estuvo el de que los esbirros de Machado habían advertido a los dueños de los bares que quitaran los retratos de Coolidge por respeto al delicado tema de la Prohibición, aunque se les permitió dejar en la pared los afiches del piloto Charles Lindbergh, quien se había sumado al viaje.
Algunos de los artículos que aparecieron en periódicos estadounidenses a la mañana siguiente parecen dejar en claro que muchos de los reporteros estaban algo bebidos incluso antes de presentar sus historias en la tarde. Si lo duda, trate de desenredar esta oración delNew York Times en un artículo sobre el código de vestimenta de los funcionarios cubanos: “Como no se podía encontrar un par de polainas cortas grises en toda La Habana, un estado de perturbación prevaleció hasta que los investigadores se cercioraron de que se trataba de una falsa alarma”.
A la caída de la tarde, se les unieron funcionarios estadounidenses de viaje con el Presidente, quienes estaban encantados con la oportunidad de beber legal y abiertamente por primera vez desde que entrara en vigor la Prohibición ocho años antes. A medida que el consumo de alcohol fue alcanzando proporciones pantagruélicas, altos oficiales de la policía habanera acudieron con instrucciones de asegurarse que los gringos se sintieran bienvenidos.
“Un grupo considerable de nosotros se fue a ver las atracciones locales, de las cuales no todas eran de un elevado nivel cultural”, recordó el reportero del New York Herald Tribune✔Beverly Smith Jr., el que finalmente sonó la alarma sobre el viaje en un artículo publicado en el Saturday Evening Post 30 años después. Más complicaciones surgieron gracias al acerbo columnista H.L. Mencken, quien fue a cubrir la visita, y empezó a presentarse a los cubanos, con la cara muy seria, como el “embajador no oficial de mala voluntad” de Estados Unidos.
Para colmo, miembros del grupo empezaron a regar la voz por los bares de mala muerte que un reportero de Nueva Inglaterra que se parecía mucho a Coolidge era en realidad el presidente, lo cual inspiraba la admiración y numerosas ofertas de comprar tragos de parte de los cubanos. “Sospecho que todavía hay algunos habaneros viejos”, escribió Smith en 1959, “que creen que Cal, fuera de su horario de oficina, era un alegre bebedor”.
Veinticuatro horas más tarde, luego que Coolidge pronunció su discurso, visitó la finca de Machado al sur de La Habana y vio un juego de jai alai, fue hora de regresar a los barcos. Entristecida al principio por el regreso a la Prohibición, la comitiva presidencial recibió la buena noticia de que nadie, ni siquiera los reporteros, tendrían que pasar por la aduana estadounidense en Cayo Hueso.
Una operación de contrabando
Los licoreros locales, atraídos por el olor de la tentación alcohólica desbocada, se plantaron en el vestíbulo del hotel en La Habana. Casi todo el mundo compró botellas de ron de medio galón. Algunos llegaron a comprar maletas adicionales para llenarlas de bebida; los reporteros cuyas cuentas de gastos eran pequeñas se deshicieron de su ropa para abrir espacio al ron. Todo eso fue subido a bordo por Marines que les guiñaban el ojo con complicidad, lo cual llevó a muchos a preguntarse quién habría aprobado la gigantesca operación de contrabando. “¿Habría sido, increíblemente, el mismo Calvin, en un arranque del humor caprichoso que algunos suponían se ocultaba tras su cara de avinagrado de Vermont?”, se preguntó el reportero Smith.
No hubo una respuesta clara. Pero tal vez la historia ha sido injusta con Coolidge. Después de todo, se cuenta una venerable anécdota sobre la visita del presidente con su esposa a una granja experimental del gobierno. Cuando ella llegó al gallinero, notó con interés a un gallo que copulaba frenéticamente con una gallina. “¿Con qué frecuencia él hace eso?”, preguntó ella a uno de los peones. Cuando le informaron que lo hacía docenas de veces al día, ella dijo al peón: “Dígale eso al presidente cuando él pase”.
Así lo hizo el peón, y el Presidente preguntó: “¿La misma gallina todas las veces?” No, una diferente cada vez, respondió el peón, a lo que el Presidente contestó: “Dígale eso a la señora Coolidge”.
P.S.: Shlaes, la biógrafa de Coolidge, afirma que ella trató por todos los medios de encontrar pruebas que sustentaran la anécdota de la gallina. “No encontré pruebas de que fuera cierta”, agregó. ¡Qué lástima!