“Dicen que soy un enfermo, un depravado,
pero este país está podrido completo”, dice Pedro
“Raúl Castro debería legalizar la pornografía”
Camilo Ernesto Olivera Peidro | La Habana | Cubanet El hombre vive en un cuartucho de La Habana Vieja. Tiene poco más de 40 años, pero aparenta más edad. “Es el rigor de la prisión” me dice mientras toma algo indefinido, que parece alcohol, de un pequeño pomo de plástico.
El techo de la cuartería está despejado a esta hora del mediodía, el sol seca las sabanas puestas en las tendederas. En una porción de sombra, cercana a donde guarda sus herramientas de albañil, Pedro –así prefiere que se le nombre– se dispone a contar su historia.
De “Pantaleón y las visitadoras” al “Parque de Los Tarros”
“Caí preso por meterme en negocios con matarifes y carne de res”, narra Pedro. “El fiscal me aplicó la ley al máximo. Pasé mucho tiempo en el destacamento de mayor rigor en Kilo 5 (Prisión Provincial Kilómetro 5 y Medio, Pinar del Río). Cuando me trasladaron a otra área de menor rigor, allí se podía ver la televisión. Mi cama quedaba cerca de la pantalla”.
Se da un trago del pomo, me brinda y se lo acepto. El paladar no capta bien la sustancia, pero al caer más adentro en la garganta, es como fuego con azufre. Mientras tanto Pedro habla del guardia reeducador, de cómo había que ver obligatoriamente la Mesa Redonda y el noticiero de las 8:00 p.m.; de los círculos de estudio para poder calificar con “buena conducta”, del mundo de fantasía que se fabrica el preso, para no enloquecer.
“Una noche ponían una película que todos estábamos esperando, se llamaba ‘Pantaleón y las visitadoras’. El que dormía en la litera, encima de la mía, se la alquiló por tres cajas de cigarros, con mosquitero y todo, a otro preso. Otros buscaban la forma de envolverse en sabanas y sentarse lo más cerca posible para poder ver. Cuando empezaron a salir las mujeres ‘encueras’ en la película, todos nos masturbábamos. No sé en qué momento le cogí el gusto a eso, pero igual, tal y como me fueron las cosas cuando salí de prisión, hubiera sido lo mismo”
“Después de años preso, tuve que empezar de cero. Sin dinero, y con la mitad de la dentadura echada a perder, las mujeres que antes me perseguían ahora me esquivaban. Comencé a trabajar la albañilería y a tomar ron o cualquier cosa con alcohol. Me fui adaptando a ser invisible, incluso, para los travestis. Apenas tengo ropa y zapatos que ponerme, pero cada vez me importa menos.”
Toma otro trago, achina los ojos y hace una mueca, mientras se pasa la mano por la cabeza ya casi totalmente blanca en canas. Luego mira hacia la puerta, que da a la escalera de acceso al techo desde el pasillo. Baja un poco la cabeza y modula la voz.
“De vez en cuando hago algo de dinero, y se lo pago a una mulata cuarentona que se deja mirar desnuda por la ventana. La deja abierta y uno se asoma, la ve, y se hace la idea que está vacilando a Rihanna o a Beyonce. También rondo por un parque del Vedado que le dicen “De los tarros” (parque de 21 y H). He tenido que salir corriendo, porque me caen a pedradas, pero otras veces ando con suerte”
La “atacadera” de los sábados en la noche
El denominativo de “tirador”, se utiliza en Cuba para señalar a personas que observan con lascivia y de manera subrepticia a alguien… y se masturban.
“Dicen que soy un enfermo, un depravado, pero este país está podrido completo. La soledad te vuelve loco, y si no tienes dinero es peor. Yo quisiera arreglarme la dentadura, comprarme ropa, salir de ese cuarto hediondo. Pero esto es lo que tengo, es lo que me gané después de perderlo todo y caer preso. En mi buena época, tenía mujeres hasta de dos en dos en la cama. Pero eso ya se acabó”, cuenta Pedro.
Lo más valioso para él es el refrigerador. El televisor es la otra joya. Ambos fueron regalos de uno de sus colegas del “negocio”. “Me la debía”, dice Pedro. “Se fue de Cuba limpio, no pisó la prisión gracias a que yo no hablé”. En un espacio mínimo están también la cocina, una mesita de madera y dos sillas. Una escalera estrecha lleva a una barbacoa donde tiene el colchón. Ahí arriba tiene que entrar arrastrándose pues el puntal es muy bajo. Huele a humedad y encierro. Por eso Pedro busca estar siempre en el techo del solar.
“Ahora mismo las ‘pepillas’ (muchachas jóvenes) desprecian y le dicen ‘viejo’ a uno que tenga más de 25 años. Luego las ves llorándole de rodillas a vejestorios italianos o españoles”
“De mí podrán decir lo que quieran, pero en verdad el nivel de ‘atacadera’ (desesperación) que estoy viendo es alto. A veces camino por la Calle 23 y veo los muchachitos, en grupos de seis o más, que andan los sábados por la noche. En la madrugada siguen igual, no se les pega ni esta jevita (muchacha). Para colmo, las películas que ponen en TV los sábados por la noche son una porquería. Ni un pedazo de nalga… ¡Nada!”
“En cualquier momento, alguno de esos chamacos me estará discutiendo el puesto para mirar a la mulata”.
Raúl debería legalizar la pornografía “Ahora que en el gobierno están con ese lío de hacer otra fórmula del socialismo, Raúl Castro debería legalizar la pornografía. Deberían darle un poco de vida a los que no podemos ir a la Casa de la Música o a Sarao Night. Si a mí me ponen un buen filme de ‘relajo’ en la televisión, no tengo nada que ir a buscar al Vedado”.
“Pero ¡qué va! Ese (Raúl Castro) y los otros se pasan la vida aparentando con eso de la ‘moral socialista’, que ya no sirve para nada. Mientras tanto, las mujeres jóvenes se van en masa de Cuba. Y las que están aquí, piden y piden más. Y el que no tenga para pagar, se queda con las ganas de hacerles algo. ¡Así son las reglas del juego!”
Es sábado, día para lavar la ropa y limpiar la casa. Por la mañana las mujeres subieron a copar las tendederas. Pedro estaba ahí, mirándolas. “Ellas saben cómo soy, y ya me dejan como incorregible”, dice.
Sonríe arrugando más el rostro y toma el último sorbo de alcohol que le queda al pomo. Luego irá por más. En la noche se asomará a la ventana de “su mulata”, aprovechando que el marido, un ingeniero jubilado, se va a jugar al dominó.
El sol continúa pegando fuerte sobre el techo de la cuartería. Las sábanas blancas huelen a hervidura y detergente.
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