Para el gobierno cubano, el servicio militar
sigue siendo otra herramienta para forjar “revolucionarios”
Reclutas del Servicio Militar Activo Historias no contadas del servicio militar
Por Luis Cino Álvarez | La Habana, Cuba | CubanetEn los spots televisivos que convocan a los muchachos que arriban a los 16 años a inscribirse en los registros municipales para el próximo llamado del Servicio Militar General, el reclamo es perentorio: “Al llamado de la patria, ¡presente!”
A menudo, reclutas de verde olivo entrevistados por el NTV (Noticiero de Televisión), sonrientes, refieren las bondades de la vida militar y los beneficios que le han aportado a su formación “servir a la revolución” como tanquistas, choferes, artilleros o en la infantería.
También aparecen en la pantalla padres orgullosos que dicen sentirse satisfechos del cambio en la conducta de sus hijos luego de su paso por el servicio militar. Pero tales padres son como los sobrecumplimientos en la cosecha de papas: solo existen en el NTV. Los de la vida real no pueden alegrarse de que los separen de sus hijos, sabiendo lo que les aguarda en las unidades militares.
Para ciertos padres, el servicio militar significa dejar al estado la tarea que ellos no pudieron realizar: domar a adolescentes descarriados. El régimen ha creado el mito de que el servicio militar forja la personalidad de los jóvenes. Como si el hambre, las humillaciones, el encierro y el trabajo forzado, educaran. Los mandamases siempre han apostado por esos métodos, lo mismo para “reeducar” menores díscolos, que delincuentes o disidentes.
Luego del primer llamado del Servicio Militar Obligatorio, en 1964, el saldo de estos 52 años es aterrador: muertos en accidentes, suicidios, heridos, mutilados, estudios tronchados, secuelas síquicas, a veces irreversibles.
Cualquier cubano que haya pasado el servicio militar sabe de los rigores inhumanos de los primeros 30 días (“la previa”), de los insultos de los sargentos, las marchas y las carreras bajo el sol inclemente del mediodía, el rancho insuficiente y malo, las trincheras cavadas en la roca o el fango y luego vueltas a rellenar, las alarmas de combate en plena madrugada, los pases suspendidos arbitrariamente, los calabozos de castigo…
Cuentan que Raúl Castro, cuando era ministro de las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias), dijo que “el recluta que no se fuga no es un buen soldado”. Pero no por ello dejaron de ser severamente castigados los reclutas que se fugaban. Muchos jóvenes fueron a parar a la Cabaña, Valle Grande, El Pitirre o la sala de penados del Hospital Siquiátrico de Mazorra. Fornidos boinas rojas los cazaron como animales salvajes en carreteras, terminales de ómnibus, en sus hogares o en casa de sus novias.
Jesús Moreira, de 65 años, a inicios de los 70, pasó más de dos años, encerrado con criminales, en las mazmorras del Castillo del Príncipe. Lo acusaron de deserción. Cuenta que se fugó de la unidad porque extrañaba a su madre, ansiaba comer algo bien cocinado, vestir ropa limpia y dormir en su cama, lejos de las chinches y los mosquitos. Pensaba regresar a la unidad al día siguiente, antes de la diana. Pero guardias de Búsqueda y Captura, con armas largas, lo fueron a buscar a su casa. Salió en libertad en virtud de una resolución del ministro de las FAR. Desde entonces padece serios problemas nerviosos.
Cualquier hombre de mi generación conoce los recursos a que recurrían los reclutas para eludir el encierro en las unidades o el trabajo forzado: los machetazos autoinfligidos en el tobillo o la rodilla, el desodorante untado en los ojos para simular conjuntivitis, de los que dormían con el brazo envuelto en una toalla mojada para fracturárselo al amanecer contra la barra de hierro de la litera, de los disparos en los pies o las manos para pasar una temporada ingresado en el Hospital Finlay o el Naval.
Tuve un amigo, Enrique Díaz, que fue más lejos aún. No se adaptaba a estar encerrado en un campamento. Lo militar no iba con él. No había modo. Quería estar con su novia, salir los sábados a buscar fiestas por Santos Suárez o La Víbora, jugar con Sultán, su enorme perro pastor. Se cansó de “filmar de loco” para que le dieran la baja del ejército. A la diana, lo encontraron muerto, atiborrado de pastillas. Fue en 1975. No había cumplido los 19. No llegó a saber que a su novia le faltaban seis meses para tener un hijo suyo.
Eddy, otro amigo, prefirió ir a la guerra de Angola antes que seguir en la rutina de la unidad militar. Murió cerca de Cunene, despedazado por una mina. Tenía 20 años. Cuando fueron a avisarle a la madre, ya ella sabía que estaba muerto: varias noches antes le pareció verlo atravesar el patio. Todavía se me eriza la piel al recordar su explicación de que supo que estaba muerto porque sus pies no tocaban el piso y sus ojos tenían la mirada extraviada de los difuntos…
Pero esas historias del servicio militar que no cuentan en el NTV no quitan el sueño a los mandamases. Para ellos, el servicio militar sigue siendo otra herramienta para forjar revolucionarios. Y la revolución, siempre lo han dicho, no necesita blandengues ni pusilánimes.
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