Epitafio para un partido
LO QUÉ QUEDA DEL TIRANOSAURO
Miriam Celaya | 14yMedioPido un minuto de ovación cerrada, señores: el Partido Comunista de Cuba ha muerto. El sepelio, que las futuras generaciones de cubanos conocerán como VII Congreso del PCC, tuvo su despedida de duelo el martes, 19 de abril de 2016, exactamente 55 años después de la flamante "primera gran derrota del imperialismo yanqui en América".
Por esas caprichosas paradojas de la historia, la "revolución socialista", proclamada en aquellas jornadas de puro entusiasmo popular, ha terminado sucumbiendo, no por alguna acción guerrera del enemigo imperialista, sino por la soberbia de sus propios hacedores.
La defunción del PCC, tras larga y penosa enfermedad, quedó certificada con la elección del "nuevo" Comité Central, encabezado –salvo excepciones inevitables– por las mismas testas cimeras de la gerontocracia revolucionaria, irresponsablemente aferrada al poder a contrapelo de la ruina nacional. El partido de los octogenarios no ha sido capaz de renovarse a sí mismo para dar paso a una nueva generación de líderes entrenados para enfrentar los retos de estos tiempos.
No obstante, hubo señales previas de la ineluctabilidad de este deceso. En el último quinquenio la "vanguardia política" cubana se permitió el lujo de desperdiciar otra oportunidad de revertir el estado de calamidad nacional, y eligió el inmovilismo, cuando no el retroceso. La conciencia de su propia fragilidad y el temor a perder el control de la sociedad paralizó al otrora poderoso PCC, que terminó perdiendo los últimos jirones de credibilidad entre los cubanos.
Algunas de esas señales de debilidad y decadencia son la carencia de un programa de reformas que permitiera iniciar un camino de cambios y remontar la pobreza permanente, la desconexión entre la cúpula gobernante y la base social, la incapacidad de superar la fase experimental de las escasas e insuficientes aperturas económicas, la improvisación de medidas emergentes, insuficientes e ineficaces, destinadas a paliar las consecuencias de la crisis en lugar de eliminar las causas, y la emigración constante y creciente que empobrece más aún a la nación. El capital de fe popular que tuvo un breve repunte al inicio del traspaso de poder de F. Castro a su hermano (el "pragmático reformista" Raúl), ha fenecido.
Más de un año después de ser anunciado con toda fanfarria y tras un proceso de conciliábulos secretos donde apenas un selecto grupo de ungidos "debatió" los documentos que serían objeto de análisis en sus sesiones, el cónclave que supuestamente trazaría los destinos de 11 millones de almas no solo ignoró la deriva nacional, sino que dilapidó éste, su tiempo suplementario, en el intento de contrarrestar el nocivo efecto que –según los jerarcas de la casta geriátrica–, el enemigo imperialista ha inoculado en el alma de la Nación.
He aquí que el poder político ha consagrado el destino cubano según un nuevo parteaguas.
Resulta que no habrá una Cuba antes y después del VII Congreso del PCC, sino antes y después del restablecimiento de relaciones con EE UU, y en especial después de la visita del presidente estadounidense, Barack Obama, a la capital cubana. Es el implícito reconocimiento del fracaso del proyecto castro-comunista.
Así, quedaron otra vez pendientes los temas que ocuparían de jure los debates, a saber, la conceptualización de esa absurda irrealidad que llaman "modelo socioeconómico y político cubano", el problema de la doble moneda, la alimentación de la población, la reforma constitucional, el muy cacareado programa de inversiones extranjeras y un inacabable etcétera relacionado con otras urgencias del cubano común. El PCC no tiene respuestas para las demandas sociales.
En su lugar, los jerarcas han optado por el atrincheramiento. Y como si las actuales generaciones de cubanos creyeran en símbolos del pasado, la cúpula decidió jugar como buena una carta devaluada: desempolvó y acicaló hasta donde fue posible al ex Presidente, ex Primer Secretario del CC del PCC y ex Invicto Comandante en Jefe, y lo colocó frente al plenario de clausura –previa clausura, también, de las puertas del tabernáculo y a salvo de las inquisitorias de la prensa extranjera– en un intento de legitimar su nueva guerra ideológica contra el Imperio.
Guerra para la cual, con toda seguridad, no cuentan hoy con huestes suficientes, salvo que puedan llamarse así los nuevos soldados cubanos: los migrantes que en nutridas legiones están invadiendo al enemigo por tierra, mar y aire, para derrotarlo ocupando triunfal y definitivamente su territorio. Muy atrás han quedado en la memoria nacional las victorias guerreras y morales, reales o supuestas, del viejo exguerrillero.
Ahora ya quedó claro que el PCC ha muerto. El llamado VII Congreso no fue tal, sino un canto de cisne. Apenas el triste espectáculo de un grupo de ancianos recalcitrantes adictos al poder y su cohorte de buquenques. Si queda algún comunista honesto en Cuba –en el caso imaginario de que tal condición existiera– debe estar sumido en el más profundo duelo. De haber sido otra nuestra historia del último medio siglo, quizás el difunto Partido merecería un compasivo minuto de silencio. Pero no hay que ser hipócritas. En todo caso los cubanos hemos estado en silencio por demasiado tiempo.