MIEDO
El miedo cubano es un miedo total, fabricado con
precisión de orfebre, insertado con maestría de cirujano, inculcado con método de domador
El Grito de Edvard Munch.
Por Alex Heny | Nueva York | Cuba EncuentroEstoy seguro que la mañana en que a aquel muchacho mestizo, de menguada estatura y al que nunca le había escuchado la voz, lo trajeron a la plataforma que presidía el área de formación y lo exhibieron como a un criminal al pie del cadalso, estoy seguro que esa mañana olía a tierra húmeda, yerbazales y cagajones de vacas.
Me atrevo a afirmar incluso que también olía a la leche requemada por el fogón al rojo vivo de la cocina que se alzaba justo del otro lado de aquel podio infame, allá detrás del comedor, detrás de la presidenta de la FEEM de mirada furibunda y enclenques pantorrillas que comenzaban en unos deformes zapatos ortopédicos y terminaban en unas rodillas tan abultadas como maracas; detrás de un grupo de profesores curiosos y, por supuesto, detrás del director de la escuela que ya, antes de empezar a hablar, tenía el rostro congestionado y las venas, de furia hinchadas, destacando en su corto cuello.
Y enfrente de todos ellos, el muchacho, parado casi al borde de la plataforma, las manos a la espalda, la mirada en sus zapatos, la ropa de civil, modesta. Esperando.
El miedo lo llevamos estampado en la piel, como la res su marca. Bordado, puntada a puntada, nos lo entretejieron también en la respiración, nos lo enredaron en la garganta, para decorar ese temblor en la voz.
Nuestro miedo es mayor; es como si nos asustara, más allá de lo razonable, el regreso al fracaso, el retorno a una vida miserable; como si nos espantara la muerte más que a otros, porque ya estuvimos muertos una vez y por eso sabemos de lo que hablamos.
Hasta los sueños se contaminan con tanto miedo; a pesar de la cama limpia, burlando dieciocho grados centígrados de frescura, el miedo empapa la almohada; es sudor helado que calienta el aire de la habitación, que te despierta de una puñalada, en medio de un grito, el corazón desbocado, adrenalina tempranera, dosis de alivio en vena —era solo un mal sueño—, siempre de madrugada.
El miedo es el estandarte de mi generación.
La mañana en la que expulsaron con deshonor brutal al muchacho cuya voz nunca escuché, olía a miedo.
Temblor en las piernas, aliento de pajarillo aterrado, de solo imaginar estar allá arriba, en aquel lugar de ignominia, donde la vida parecía acabarse, donde el silencio de cuatrocientas personas era el preámbulo a una apoteosis de la ira sectaria con que se cubriría a aquel infeliz, iluminado por la luz magnífica del amanecer.
El muchacho era de un pueblo cercano a la escuela. La noticia, susurrada con incredulidad, era que se marchaba con su familia, abandonaba el país, a la Revolución, ingrato apátrida que había sido obligado a presentarse primero en la escuela a solicitar la baja, pretexto para pasar entre baquetas, recibir denuesto tras insulto, ofensa sobre infamia, escoria que se va, gusano por ende, contrarrevolucionario ipso facto, hasta ayer uno de nosotros, ahora uno de ellos.
Algo así dijo el director. Creo que algo así dijo. No lo recuerdo, y me alegro por ello. Solo retengo la imagen del muchacho, callado, más pequeño que de costumbre, apenas notable, trasegando vergüenza, como lo hago yo ahora, por haber estado allí, ataviado en azul, coreando “vivas”, “mueran”, mientras comenzaba el éxodo del Mariel, los cubanos nos volvíamos a fragmentar y yo ni siquiera me daba cuenta de ello.
El miedo, tan cubano como las palmas.
El miedo enseña a bajar la voz.
Se dice “el gobierno”, se disminuye el tono. Se dice “ellos”, se susurra. Se dicen los nombres de los tiranos en silencio, en clave, con discreta mímica de lacayos.
Porque nuestro miedo es de otro tipo. No es el que enfría los testículos ante una pelea inminente. No es el miedo triste de ver marchitarse a los padres. No es el miedo mezquino de saberse muerto algún día. El miedo cubano es un miedo total, fabricado con precisión de orfebre, insertado con maestría de cirujano, inculcado con método de domador.
Es estar convencido de que no hay opciones, ¿para qué otra cosa? Es aplaudir, aprobar, asentir, la unanimidad, el monolito, la cosa gris, compañero, tú tienes problemas ideológicos, serios, inmadurez política, indefinición, no te mueres por la patria, no das vivas con la fuerza necesaria, tus “¡Abajo!” no traen el entusiasmo que nos caracteriza. Tú estás flojito, compañero, y te vamos a analizar.
El miedo enseña a gritar por miedo.
Una semana después se iba otro estudiante. Del mismo del mismo pueblo que el muchacho callado.
Pero este otro era un guajiro —también callado— de más de seis pies, con musculatura de gladiador y malas pulgas. La mañana en que vino a buscar su baja de la escuela caminó por el pasillo central, bajo la misma luz que tan bien iluminara nuestros autos de fe; saludó, estrechó manos, seguido por la mirada siempre curiosa de los profesores, atravesando el hedor matinal de la beca, sin que nadie intentara llevarlo a la plataforma de ignominia. La presidenta de la FEEM encontró algo más urgente que hacer en alguna otra parte, el director ni siquiera salió de su oficina.
Llegó, intocable, intocado, y se fue.
Porque el miedo es también selectivo.
Mi generación tuvo, tiene, miedo a hablar, a escuchar, a preguntar y a responder. Le teme además a los apagones, a que se acabe la mantequilla, a que la carne de res sea ilegal y a las guaguas que no se detienen en las paradas.
Mi generación se despierta en las noches atormentada por la idea de que está otra vez en el punto de partida, pero sin oportunidades de partir.
Mi generación ya no aprendió a quejarse en voz alta; a cambio, se sonríe turbada si alguien se resinga en la madre de Fidel, aunque esté a salvo de chivatos, en un anónimo apartamento español o en una ciudad polvorienta del norte mexicano.
Mi generación teme a quedarse sin algo, a carecer otra vez, a que un pionero llame a su puerta para invitarlo a participar en farsas electorales, a que alguien le llame apático, a que el próximo republicano asesine a las mulas y ciegue sus caminos de ir y venir.
Mi generación se muere dos veces, de miedo y después.
Mis mañanas huelen mucho mejor ahora.
Los miedos, pues son diferentes.
A que no me alcance el tiempo, al desempleo, al cáncer, al que textea y maneja, a que se inunde la ciudad otra vez, a que Manhattan vuele por los aires, a que suene el teléfono a deshora, a lo que acecha, a lo imponderable, a las posibilidades, a lo inexorable, a que un trozo de apestosa grasa se desprenda de la pared de una arteria, a un demente con ametralladora, a que un día no estemos juntos porque uno de los dos falte y nuestra burbuja, tan frágil, se vaya a la mierda.
Pero prefiero estos miedos, tan humanos, tan explicables; estos miedos que tuve que venir a buscar acá, y a los que me aferro con afecto.
Porque no me asustan tanto, al menos no tanto como aquellos otros, para los que sí tenía remedio.