La sopa de pescado del castrismo
Por Miguel Sales | Málaga | Diario de CubaSegún los últimos partes relativos a sus constantes vitales, el castrismo goza de una mala salud de hierro. Su presidente y primer secretario del partido único cumplió estos días 85 años, y su creador y símbolo cumplirá 90 en agosto. Los acreedores internacionales que durante decenios habían reclamado las deudas contraídas por La Habana, se apresuran a borrar de sus archivos los créditos impagados y se disponen a prestarle dinero fresco. Gobernantes legítimos, estrellas de la farándula, diseñadores abanicados y aventureros de las finanzas acuden en tromba a la Isla, ávidos de visitar el parque jurásico del socialismo tropical o de posicionarse con miras al capitalismo que creen inminente. Y su enemigo histórico, el Coloso del Norte que, según la propaganda, había sido la causa del fracaso económico y la política represiva del régimen, se rindió con armas y bagajes a los pies de la fortaleza inútilmente asediada y está a punto de entregar al general victorioso las llaves del Fondo Monetario y el Banco Mundial.
Desde que los alemanes derribaron el Muro de Berlín, allá por 1989, se suceden las cábalas sobre el fin del comunismo cubano. Tras la desaparición de la URSS en 1991, la fórmula de la agonía del castrismo ha pasado poco a poco a ser un tópico irónico. Ortega y Gasset, (que era una sola persona a pesar de lo que creía una ministra cubana que aseguraba que eran dos, "como Marx y Engels"), se preguntaba cómo era posible llamar Reconquista a una cosa que duró 800 años. Pues algo así sucede con el régimen de la familia Castro: no es posible llamar agonía a una cosa que dura ya más de un cuarto de siglo. Y comprobada la parsimonia faraónica con que se transforma, ni siquiera resultan adecuados términos como "transición", "evolución" o "metamorfosis".
Los politólogos tendrían que inventar otra taxonomía para clasificar esta especie de neosultanatos que combinan el rigor mortis político, con la crisis económica permanente y la lenta podredumbre social. En la actualidad, solo dos regímenes acumulan títulos suficientes para figurar en esa categoría: Cuba y Corea del Norte que, como todo el mundo sabe, son del mismo pájaro antediluviano las dos alas.
Para explicar la supervivencia del castrismo, los expertos suelen enumerar factores como la condición insular del país, la naturaleza totalitaria del régimen y el contexto de Guerra Fría en el que surgió, rasgos que sin duda contribuyeron a su consolidación y durabilidad. Menos atención se presta, en cambio, a otros aspectos como las ideas y creencias que obraron en sus orígenes y que todavía lo apuntalan, aunque sea por defecto.
El más importante de esos factores ideológicos fue la creencia, que muchos cubanos albergaron durante más de 100 años, de que la Isla estaba predestinada a lograr un protagonismo mundial que no guardaba relación alguna con sus condiciones físicas y que ese destino grandioso solo podría alcanzarse mediante la violencia revolucionaria. La explicación del origen y la evolución de este mito compensatorio excedería con creces el marco de este artículo. Por ahora cabe apuntar aquí que la fe en un destino nacional glorioso solo realizable mediante la revolución arraigó en una minoría ilustrada de la sociedad cubana a mediados del siglo XIX y, tras el fracaso de 1878 y la semivictoria de 1898 —sucesos en los que EEUU desempeñó una importante función—, se transformó en el mito de la revolución inconclusa.
La fabulosa promesa de libertad y prosperidad que la revolución encarnaba había quedado trunca y en suspenso, debido a la mala suerte y la injerencia de un poder extranjero. El imperativo categórico de las nuevas generaciones era reiniciar el ciclo revolucionario que culminaría la magna empresa redentora, la catarsis verdadera que salvaría a la patria y traería la felicidad al sufrido pueblo cubano. Esta teleología nacional-revolucionaria, que en el siglo XX incorporó no pocos conceptos marxistas, fue el motor de la revolución de 1927-1933 contra el presidente Gerardo Machado y la de 1957-1959 contra el presidente Fulgencio Batista, y contribuyó en gran medida a desacreditar las instituciones republicanas y a legitimar la violencia como instrumento político.
Las luchas mafiosas en la universidad, el matonismo de los grupos sindicales y la injerencia violenta de los militares en la vida pública tuvieron la misma raíz ideológica. En un contexto así, un grupo radical podía asaltar un cuartel del ejército en pleno carnaval, causar varias decenas de muertes y terminar amnistiado —y glorificado— apenas dos años después. Hasta los peores crímenes podían tolerarse o aplaudirse, siempre que se cometieran en nombre de la revolución.
Al concluir ese periodo, ¿qué ocurrió realmente en 1959? La mayoría de la gente pensaba que había caído un gobierno y la revolución traería otro, capaz de restablecer los derechos constitucionales, sanear la administración y proseguir la senda del desarrollo. Los más sagaces comprendieron que junto con el Gobierno se hundía el Estado y que la nación ponía su futuro en manos de un nuevo caudillo, más peligroso que los anteriores. Pero prácticamente nadie intuyó entonces que terminaba un ciclo histórico, que se cumplía un designio colectivo que había dinamizado la vida pública desde 1850.
El triunfo de Fidel Castro ese año suscitó la adhesión mayoritaria de la población porque era la ocasión, no solo de enmendar el rumbo de la República en algunos aspectos, castigar a los gobernantes venales o restaurar la Constitución de 1940, sino de proceder al ansiado "borrón y cuenta nueva" y concretar los profundos anhelos de identidad nacional y destino grandioso que venían germinando desde hacía más de un siglo. Nunca fue tan poderosa la ilusión milenarista de que era posible empezar de cero, abolir el pretérito y reinaugurar la Historia.
El cumplimiento de esta aspiración casi general y el fracaso posterior del régimen en todo lo que no fuera controlar el poder sine die y aplastar a la sociedad civil, agotaron la creencia en el destino nacional glorioso solo realizable mediante la revolución. Ese es el origen de lo que Julián Marías llama la crisis de la ilusión: "A medida que la pretensión colectiva de una sociedad se va cumpliendo y satisfaciendo, se va agotando; el horizonte se aproxima y en el mismo momento en que aparece como accesible, deja de ser horizonte y se convierte en el muro de una prisión. Esta es la forma de crisis en la que se repara muy pocas veces".
Esa fórmula describe apropiadamente lo que viene ocurriendo en Cuba los últimos años. Casi nadie cree que sea posible sacudirse el vetusto aparato totalitario y construir otro país, porque casi nadie alcanza a concebir un proyecto nacional capaz de ilusionar a un sector mayoritario de la población. El comunismo ha fracasado, en Cuba como en el resto del mundo, pero por ahora los cubanos no encuentran solución de recambio.
El escritor Václav Havel, primer presidente de Checoslovaquia tras la caída del imperio soviético, empleó la metáfora de la pecera para explicar esta situación. Cuando uno tiene una pecera y quiere convertirla en una sopa de pescado, la solución es sencilla: basta con aumentar la temperatura lo suficiente, durante el tiempo necesario. El problema empieza cuando, a partir de la sopa de pescado, se quiere volver a obtener un acuario.
La sociedad cubana se coció a una temperatura heroica durante más de un siglo. Ahora descubre con asombro que el país está abocado a un destino mediocre y que el sujeto histórico, la nación, se está desintegrando, entre la crisis demográfica y la sangría migratoria. ¿Y la revolución? Pues es lo más parecido a una sopa de pescado que uno pueda imaginar.