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De: cubanet201 (Mensaje original) |
Enviado: 24/06/2016 15:59 |
Encarceladas niñas de sus ojos
Estos ejemplares, que Latinoamérica hace pulular con maratónica habilidad, detestan todo lo que escape a la inmovilidad de sus
delirios, sus leyes maquiavélicas, sus consignas nacidas de un kitsch compulsivo, absurdo, multitudinario, hábilmente vendido como revolucionario
Luis Leonel León
Los dictadores no escuchan. Ni saben ni quieren escuchar. No conocen el placer del diálogo. A no ser para negar, aleccionar o arengar a sus contrarios, a quienes no piensan igual que ellos o no confían ciegamente en sus santos postulados, siempre macabros, siquiátricos, ineficientes, muchísimo más falsos que utópicos.
Estos ejemplares, que Latinoamérica hace pulular con maratónica habilidad, detestan todo lo que escape a la inmovilidad de sus delirios, sus leyes maquiavélicas, sus consignas nacidas de un kitsch compulsivo, absurdo, multitudinario, hábilmente vendido como revolucionario. De ahí que sean grandes populistas.
Aunque en sus cartas de presentación se hacen pasar por defensores del pueblo, a estos autócratas, que navegan en el espectro de los parlanchines y los asesinos, lo que verdaderamente les importa es instaurar reglamentos -y defenderlos con mano de hierro- que les propicien más y más control, si es posible el control absoluto, pues saben perfectamente que mientras más mecanismos e instituciones controlen, más poderosos serán.
Enemigos de las libertades individuales y la propiedad privada, el colectivismo es su bandera, y ellos, los únicos capacitados para dirigir las masas enardecidas, que jamás -aunque el proceso sea doloroso- deben abandonar la lucha y mucho menos virarles la espalda.
Son, por naturaleza, rivales acérrimos de todo lo que defienda el Estado de Derecho. Y para destruirlo, o al menos debilitarlo, suelen seguir dos caminos: eliminar o corromper la democrática separación de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) y controlar con voluntad zarista los medios de comunicación. Dos armas muy efectivas, con las que no en balde se sienten invencibles.
Por eso transforman a su conveniencia las Constituciones. Su mayor anhelo es legislar la ilimitada permanencia de su mandato. Y adoran regir los noticieros y los principales titulares de los periódicos como si fuesen -muchas veces lo son- encarceladas niñas de sus ojos.
Del ego, ni hablar. Los dictadores son los más peligrosos ególatras que existen. Enfrentarlos puede convertirse en una declaración de guerra o una sentencia de muerte. Se sienten dioses y a la vez odian a los dioses porque los sienten su única competencia.
Tienen que estar en todo. Enloquecen por protagonizar. Incluso certámenes de los que nada saben -y muchas veces, ni les gustan- pero que bien saben manipular para enaltecer sus gobiernos y hablar de sí mismos. Ni saben ni quieren callar. Siquiera para no hacer el ridículo. Un ridículo letal. Desde Hitler y Goebbels, promotores de odios e ideas descabelladas, hasta Fidel Castro, con sus interminables discursos y alucinantes peroratas en la Mesa Redonda, hasta que la vejez y la enfermedad se lo impidieron.
Frente a nuestros ojos está la tétrica lista latinoamericana de dictadores y de amantes de la autocracia, encabezada precisamente por el non plus ultra del populismo: Fidel Castro, seguido por su hijo bastardo, Hugo Chávez, los Kirchner, Rafael Correa, Evo Morales, el viceverdugo Raúl Castro y muchos otros. Una comparsa de delincuentes de cuello blanco y espíritu rojo, integrantes de esa tramposa entelequia que en 1996 el alemán Heinz Dieterich etiquetara como Socialismo del siglo XXI y que tanto mal ha hecho a la región.
Pareciera que empezamos a despojarnos de algunos de estos delincuentes. En Argentina Mauricio Macri sacó finalmente a los Kirchner del poder. La oposición venezolana se hizo de la mayoría de los escaños en la Asamblea Nacional. La brasilera Dilma Rousseff ha quedado suspendida de sus funciones. Jimmy Morales ganó en Guatemala. En Chile, Michelle Bachelet ha perdido un considerable número de seguidores. Y en Perú -aunque el voto de la izquierda le ayudó por carambola o porque no tenían más remedio- vale mencionar la victoria de Pedro Pablo Kuczynski (PPK).
Soplan, al parecer, aires de cambio. Pero no costará poco ni será fácil la recuperación. Se necesita sanear y reconstruir instituciones que la plaga populista, asociada al Socialismo del siglo XXI, ha herido gravemente (algunas ni existen, las han asesinado) y que son imprescindibles para el natural desenvolvimiento de la democracia. En Cuba y Venezuela tomará generaciones. El camino es inevitablemente largo. Pero -recordando el proverbio chino- siempre se comienza con el primer paso.
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La gloria soy yo
Los dictadores no quieren escuchar 2
Luis Leonel León
No hay duda: a los dictadores no les gusta el silencio. Le tienen fobia, lo odian. A lo que más temen es a no ser escuchados, a no ser tomados en cuenta.
Las dictaduras (sean de izquierda, derecha o ambidiestras) se reproducen por sus cantos de sirenas, amplificados por cuanto medio de comunicación engañen, traicionen o arresten. Y por cuanto inocente, snob o desvalido repita sus consignas. Los dictadores conocen el poder de la palabra. Y también el de las imágenes en libertad, a las que siempre deben domesticar.
Néstor Almendros, cineasta cubano ganador de un Oscar por The Blue Lagoon, decía que a los dictadores suele gustarles el séptimo arte. Ahí están Mussolini, Stalin, Perón, Mao, Hitler, Franco, los Castro, Kim Jong-il, incluso Chávez y hasta su eco Morales. Astutos y virulentos caudillos a quienes sedujo y seduce el cine, no como arte sino como medio de comunicación (o desinformación). Utensilio para inyectar y exportar su excéntrica ideología. Los dictadores no creen en el arte. Sólo en el kitsch totalitario –y utilitario- que estimulan y que les estimula. El arte nace en libertad, o en su búsqueda, y los dictadores, por naturaleza, aborrecen la libertad. Por eso más que fanáticos del cine, son celosos celadores de la televisión.
A los dictadores les molesta lo finito. Si hay algo que de verdad veneran (más allá de sí mismos) es la eternidad. Para estas crápulas de élite lo más cercano a la eternidad es gobernar eternamente, y en su afán de conseguirlo son capaces de cualquier cosa. Es curioso como desde que Fidel Castro se hizo del poder desaparecieron no sólo muchos de sus contrincantes sino también los aliados que vio como posibles competidores. Mientras él sigue ahí, como un cáncer victorioso. Un lunático monumento a nuestra incapacidad para extirparlo.
El caso de Castro es asombroso. Después de su apartamiento del poder -que como buen monarca entregó a su hermano- ha seguido firmando sus maniáticas reflexiones y compareciendo, aunque sea unos minutos, en eventos a los que es "invitado" para ser aplaudido, recitar sus ideales y decir tonterías. Trotamundos del disparate regional, no deja de lanzar sus desequilibradas clasificaciones a propósito de cualquier tema: lo que debe hacer el primer Papa latinoamericano, las Cumbres izquierdistas, el Congreso del PCC, Obama y el restablecimiento de las relaciones EEUU-Cuba, el calentamiento global. Cualquier cosa. Papel de viejo ridículo, diríamos los cubanos. Sólo daría risa si no fuera un chiste macabro. Pero el dictador va a cumplir 90 años y no hay quien le impida seguir timando y asfixiando la nación, sembrando el terror. Él y sus ecos.
No hay duda: a los dictadores no les gusta el silencio. Le tienen fobia, lo odian. A lo que más temen es a no ser escuchados, a no ser tomados en cuenta, a la duda, al razonamiento más allá de mitos, órdenes y proclamas. Abominan la justa competencia, el libre mercado, el liberalismo, la democracia, la información. Maldicen cualquier conjetura o anhelo que difiera de los suyos. Por eso embisten sin la menor tolerancia las voces que se niegan a servirle de coro. Voces que corren el riesgo de la mordaza y el olvido.
Y es tan delicada su propagación como sus emboscadas, su famélico armamentismo, sus fantasías imperiales, su rencor trasnochado. Mucho cuidado con subestimarles, como le sucedió a los cubanos hace más de medio siglo y a los venezolanos hace casi dos décadas. Sus sinrazones son muy peligrosas, aunque a veces parezcan sólo extravagantes necedades.
El mayor deseo de los dictadores es gobernar la eternidad. "La gloria soy yo" sería su canción preferida, el himno que escucharían cada mañana en una inmensa plaza atestada de fanáticos. Pero ni siquiera estos endiosados seres son inmortales. Eso sí: suelen germinar con increíble destreza. Inmenso peligro al que no siempre se le presta atención. De ahí que en las últimas décadas aumentaran su poder, número e influencia en Latinoamérica, frágil incubadora de estos huevos culecos traídos de la antigua Europa, donde también se secundan semejantes esquizofrenias. Pablo Iglesias, aprendiz aventajado y financiado de Chávez, es hoy día una amenaza real.
Siempre están al acecho. Las dictaduras son magnodemencias recicladas, atemporales epidemias disfrazadas de antídotos, delirios de grandeza que convierten la desdicha en institución sagrada, mientras el gran coro ríe en medio de la asfixia. No lo olvidemos: jamás podemos descuidarnos.
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