LA HABANA TAMBIÉN TIENE SU PRINCESA DE ÉLBOLI
Ella creyó que cualquier cosa era mejor que seguir en aquel miserable bohío en medio del monte
Por Jorge Ángel Pérez | LaHabana, Cuba | Cubanet
Aunque ella fue siempre muy pobre, mi amigo la llama princesa. Princesa de Éboli, y le hace profundas reverencias a las que ella responde haciendo un guiño con su único ojo. Se conocieron hace unos cuantos años, en la Terminal de Ómnibus. Allí él acostumbraba a buscar a sus “puntos” en los baños públicos, donde tenía sexo, mientras ella fingía ser parte de una multitud empeñada en conseguir un pasaje de última hora en aquella enorme “lista de espera”. Siempre llevaba espejuelos oscuros, aunque fuera de noche.
Algunas veces fue ella quien se llevó al “punto” que mi amigo había deseado en silencio; por eso, antes de llamarla princesa, le decía bruja. Lo de princesa sería unas semanas después, cuando se conocieron mejor, cuando él lo supo todo. Rafael, que así podemos llamar a mi amigo, la descubrió luego llorando, en aquel lugar donde antes estuvo la “Feria de la Juventud” y donde ahora se levanta la Sala Polivalente Ramón Fonst. Todavía él jura que al principio se alegró por el llanto de aquella muchacha, pero luego de entrar al baño y saciarse con “todo lo que encontró”, la volvió a ver, y ella lloraba todavía.
Rafael se detuvo entonces, y quiso saber qué le sucedía. Ella lloró más. Porque él insistió y hasta le hizo alguna caricia, ella se fue quedando tranquila y levantó la cabeza. “Y el aya de la francesa…”, dijo Rafael, y le quitó los espejuelos. Eso fue lo peor, cuando él miró su ojo izquierdo inflamado, destrozado casi. Entonces supo, mientras la llevaba al hospital, de aquel hombre que la trajo a La Habana para que se prostituyera y que la dejó unas semanas después para irse con un polaco, con quien los dos habían tenido sexo, a Varadero. Desde entonces la estuvo pasando muy mal, caminaba por el Vedado sin mucha suerte, pero insistió, siguió buscando la suerte.
Una tarde, después que volviera de Varadero, Reinier la descubrió en el instante en el que ella creía haber encontrado la suerte con un “yuma”. Salía del Hotel Riviera, después de pasar tres horas con aquel español. Ella no quiso responder al beso de Reinier, y él la tomó por los hombros, forcejearon. Ella salió corriendo, él detrás. Unos segundos después la alcanzó y le exigió el dinero. Ella le aseguró que jamás le volvería a sacar un centavo. Todavía cree que no debió decir tal cosa. Aún supone que lo mejor habría sido quedarse callada y entregarle los doscientos dólares que le diera el “yuma”, porque Reinier no tuvo piedad ninguna con la princesa que mi amigo Rafael quiere tanto.
Reinier tomó un palo que encontró tirado en la acera y la golpeó en la cara, una y otra vez, y le arrancó la cartera, y se perdió corriendo. Alguien la llevó al hospital donde la operaron con mucha urgencia pero no le pudieron salvar el ojo. Allí estuvo un tiempo ingresada, hasta que le dieron el alta, y le recomendaron que fuera a su casa, que hiciera reposo y tuviera muchos cuidados, pero ella deambuló por la ciudad, porque no iba a llegar a Oriente con un ojo de menos, mucho más si había venido a La Habana con los dos, y con muchas esperanzas. Fue en uno de esos días de intenso deambular cuando mi amigo la encontró sentada en un banco junto a la Sala Polivalente Ramón Fonst, y la llevó al hospital.
Los médicos que la atendieron ese día fueron los mismos que le advirtieron antes que de no hacer lo que recomendaban podría ponerse peor, y así fue, la infección enorme casi le afecta el ojo que le había quedado. Princesa estuvo ingresada mucho tiempo, y luego se fue a vivir con mi amigo, que vivía solo. A partir de ese momento él se ocuparía de ella, tanto, que para restar importancia al ojo perdido comenzó a llamarla Príncesa de Ébolí, y también Ana Mendoza y de la Cerda, que era el nombre de pila de aquella ilustre española que vivió en el siglo XVI y que estuvo muy cerca de Felipe II, y que hasta debió escuchar alguna vez el canto del castrado Farinelli.
Rafael ha sido un hermano para ella, pero la princesa jamás ha conseguido resolver sus angustias. Nunca sale de la casa de mi amigo. Él, para restar importancia al hecho dice que ella se tomó demasiado en serio lo del encierro de la tuerta española en el Palacio Ducal de Pastrana. Cuando hace fiestas en su casa Rafael le pone una gorguera muy pomposa que le encargó a un costurero en la ciudad de Remedios y un parche de color fucsia sobre el ojo que le falta. Ella aparenta divertirse, pero es la mujer más triste que he conocido. Supone que su familia en Oriente debe darla por muerta, y hasta se alegra. Nunca ha vuelto, nunca volverá, dice que no se va a aparecer por allí después de que salió completa.
Esta mujer que ahora tiene cincuenta años, piensa en lo que podría ser hoy su vida si hubiera tenido una feliz infancia. La miseria en su casa y las borracheras de su padre hicieron que aceptara la propuesta de Reinier. Ella creyó que cualquier cosa era mejor que seguir en aquel miserable bohío en medio del monte, por eso siguió los pasos del novio. Él le dijo que ganarían mucho dinero y se comprarían una casa. Todavía se arrepiente, y llora cuando piensa en su abuela, pero nunca volverá a ese lugar de donde salió completa hace tantos años, para mostrarse ahora con un ojo de menos. La princesa se contenta creyendo que sus coterráneos la suponen viviendo fuera de Cuba, en un país muy frío, con un marido bueno y muchos hijos, con sus dos ojos intactos, pero la verdad es que nunca más volvió a aceptar que un hombre la corteje. “Mi único hombre es Rafael”, eso dice y señala a mi amigo.