Efemérides Históricas
Aquel 5 de agosto de 1994
Cuando se cumplen 22 años de aquella revuelta que puso a temblar a la dictadura, sigo igual o peor
Luis Cino Álvarez | La Habana | Cubanet
No supe del Maleconazo hasta bien entrada la noche de aquel 5 de agosto de 1994. Me enteré de lo que había pasado cuando mi amigo El Coqui llegó a mi casa a ver si seguía vivo y no me había muerto de la depresión, como era de esperarse en un tipo de 38 años a quien su esposa de 22 lo había dejado sin más explicaciones hacía una semana (era mi segundo divorcio en menos de cuatro años) o me habían metido preso, lo que tampoco hubiera sido raro, teniendo en cuenta mis problemas políticos y las explosiones de rabia que tenía a cada rato, especialmente cuando quitaban la luz de noche.
Pero ese no era el caso. Esa noche no quitaron la luz, para que todos pudieran ver por la televisión como el Comandante se paseaba por el Malecón, unas horas después de que sus esbirros controlaran la situación, a palos, cabillazos y tiros, pero sin muertos, porque se cuidaron de que no los hubiera. El Comandante fue aclamado por algunos de los mismos que minutos antes gritaban improperios contra él y su régimen, y luego, se escurrían y se iban a casa.
En realidad, no vi la escenita en el NTV, no sólo porque no tuve estómago para eso, sino porque no tenía entonces ni televisor. Mi mujer y mi suegra, cuando yo estaba para el trabajo, sin avisarme, se llevaron el aparato junto con la grabadora, todos los casetes excepto los míos de jazz, las sábanas, las toallas, los cacharros de cocina, etcétera. O sea, que estaba en la más completa desolación. Solo, con los discos y los libros que no había tenido que vender y mi gato Freddie, que meses después devoraron ciertos hijos de puta hambrientos que nunca supe quienes fueron ―por suerte para ellos, porque entonces me hubieran tenido que meter preso por homicidio y canibalismo.
Coqui me avisó de lo que había pasado esa tarde en La Habana. Me contó de los cientos de personas que tiraban piedras, rompían vidrieras y gritaban “¡libertad!” por el Malecón, Galiano e Infanta. “Parecía que se iba a caer el gobierno”, me dijo. Por mí, tan jodido como estaba, se podía ir al carajo, no sólo el puñetero gobierno, sino el mundo entero y parte de la Vía Láctea.
Esa noche, salí a caminar por La Víbora, a tomar un poco de fresco, pero tuve que regresar al poco rato. La policía andaba muy nerviosa y registraba a los pocos que andaban por la calle. Por la calzada de Diez de Octubre pasaban, en uno y otro sentido, carros patrulleros y camiones y jeeps con militares armados.
Recuerdo que la mañana siguiente, cuando iba para el trabajo, por la avenida Porvenir pasaron rumbo a la Avenida del Puerto varios carros con ametralladoras y tripulantes con uniformes de camuflaje y caras de asesinos.
Con el paso de los días supe de los cientos de heridos y detenidos. Pero la gente ya no quería hablar más del Maleconazo, sino largarse del país, ya que el Líder Máximo, en una de sus perretas destinadas a sacarle vapor a la olla de presión a cuenta de los yanquis, había anunciado su decisión de no vigilar más las costas para que se fuera todo el que quisiera.
En los días siguientes se veía en la calle gentes con tablones, barriles de acero, gomas de camiones. Todo lo que sirviera para hacer una balsa y lanzarse al mar. Hablando a gritos, buscando un carro, un camión, que los llevara al mar. Como si de repente todos se hubieran vuelto locos por largarse y no tuvieran que ocultarlo más de chivatos y policías.
Triste, deprimido, harto de tanta porquería… Así estaba en agosto de 1994. Y ahora, cuando se cumplen 22 años de aquella revuelta que puso a temblar a la dictadura, sigo igual o peor.
Hoy, cuando los mandamases anuncian que vienen tiempos difíciles, cuando reina una atmósfera de desesperanza parecida a la de aquellos días oscuros de los 90, quise compartir estos recuerdos con ustedes, siquiera por desahogarme, para no reventar.