Bahía de Tokio, primera hora de la mañana de un dos de septiembre de hace 71 años y 23 minutos retransmitidos por radio a todo el mundo. De esta forma se ponía fin a la Segunda Guerra Mundial, con la firma del Acta de Rendición de Japón. En la breve ceremonia, tomaron parte una amplia delegación del gobierno japonés con Mamoru Shigemitsu, ministro de Relaciones Exteriores, y el General Yoshijirō Umezu, a la cabeza. Por parte de los aliados, estamparon su firma el general Mac Arthur como comandante supremo de las fuerzas aliadas o el almirante Chester Nimitz. Además de representates de China, Reino Unido, la Unión Soviética, Australia, Canadá, Francia, Países Bajos y Nueva Zelanda.
El primer acto había tenido lugar quince días antes: Del 13 al 14 de agosto de 1945 el Emperador Hirohito del Japón, que jamás había tenido contacto sonoro con sus súbditos, grabó el discurso que sería conocido como «玉音放送». Esto es, «Gyokuon-hōsō» en alfabeto occidental: la grabación de la voz joya. Este último matiz es fundamental su forma de hablar, en el estilo del japonés clásico (el llamado «bungo»), era prácticamente inentendible para la mayoría de los japoneses. En esta declaración emitida el 15 de agosto ofrecía simplemente la aceptación de los principios de la Conferencia de Postdam, siempre sin mencionar explícitamente la rendición.
En la víspera la resistencia de los generales más jóvenes llevó a que muchos historiadores como Francis Pike especularan con un posible golpe de estado. Los mariscales de mayor edad, Hajime Sugiyama, Masakazu Kawabe, Korechika Anami, bloquearon cualquier intento. La humillación de la rendición será vista como un delito moral para muchos de ellos, y algunos se suicidaron haciendo «seppuku». Las últimas palabras de Anami son sintomáticas: «Creyendo firmemente que nuestra tierra no deberá perecer jamás, con mi muerte pido disculpas humildemente al Emperador por el gran crimen».
Postdam vio ciertos principios inflexibles para las potencias aliadas: eliminar el potencial militar de Japón, revertir la ocupación asiática y establecer un régimen democrático, con «libertad de expresión, religión y pensamiento», que garantizara «los derechos humanos fundamentales». La parte más lírica del discurso de Hirohito decía de manera tácita la rendición, aunque con toda la pompa que merecía una monarquía centenaria:
«Por eso, si continuamos esta situación la guerra al final no sólo supondrá laaniquilación de la nación japonesa sino también, la destrucción total de la propia civilización humana. Y si esto fuese así, cómo podría proteger a mis súbditos, mis hijos, y cómo podría solicitar el perdón ante los sagrados espíritus de mis antepasados imperiales»
¿Quiénes eran esos sagrados espíritus de antaño? ¿Por qué EE.UU. y los aliados aceptaron no derrocar al Emperador, que consintió crímenes de guerra, cuando fueron implacables con Italia y Alemania? Todo empieza con un pequeño libro; quizá el más influyente que se haya escrito sobre Japón: «El Crisantemo y la Espada».
Estudiar la diferencia
Es imposible entender la antropología moderna, incluso todo el campo de los estudios culturales, sin mencionar el nombre de Franz Boas. Este alemán de origen judío, exiliado a Estados Unidos a finales del siglo XIX, es el padre del estudio de la «diferencia cultural». Su alumna más celebre, Ruth Benedict, fue su mano derecha en la Universal de Columbia en los años 20. Doctorada desde 1923, sus trabajo sobre los indios «pueblo» y especialmente su seminal «Patrones de la cultura» (que vinculaba la cultura con la interacción social) la hicieron famosa en el emergente mundo antropológico.
Su libro más influyente fue «El Crisantemo y la Espada», un estudio cultural únicamente realizado mediante entrevistas de campo, documentos e informes de la inteligencia estadounidense. Era un encargo del ejército de Estados Unidos, que veía extraño el comportamiento totalmente amoral de algunos soldados japoneses. Define a estos como: «agresivos y apacibles, militaristas y estetas, insolentes y corteses, rígidos y adaptables, dóciles y propensos al resentimiento cuando se les hostiga, leales y traicioneros, valientes y tímidos, conservadores y abiertos a nuevas formas».
La parte fundamental, sin embargo, era su análisis del carácter mesiánico, incluso nacionalista, que tenía el Emperador de Japón Hirohito en la psique de los japoneses. Lo demostraba con una anécdota:
«Durante las maniobras del Ejército en tiempo de paz, cuando un oficial salió con su regimiento, dando órdenes de que nadie bebiera de su cantimplora sin mandarlo él —en el entrenamiento del Ejército japonés se da gran importancia a la capacidad de marchar durante cincuenta o sesenta millas sin interrupción, bajo condiciones difíciles—. Ese día, veinte hombres cayeron de sed y agotamiento durante la marcha, y cinco de ellos murieron. Cuando examinaron sus cantimploras se comprobó que no las habían tocado. «El oficial había dado la orden. Él había hablado en nombre del emperador»
Benedict analizaba la Monarquía japonesa en el sentido de aquellas propias de las islas del pacífico, donde los Reyes eran representantes de la soberanía nacional y era impensable entender cualquier República. Es célebre su parlamento sobre cómo la Monarquía japonesa es tan importante para los ciudadanos del sol naciente como la bandera de las barras y estrellas:
«El emperador se convirtió de este modo en un símbolo situado fuera del alcance de las controversias internas. De la misma manera que la lealtad a las «Barras y Estrellas» está en Estados Unidos por encima y más allá de los partidos políticos, así el emperador era «inviolable». El comportamiento del norteamericano ante la bandera está rodeado de un ritual que consideraríamos inapropiado para cualquier ser humano. Los japoneses, sin embargo, daban la mayor importancia a la humanidad de su símbolo supremo —podían quererle y ser correspondidos—. Se extasiaban cuando él «dirigía sus pensamientos hacia ellos». Dedicaban sus días a «aliviar su corazón». En una cultura basada tan plenamente en los lazos personales como ha sido la japonesa, el emperador era un símbolo de lealtad mucho más importante que una bandera».
Según Florentino Rodao, profesor de Historia en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense y experto en Japón, «el libro de Benedict ayudó en la idea de unas reformas profundas basándose en las instituciones ya existentes». El departamento de Estado, ya para 1942, afirmaba que «un canon completo de la democracia» no podía «ser impuesto» por una potencia externa: exigía la colaboración de los propios ciudadanos japoneses. Nada, entonces, se podría hacer sin contar con las viejas autoridades, tal como vio Joseph Grew, el embajador de EE.UU. en Japón.
Hacia la reconstrucción
Bajo estos planteamientos, la ocupación japonesa de los Estados Unidos buscó mantener la continuidad con las antiguas instituciones, aún con ciertos procesos políticos a los militares más belicosos. Algunos soldados, de hecho,no aceptaron la rendición y actuaron por cuenta propia, como recoge bien William Webb en su libro «No Surrender!». El director de cine Akira Kurosawa dio un testimonio del alivio del la muchedumbre, alejada del ejército, y recuerda que poco después del 15 de agosto «la gente en las tiendas estabacuchicheando con caras sonrientes como si se prepararán para una fiesta el día siguiente».
El hombre de la situación de Estados Unidos seráDouglas MacArthur, que había dirigido con éxito la campaña del Pacífico en el teatro sur. A principios de octubre de 1945 MacArthur entró en Tokio con su mujer y su hijo de ocho años, teniendo el mando de Comandante Supremo. Sus primeros decretos buscaban la libertad de prensa, fuertemente restringida en los tiempos de guerra, y el procesamiento de los altos cargos militares, especialmente los desafectos. De aquí a final de 1945 se desmovilizaron más de 7.000.000 de hombres vinculados a las Fuerzas Armadas Japonesas, según el pionero estudio de Lewe van Aduard sobre la rendición.
Los despachos de MacArthur eran claros sobre cuál era la prioridad de los militares estadounidenses: «económicamente e industrialmente y también militarmente, Japón estaba exhausto y agotado. Su estructura de gobierno estaba controlada por las fuerzas de ocupación y solo operaba de manera mínima para evitar el caos social, la enfermedad y la hambruna».
El contacto entre los vencedores y los vencidos fueron escasos al inicio, y la ocupación no fue siempre agradable para los conquistados. El autor japonés Eiji Takemae recordó en una obra reciente que existieron conflictos en Yokohama o Chiba, que incluían robos e incluso violaciones. Las cortes militares, al inicio, hicieron la vista gorda a estos crímenes, aunque con el tiempo se estabilizó la situación. El mercado negro, la prostitución y las ruinas eran fenómenos comunes para los japoneses. Yukio Mishima en «Los años verdes» hace una descripción melancólica de este Tokio de la posguerra siguiendo al protagonista Makoto:
«Después de haber comido en la azotea, donde habrían tenido calor de no ser por una brisa bastante agitada, los dos amigos bajaron la vista para contemplar desde el antepecho de ladrillo la ciudad de Tokio en ruinas. En el distrito donde se encontraban, lo único que permanecía intacto eran los edificios de esta universidad desde donde ahora miraban. Más allá, a lo lejos,también quedaban en pie el edificio de Matsuzakaya y algunas edificaciones del parque de Ueno. Pero eran como salpicaduras en una llanura devastada, como pequeñas islas solitarias en un mar de ruinas. Se mostraban discordantes y feas, semejantes a restos estúpidos, a supervivientes en un naufragio. A Makoto le hubiera parecido más hermoso un paisaje de ruina completa, sin supervivientes. Lejos de asemejarse a una ciudad europea en ruinas, a lo sumo parecían restos de hogueras».
De la hambruna al éxito
Económicamente, Estados Unidos dio circulación a créditos de millones de dólares, y resolvió también el déficit crónico de comida a través de las importaciones, según el análisis posterior de Andrew Gordon en «Postwar Japan as History». Poco a poco, el país salió de la crisis y una década más tarde se volvieron a cifras de la preguerra. En estos años 50 se alcanzó un crecimiento del 9% cada año, algo prácticamente «milagroso». Para Bowen C. Dees, parte de este «milagro económico» se estableció por una educación «exigente» que «requería más ciencia y matemáticas» que en otros países.
Este será el Japón de películas como «Giants and Toys» (Kyojin to gangu) de Yasuzo Masumura, donde se muestra la feroz competencia industrial, o «Cerdos y acorazados» (Buta to gunkan) realizada por Shohei Imamura, en la cual se radiografía la corrupción derivada del dominio estadounidense. Para Rodao, la ocupación americana «fue positiva» los primeros años, pero la tensión posterior con la Unión Soviética cambió «el sentido de esta». Ahora bien, como ha visto Gordon, muchos dilemas sobre el imperialismo japonés quedaron todavía sin solucionar. Del 45 al 46 se pergeñó la nueva Constitución, que se estableció como una reforma dentro de la ley, fuera de la ruptura, y fue ideada por Milo Rowell y Courtney Whitney, bajo las ideas de MacArthur. El artículo fundamental es el 9:
«Aspirando sinceramente a una paz internacional basada en la justicia y el orden, el pueblo japonés renuncia para siempre a la guerra como derecho soberano de la nación y a la amenaza o al uso de la fuerza como medio de solución en disputas internacionales. Con el objeto de llevar a cabo el deseo expresado en el párrafo precedente, no se mantendrán en lo sucesivo fuerzas de tierra, mar o aire como tampoco otro potencial bélico. El derecho de beligerancia del estado no será reconocido»
Era el final de una época: fue aprobada el 3 de mayo de 1947. Los juicios en abril de 1946 a los criminales de guerra (Yoshio Kodama, Tsuji Masanobu, Nobusuke Kishi, etc.) desterraron por largo tiempo el militarismo en el país. MacArthur protegió a parte de la aristocracia que tuvo relación con estos crímenes, para no debilitar la Monarquía representativa de Hirohito.
Con la guerra acabada, solo como un recuerdo, el protagonismo era de los jóvenes. Gran parte del testimonio de las nuevas generaciones, que vivieron bajo la opresión de sus mayores, se inmortalizó en la novela clásica del periodo «El ocaso» (1947) de Osamu Dazai:
«Los adultos nos han pintado la revolución y el amor como las mayores tonterías de este mundo. Antes y durante la guerra, nos lo habíamos creído. Pero, desde la derrota, ya no confiamos más en ellos».