Represión, disidencia y diálogo
Aunque algunos grupos importantes de la disidencia contemplan una
plataforma social y económica, las cuestiones políticas han predominado en su discurso
Edición del diario Granma con discurso de Fidel Castro del año 1987.
La ola represiva no se detendrá en Cuba. Hay otra disidencia en la Isla y Fidel y Raúl Castro lo saben. No son hombres y mujeres valientes que desafían el poder, porque forman parte del mismo. No gritan verdades porque se ocultan en la mentira. Ni siquiera se mueven en las sombras. Habitan en el engaño. Son los miles de funcionarios menores —y algunos no tan menores— que desde hace años desean un cambio. Pero esos “disidentes” siempre han optado por el silencio, el oportunismo y la espera del momento más conveniente a sus intereses personales. No hay que depositar esperanzas, ni políticas ni de otro tipo, en ellos.
Luego de tantos años en el poder, los hermanos Castro han avanzado considerablemente en convertir a la nación cubana en un cuerpo amorfo, incapaz de la menor iniciativa, donde sus miembros luchan por sobrevivir y esperan cualquier oportunidad para distanciarse del futuro nacional, ya sea mediante la emigración o el acomodo.
Desde el punto de vista económico —y contrario a lo que podría pensarse inicialmente—, un agravamiento general de la situación no tiene que ser necesariamente un detonante social. Son las diferencias en los niveles de vida —que se intensifican a diario— las que más fácil prenden la mecha. La incapacidad del sistema cubano para satisfacer las necesidades más elementales, la carencia de un futuro mejor para los hijos, son la expresión social de un problema económico. Son estas las que desencadenan protestas de mayor alcance.
Como ha estado demostrado desde que asumió la presidencia del país, Raúl Castro no está capacitado para dirigir un desarrollo económico que satisfaga las necesidades de la población, pero sí ha logrado ―al igual que con anterioridad hizo su hermano― mantenerla bajo un sistema económico de subsistencia. Solo que la contrapartida a la ineficiencia de las empresas estatales ha sido una economía clandestina —la bolsa negra, el “trapicheo”, el “sociolismo”—, indiscriminada y personal.
La naturaleza centralizadora y represiva del régimen siempre ha impedido crear otra contrapartida en suelo cubano que no sea esta. De esta forma, el reverso económico del modelo cubano está en Miami. Sin embargo, este modelo es al mismo tiempo conocido y ajeno para el cubano de a pie. Fuente de fantasía, esperanza y envidia. Tampoco es posible esperar que puedan trasladarse de inmediato patrones laborales, condiciones empresariales y características propias de una nación súper desarrollada, en cuanto a capacidad macroeconómica y dominio tecnológico mundial, a un país empobrecido como Cuba.
Para la mayoría de la población de la Isla, la disidencia es una alternativa política, pero no económica. La alternativa económica no radica en la denuncia opositora sino en el mercado negro. Aunar estos aspectos ha resultado imposible, en parte porque el gobierno ha dictado normas —y momentos— que se acercan y difieren a la hora de juzgarlos y condenarlos.
Es en el terreno social y económico donde se define en gran parte la batalla por la calle. Además de enfrentar una fuerte represión, toda organización disidente que intente hacer llegar su mensaje a la mayoría de la población tiene que otorgarle preferencia a los temas sociales.
Aunque los grupos más importantes de la disidencia interna contemplan una plataforma social y económica, las cuestiones políticas han predominado en su discurso. Esto no ha dejado de ser una limitación.
La única organización dentro de Cuba ―que no se puede considerar disidente en el sentido político, pero sí independiente del gobierno en cuanto a objetivos y recursos― con un avance sistemático aunque limitado en lograr una presencia en la calle es la Iglesia Católica. Un ejemplo de las posibilidades de avance y las grandes limitaciones de cualquier diálogo con el Gobierno de La Habana.