Cuando Liudmila (nombre cambiado) se pone a contar historias de sus romances, siéntese y compre un café, pues la charla pica y se extiende.
Locuaz, ingenua y frívola. Esas son las tres cualidades que distingue a esta joven de 25 años nacida en un batey del centro de la Isla que huele a humo, melaza de caña y cagajones de caballo.
Se fue para La Habana, como casi todas las muchachas, huyendo de la pobreza material y falta de futuro en un caserío de familias aburridas que se acostaban a las nueve de la noche, y cuyo esparcimiento era los domingos. Ese día, bebían aguardiente de caña como piratas, asaban un cerdo en púa o improvisaban un guateque campesino.
Hay jineteras de la Cuba profunda que arriban a la capital en lúgubres trenes que vienen desde las provincias centrales y orientales y apuestan por vivir en la ilegalidad, ejerciendo el oficio más viejo del mundo entre la permisividad oficial, la extorsión de los proxenetas y la ilusión de conocer a un tipo del primer mundo que las saque del país vestidas de blanco.
Esa era la meta de Liudmila. Su ídolo de infancia no fue una estrella de cine. “Era la hija de una vecina del batey que se había casado con un canadiense, tenía cuatro hijos hermosísimos y todos los años visitaba a su madre manejando un Audi rentado, cargada de paquetes e invitaba a los amigos a beber cerveza importada”, recuerda Liudmila, mientras una y otra vez cuenta unos dólares arrugados en una mesa de un Publix a tiro de piedra de la bahía de Miami.
“No soy una belleza que deslumbre, pero tampoco fea que asuste. Y tengo un cuerpo que pa’qué”, y da una vuelta en redondo para mostrar su figura. Recorrió más de cuatro mil kilómetros desde Ecuador en busca de su particular sueño americano. “Reuní dinero ‘luchando’ (prostituyéndose) en La Habana. Cobraba 15 o 20 chavitos (cuc). Si estaba en la fuácata, cobraba menos. Una vez me acosté con uno por una comida y un pomo de champú L’Oreal”, confiesa, y añade:
“La Habana es un buen mercado. No solo puedes ligar extranjeros, también cubanos, ya sean residentes en la Yuma (Estados Unidos) o macetas (con dinero) que viven allá y te pagan 20 cuc o más. No tengo tabú. Negros, blancos, amarillos, hombres, mujeres, viejos o viejas”.
Liudmila llegó a Miami el día de Acción de Gracias de 2015. Se deslumbró con las calles limpias y asfaltadas, casas pintadas, los rascacielos de Brickell e innumerables automóviles vistosos que ruedan en la ciudad del sol.
“Todavía me paso horas mirando los autos. Mi meta es comprarme un Ford del año. Es el coche que me gusta”. Por ahora se conforma con un Chevrolet Camaro de 2004. “Aquí es un tareco, pero en Cuba este carro no baja de 25 mil dólares”.
Al llegar a Miami, sin hablar inglés y con décimo grado, intentó buscar trabajo. “No apareció nada. Solo cuidar viejos o fregar platos”, cuenta Liudmila. No pocos cubanos suelen sobrevalorar sus conocimientos y consideran que deben ocupar puestos de trabajo mejor remunerados.
“Más que descarados o desconsiderados, muchos de los compatriotas que están llegando a Estados Unidos son ingenuos. Desconocen lo que es vivir en un país extremadamente competitivo”, explica Dunia, quien trabaja de mucama en un hotel de la cadena Marriot y hace ocho años reside en Miami.
A pesar de lo avanzado de la conexión a internet en la sociedad estadounidense, donde cualquier información está al alcance de un clic, numerosos cubanos recién llegados siguen estando tan desinformados como en Cuba.
Liudmila es de ésas. No le pregunte por ningún acontecimiento en su país o el mundo. Internet para ella es conectarse a la red de redes y por la aplicación IMO, previo acuerdo con sus parientes pobres en Cuba, charlar naderías y fanfarronear con fotos y mentiras sobre sus aspiraciones netamente materiales.
Los días entre semana, Liudmila se llega a Miami Beach a ver qué pesca. “Tengo amigas cubanas y dominicanas que también lo hacen. En la playa uno no va a putear, pero anda a la caza de un buen partido. En las discotecas sí se flirtea descaradamente. A un ligue le puedes sacar 150 dólares o más. Las putas de lujo cobran 400 la hora. Con ese dinero extra, más la ayuda y bonos de comida del gobierno americano puedo girarle dólares a mi familia en Cuba”.
Como a la mayoría de los cubanos de la última hornada de emigrantes, a Liudmila no le interesa la política. “Lo mío es el sexo. Ni Obama ni Fidel ni Raúl van a resolver nuestra jodedera. Cuando tus opiniones políticas no coinciden con las del gobierno, te traen problemas y las autoridades pueden prohibirte la entrada”.
Liudmila va a lo suyo. Su sueño es llegar al batey donde nació en un auto rentado, repleta de regalos, con ropa a la moda y luciendo joyas de oro. Las otras facetas de la vida no tienen demasiada importancia. Al menos para ella.