Estrenada en el Festival Internacional de Cine de Toronto en septiembre y haciendo una gira europea y norteamericana, se encuentra la segunda película de Carlos Lechuga, Santa y Andrés, producción del cine independiente cubano. En diciembre aspira también a presentarse en el Festival de Cine de La Habana, aunque las probabilidades de que esto ocurra son más bien pocas.
Se trata de una historia inspirada en la vida de escritores y artistas rebeldes que han sido censurados o perseguidos por la Revolución, de cuya larga lista el autor evoca a Reinaldo Arenas, René Ariza, José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Lydia Cabrera, Guillermo Cabrera Infante, Néstor Almendros, Carlos Victoria, Esteban Luis Cárdenas, Manuel Granados y un abundante etcétera (que se extiende hasta nuestros días).
Su protagonista, un escritor acosado por las autoridades debido a sus opiniones políticas, en 1983 vive recluido en una cabaña a medio construir en los campos de una provincia oriental y, aunque sigue escribiendo secretamente, debe esconder su novela en la letrina, porque las autoridades también prohíben esa actividad suya.
Incidentalmente, es homosexual. Pero a diferencia de tanto relato reconciliatorio que hemos visto últimamente, esta no es la única divergencia que tiene con la Revolución. Nunca hace una declaración directa de sus opiniones, pero sabemos que sus celadores lo acusan de contrarrevolucionario. En ningún momento percibimos en esta película ni la fe de alguien que solo quiere ser aceptado por sus preferencias sexuales, ni la distracción de alguien que, una vez toleradas sus preferencias sexuales, olvida que el mecanismo esencial de la censura sigue en pie. El protagonista es un disidente. Por primera vez en el cine hecho dentro de Cuba esta figura aparece representada positiva y valientemente.
Cuando el relato comienza, Santa, una joven campesina miembro del Consejo Popular (uno de los "factores") ha recibido la tarea de impedir que Andrés asista a un Foro por la Paz que se celebrará en la provincia y haga declaraciones contra el Gobierno. De manera que, apertrechada de un taburete, se sentará frente a la puerta de Andrés para que no vaya a comprar ni azúcar durante tres días, y ahí empieza la relación entre dos soledades.
Se pudiera objetar que hay imprecisiones históricas: si bien muchos escritores han sido acosados, e incluso han sufrido cárcel, y también tuvieron que ocultar su obra por la inminencia real de un registro, si bien a los disidentes se les impide asistir a cada visita de un Papa o cualquier evento internacional de importancia que ocurra, esta tarea es ejecutada por la Seguridad del Estado misma, no por las organizaciones de masa. La lleva a cabo más bien el personal de la "sección de los que no hablan" de la policía política, especie de autómatas programados para decir "No puedes salir" o, simplemente, apresar. No hay manera posible de establecer algún contacto humano con ellos —por lo menos posterior a la época del hallazgo de la palabra por el Homo Sapiens—. Los "factores", por otra parte, nunca tendrían acceso al expediente secreto de nadie, como se muestra en la película.
Podría inquietar, además, el hecho de que la historia es narrada de manera minimalista, como ofreciendo apuntes de la vida de los personajes, más que en una progresión dramática sólida. Pero en su defensa se puede decir que en Santa y Andrés interesa más la urgencia por la denuncia y el símbolo que el arco dramático de los personajes o la precisión documental, y eso podemos sentirlo. La ficción, por otra parte, nada debe al rigor histórico.
Hay una escena sobre el odio político como fenómeno de intimidación social que es memorable. Registra el momento exacto en que una persona deja de serlo para convertirse en sustantivo: en disidente, en judío o en pájaro (y a partir de entonces cualquier violencia es permitida). Este momento está representado en la película de manera inobjetable: sin énfasis y de un golpe, como pasa en la vida.
Está ocurriendo algo curioso en el cine cubano. Últimamente se está empezando a nombrar a quienes detentan verdaderamente el poder (que son los militares y su policía secreta) y a culparlos. En particular, en dos recientes producciones de jóvenes realizadores (El acompañante, de Pavel Giroud, y Santa y Andrés), estos personajes aparecen como malvados estrictos, sin atenuantes, y se trata de un maniqueísmo deliberado. Fenómeno interesante, porque suele ocurrir en el cine cuando termina una dictadura (pasó con Franco, con Videla, con Pinochet. Parecería que el nuestro quiere anticipar el balance histórico.
Previsiblemente, el ICAIC va a censurar Santa y Andrés. Sería bueno que a pesar de ello el autor decidiera quedarse en la Isla, ocupando el lugar que le pertenece en el arte cubano.