Visité La Habana en el apogeo de la Revolución castrista (1974) y ya todo indicaba que pocas cosas podrían evitar el colapso que llegaría 2o años después.
En 1974 Fidel Castro estaba en el apogeo de su poder real, aquel que emanaba de una sólida alianza con la URSS y que le permitía ser temido hacia adentro y hacia afuera de la isla.
Todo olía a decadencia en La Habana; sus calles destruidas, su sistema de transporte vetusto y a todas luces insuficiente, ese tufillo a vejestud que se percibía por todas partes y sobre todo la pobreza. Esa que los cubanos llamaban revolucionaria, los piadosos digna y los lúcidos invocaban por su nombre: pobreza, siempre pobreza.
Pocas veces observé una sociedad ostensiblemente más injusta. Los hombres del gobierno disfrutaban de un bienestar que para el cubano común era inalcanzable. Pero los soviéticos, con sus propios lugares y privilegios, suponían una raza superior a la que no alcanzaban ni siquiera los nacionales beneficiados por pertenecer a una burocracia por demás aplastante.
Todo era mentira en la Cuba de Castro. La igualdad era solo un enunciado para repartir la nada; la revolución un estado de excitación permanente para maquillar las largas horas sin trabajo ni actividad alguna, el peligro de la invasión un alerta permanente para evitar caer en el letargo de la nada misma.
Recuerdo una larga charla con Mons. Césare Sacchi, el Nuncio Apostólico en la isla, mantenida en el lujoso palacio en el que residía “preso en jaula de oro” como me repetía con triste ironía.
Recuerdo sus cuentos acerca de las dificultades que padecía la Iglesia por esos años, frente a un régimen autoritario que no la prohibía ni lo hacía con el ejercicio de la religión, pero que al poner todos los empleos en la órbita del Partido Comunista sometía a los cubanos a una opción de hierro: si eran católicos no podían ser comunistas, y si no eran comunistas no podían trabajar. A partir de ahí…que eligieran lo que más les gustase.
El cubano, cordial y alegre por naturaleza, se transfiguraba cuando se convencía de que quien le preguntaba sobre la realidad no era un espía ni ponía en riesgo su seguridad. Entonces se abría y hablaba sin temores acerca de las carencias, del racionamiento y siempre, invariablemente, sobre sus ganas de irse en búsqueda de mejor vida.
Agobiante aquella Cuba del “apogeo socialista”. Sin libertad, sin futuro y sin comida. Poseída por un poder externo que la despreciaba y contenida por un régimen propio que la sojuzgaba.
Un país en el que todos tenían acceso a la salud -aunque muy limitadamente en la región rural- y a una educación que en mucho se parecía al adoctrinamiento. pero que por obra y magia de la propaganda podía exportar aquel modelo con la fuerza suficiente para que millones de jóvenes del mundo entero terminaran creyendo que el socialismo de Castro era la vía hacia la felicidad.
Rara ensoñación que poco y nada tenía que ver con lo que se observaba en las calles de aquella Habana solo soportable con el recuerdo de Hemingway, la belleza del paisaje y mucho mojito -acompañado de silencios y palabras quedas- en la Bodeguita del Medio.