A los vecinos con casas con vistas al
Cementerio de Santa Ifigenia les ordenaron cerrar las ventanas
Secreto hasta la tumba
Por Alejandro Armengol | Cuba EncuentroEn momentos en que se realizaba la ceremonia de depositar las cenizas de Fidel Castro en el cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba, los cubanos seguían sin conocer detalle alguno sobre su tumba.
En silencio y con un funeral a puerta cerrada. Así fue la despedida del hombre que ha hablado más en Cuba, durante más tiempo y por todos los medios posibles, y con mayor impunidad. Y como todo en su vida, el secretismo marcó también su adiós. La ceremonia fue estrictamente privada.
A los vecinos con casas con vistas al cementerio les ordenaron cerrar las ventanas.
No había detalles de quienes asistían: familiares y “algún dignatario”, se dijo, pero nada más. A la hora en que los obreros cerraban el nicho, la televisión retransmitía el acto de la noche anterior. Si querían ver algo nuevo, lo que ocurría en esos instantes, tenían que resignarse a esperar.
La última morada de Castro se pudo ver una vez terminada la ceremonia, cuando abrieron la puerta y finalmente los cubanos pudieron entrar, y entre ellos algunos reporteros internacionales. Las fotos del lugar aparecen hoy en la prensa de todo el mundo. Raúl Castro realizando el saludo militar frente a la tarja en la que se lee “Fidel”; los militares distraídos por un momento mientras los trabajadores llevan a cabo las labores imprescindibles, al igual que en cualquier entierro.
Ha existido un interés primordial y presente en todo momento para que toda la pompa y circunstancia, alrededor del funeral de Fidel Castro, sea singular y al mismo tiempo de una sencillez demasiado elaborada, así como de una excepcionalidad casi cotidiana.
Todo a partir de un empecinamiento en negar la muerte como acto natural.
A las razones políticas para mantener en la población la idea de la permanencia de Castro, como razón de Estado y de continuidad, se unen otras, que van de los escrúpulos y prejuicios provincianos a la reafirmación del mito histórico.
En primer lugar, un profundo desprecio hacia La Habana. Las cenizas de Castro solo se hacen presentes a los habaneros en el momento que abandonan la ciudad, rumbo a oriente, al “campo”. Hay en este recorrido final tanto de rememoración y viaje a la semilla como de acto de purificación. La vuelta al origen como señal de reafirmación.
El intento de negación del reposo, el refuerzo del gesto, el querer estampar esa actividad siempre febril que los diez últimos años de vida del caudillo diluyeron por completo. Los cubanos no han podido ver las cenizas de Castro en reposo. Cuando por primera vez se las muestran ya el vehículo está en marcha. A partir de entonces se inicia el camino donde a cada paso habrá espectadores estáticos, viendo pasar el cortejo, que no llega a concebirse en —no puede llegar a ser— una marcha triunfal como la anterior, pero que no obstante quiere rescatar lo que pueda de la premura y esencialidad guerrillera: cuatro vehículos militares rusos UAZ y un armón para una caravana de siete autos; austeridad bélica confiada en la disciplina que por décadas se ha impuesto a la población.
Uno llega a preguntarse si el parón de uno de los UAZ, en las calles de Santiago de Cuba, no fue el simple resultado de una fábrica de vehículos de conocida deficiencia, y formó parte de esa ceremonia, orquestada con precisión operática, para ser precisamente todo lo contrario de una ópera: muestra de sencillez, fervor y obediencia.
Baste por un momento imaginar lo que hubiera ocurrido, durante el entierro de Hugo Chávez, si la carroza fúnebre se hubiera detenido. Y entonces se comienza a comprender la distancia que transita de un sistema a otro, de un gobierno a otro, de un país a otro.
La multitud vestida de rojo que se abalanzaba sobre el auto que transportaba el ataúd de Chávez no tiene nada que ver con el control imperante en Cuba, que hizo posible que, desde el borde de la carretera, los cubanos vieron pasar las cenizas de Castro sin arriesgar un paso adelante, una lágrima de más o de menos, o de lanzar una exclamación que no hubiera sido programada hasta en la imaginación.
Con tan estudiado ajuste de tiempos —una incineración inmediata y un dilatado ceremonial con escenarios muy bien escogidos a quien mostrarse y cuando—, es muy posible que fuera el propio Fidel Castro quien elaborara una salida de escena tan pausada, como para que los cubanos se cansaran, aburrieran de su muerte, y apenas por un minuto desearan detener el reloj.
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