Salí hacia el exilio en tres gomas de tractor infladas hasta la mitad. Estuvimos cinco días en el Océano Atlántico. Nos recogieron 29 millas de Cayo Hueso, en 1972.
Actualmente reparo prendas y me dedico al oficio de joyería y relojería en Miami. Al mismo tiempo vendo pinturas y hago marcos para mis cuadros. Y tengo mi propio negocio.
Emilio Izquierdo Jr, de Bahía Honda: Al cumplir los 18 años de edad fui internado en los campos de concentración de la UMAP. La razón que pusieron en mi causa fue: católico activo. También por ser hijo de un preso político por delitos contra los poderes del Estado. Mi padre había ayudado económicamente a los alzados contra Fidel. Tenía que ir a una alambrada porque era hijo de mi padre, practicaba la religión activamente en la parrroquia de Bahía Honda. También me acusaron de reunirme con masones. En junio de 1966 me llevaron a los campos de concentración de la UMAP en Camagüey. En el entronque de Cunagua nos recibieron con ametralladoras y un despliegue policial increíble como criminales convictos. Nos concentraron en el estadium de Morón. Había hasta ametralladoras antiaéreas y no venían aviones sino indefensos jóvenes. A la población del lugar le dijeron que para esos campamentos venía lo peor de la sociedad. Eramos criminales convictos sin juicio y sin delito alguno. Los alambres de púas eran hacia adentro para que no pudiéramos escaparnos. Estuve allí dos años preso. En Cuba siempre los crímenes se heredan. Uno es el hijo de... y como mi abuelo había pertenecido a la Guardia Rural eso influyó y decían los comunistas que yo era nieto de un esbirro. Pero el problema fundamental es que los jóvenes que fueron llevados a la fuerza a la UMAP no accedían dejarse adoctrinar, se mantenían en organizaciones fraternales. Incluyendo a la religión yoruba, afrocubana. El primer fusilamiento fue a Alberto de la Rosa, que le decían Eleguá. La Asociación de Ex-Confinados Políticos de la UMAP la creamos en septiembre de 1995, para denunciar estos crímenes ante el mundo. En la actualidad Emilio Izquierdo es chofer delimosina, atendiendo a altas personalidades artísticas de distintos países del mundo, que visitan Miami.
Cecilio Lorenzo nació en Cabaiguan, como él mismo dice en un humilde bohío de yaguas y piso de tierra en el centro de una colonia de caña.
"Entre al campo de concentración de la UMAP a los diecisiete años de edad, y salí casi a los veintiuno. A nosotros nos fabricaban expedientes que decían falsedades: a uno le ponían homosexual, adictos a las drogas, vago habitual, alcohólico, lacra social, pero no importaba lo que la persona fuera o dejara de ser. En mi caso dirigente de religiones fraternales. Los expedientes eran una monstruosidad. Sin embargo, los delincuentes que se plegaron al régimen no fueron para la UMAP. A mí me acusaron de vago habitual y de tener un taller de joyería desde los catorce años. Los campamentos estaban formados por 120 reclusos. Unos 25 cuadros de mando y guarnición. El régimen de trabajo forzado empezaba de cuatro y media a cinco de la mañana y terminaba al oscurecer. Después de una clase política obligatoria y a las 9 de la noche silencio. Cuando alguien se fugaba levantaban a todos por la madrugada y nos disciplinaba castigándonos marchando, corriendo, entre un campo rodeado de alambradas. Recibíamos castigos corporales y físicos, además de castigos psicológicos hasta juicios sumarísimos que podía llevar la pena de muerte. En nuestros campamentos se firmaba y ejecutaba las penas de muerte, sin tener que ir a otro mando militar. A los Testigos de Jehová los condenaron a todos a cuatro años de privación de libertad por negarse a cumplir la disciplina militar. Vi enlazar a mis compañeros y arrastrarlos con un caballo de kilómetro de distancia y llegar tinto en sangre. Al Testigo de Jehová Luis Fortún le dieron golpes en el piso hasta desprenderle el pómulo. Nosotros nos mutilábamos y cortábamos los tendones para poder ir a algún hospital, porque nos tenían incomunicados. Desde allí tratábamos de comunicarnos con la familia. No teníamos contacto con el mundo exterior. Vine en 1980 cuando el Mariel. Tuve que dejar a mi mujer y a mi hijo. Actualmente soy el dueño de una joyería en Hialeah, donde trabaja toda mi familia.
Al amigo Alejandro Rodríguez, testigo excepcional del presente hecho
Elegua era un negro feo cuando llegó con 17 años a nuestro campamento y se arrimó a la gente del ambiente. Tú sabes lo que es el ambiente, ahora le dicen así, pero cuando estábamos sometidos por los españoles, eran sociedades secretas de negros cubanos, y se precisaba honorabilidad para ser ñáñigo.
Lo que te contaré ocurrió una mañana. El sol, en el cañaveral, era un infierno. Yo (2) era rápido cortando caña, pero mi compañero de pareja, ese día, estaba enfermo. Ninguno de nosotros era campesino. El grupo nuestro era de La Habana. Corría el año 1963, que fue cuando se promulgó la Ley del SMO (3). Nosotros éramos soldados castigados, pero como nuestras faltas no merecían elevarse a un tribunal militar, optaron por enviarnos a Camagüey, donde se inauguraban los campamentos de concentración de la UMAP.
Nuestra situación en la zona de Florida, un pueblo de Camagüey, no era como la de los civiles -homosexuales, lumpens, testigos de Jehová y demás religiones. Estábamos presos, pero sin alambradas ni guardias de garita.
Al principio, nosotros sólo éramos 20 reclutas. Luego iban llegando a nuestro campamento los reclutas de otras provincias, y en uno de esos grupos llegó el negro Elegua. Nadie quería cortar caña con Elegua. La caña se corta en pareja. Elegua siempre se quedaba rezagado y yo tenía que ayudarlo.
El día de los sucesos, después que los camiones nos condujeron hasta el campo, el negro no tenía pareja en el corte, y yo le dije: "Elegua, ven conmigo". En el cañaveral, temprano en la mañana, el frío y la niebla te hacían creer que estabas en Londres, pero a las 9, cuando el sol subía, te dabas cuenta de que estabas en Cuba. La hoja de la caña tiene vellos de mujer que son puñalitos que te torturan el cuello, y el sol es una lluvia de fuego, y la tierra, una sartén sin grasa, ardiendo con un fuego subterráneo.
En el cañaveral no hay posibilidad de pisar en firme. Algunas cañas crecen retorcidas y arrastrándose. A las 11 de la mañana, y sin adelantar aún el tramo que justificara el "diez", Elegua salió a la guardarraya, donde una pareja de reclutas que sí habían terminado la mitad de la norma se permitían un descanso.
Los dos reclutas fumaban tranquilamente sus cigarros cuando vieron al negro caminar hasta ellos. "Ahí viene… está puta", dijo uno. "Es que cortar caña no es para' to'el mundo, asere)", dijo el otro. Elegua se detuvo. "¿Qué vola?", saludó. "Oye", dijo uno, "cerca de aquí está el teniente". El negro no contestó. Entornó los ojos y miró el azul del cielo. "Déjenme el cabo", fue lo que dijo.
Cuando le alcanzaron el cigarro, se acomodó sobre un terrón. "Esta noche tengo vuelo. Iré al batey".
"Esa mulata te va a complicar, asere".
"Aquí to'el mundo se fuga".
"Sí, es verdad", dijo uno, "pero el teniente está encarnado en tí".
"No tengo miedo":
"Hay que legislar, asere. Hay que pasar estos tres años sin pro", dijo el otro.
Dando grandes saltos, entre los surcos alguien se acercaba. Sin habérselo propuesto, los tres reclutas habían formado un círculo, y nadie habría llegado hasta el lugar sin ser visto.
"¿Tú sabes quién viene por ahí?", preguntó uno.
"¿Quién?", dijo el negro mientras le daba la última chupada al cigarro.
"El teniente".
"Vaya, vaya, vaya…", empezó a decir el teniente. "Pero si están en un picnic. ¿No me invitan?"
Los tres reclutas se incorporaron en posición de atención militar.
"Pero continúen, continúen", ordenó el teniente con sarcasmo.
Los reclutas volvieron a la posición anterior. Por educación, se sentaron dándole el frente al jefe del campamento. Quizás desde que los había visto ya había revisado el trabajo de los reclutas, o quizás no y lo que le importaba era el surco de Elegua. Quizás tampoco miró el surco de los reclutas, y mucho menos el mío y el de Elegua, a quien suponía incapaz de cumplir la norma. Para arribar a una conclusión, sólo debía dejarse arrastrar por la cólera.
"¿Así que los demás cortando, y ustedes conversando?", masculló el teniente a través de un sucio mocho de tabaco.
"Nosotros terminamos la mitad de la norma, teniente. Además, ya casi es la hora del almuerzo".
Elegua alzó sus ojos hasta la cara crispada del teniente. Y el teniente seguía diciendo: "El verdadero revolucionario no tiene norma. Si termina su norma, debe entrar a otro surco".
La naturaleza había maltratado a Elegua a la hora de su nacimiento. No por negro, sino por feo.
Especialmente la pupila enrojecida de sus ojos, y cuando los alzó, su fealdad se acentuó, dándole al rostro un involuntario desafío. Y mientras el teniente hablaba, se fijó en aquella mirada.
"Y tú, ¿qué me miras?"
El negro bajó los ojos sin contestar. Pero el teniente Mora siguió hablando: "No vayan a pensar que por ser yo el jefe, de presentarse la ocasión, no soy capaz de entrarme a trompadas con cualquiera de ustedes. ¡A mí hay que respetarme de hombre a hombre! No me gusta que me miren mucho.
El problema de Elegua consistía en no poseer otra cara para mirar al mundo y que el mundo lo mirase a él. Sorprendido, volvió a levantar, sin el menor asomo de violencia, sus buenos pero feos ojos. Y como le cuento, su cara fea, especialmente la pupila enrojecida, quedó al descubierto.
Cerca del lugar había un grupo de árboles a donde había llegado el camión del almuerzo. Desde todas partes se oía: "Llegó el almuerzo… llegó el almuerzo".
Los dos reclutas, Elegua y el teniente estaban en otro mundo. Yo caminé hasta el lugar, con un presentimiento malo.
"Buenos días, teniente", creo que dije, para suavizar la situación. Pero nadie ya podía escucharme. El teniente sabía quiénes eran los ñáñigos en el campamento. Era con quienes prefería conversar. En ocasiones, delante de aquellos hombres, ridiculizaba al negro Elegua con órdenes absurdas. Claro, sin llegar al extremo en que la dignidad puede quedar maltratada para siempre.
Pero aquella mañana, cierta calma en Elegua, con su cara fea, exasperó al veterano de la Sierra Maestra. Y el teniente repetía: "No me gusta que me miren mucho, coño".
El teniente hablaba, y Elegua hacía como si con él no fuera. Y en el paroxismo de su cólera, nos gritó: "¡Firmes!" Y parándose frente al negro, burlón, le preguntó: "¿Quién te habrá puesto Elegua, ¿eh?"
A la orden de "firmes", Elegua se había incorporado, sin darse cuenta de que en la mano sujetaba un largomachete "made in China". El teniente interpretó en ello cierta amenaza. Varios cortadores que se dirigían a donde el camión del almuerzo escucharon las voces. Entre los testigos había varios ñáñigos, y el teniente los había visto.
Recordó entonces que el negro Elegua quería, algún día, juramentarse en el juego. Y comenzó a decirle: "¿Y ese machete? ¿Piensas utilizarlo? No, no te lo creo. Pa'eso hay que tener pantalones, ¿oíste? Es más, ¿quieres que te diga la verdad aquí, delante de to'el mundo? Pues te la diré: Tú no tienes cojones pa'darme un machetazo".
En honor a la verdad, hay que aclarar una cosa: aquellos machetes chinos tenían el filo de una cuchilla de afeitar, y el machete se movió solo. Es verdad que Elegua alzó la mano, empuñando el filoso artefacto. Y cuando la bajó, el codo no se había separado de la cintura. Quiere decir, Elegua no estiró su brazo con ensañamiento. Sencillamente, el arma viajó sola, impulsada por su peso, abriéndose paso en la carne.
"Hay, coñó, me diste".
El teniente, que siempre andaba con una pistola al cinto, hundió su mano en el aire cerca de la cintura. Pero ese día no la llevaba, y sus movimientos inútiles se repitieron varias veces. Yo he visto a un hombre matar a otro de un disparo, pero cuando me fijé en la cabeza del teniente, vi su sombrero de guano picado por el costado. La piel, de esa parte de la cara, desde el cráneo hasta poco más abajo de la oreja, le colgaba.
Me le acerqué y con mis manos sujeté el pedazo de pellejo con la oreja. "Estése quieto, teniente", creo que dije.
Elegua era el más asustado. La visión de la sangre lo había enardecido, y gritaba palabrotas mientras blandía el machete.
Entonces sí que llegaron gentes de todas partes. Viene el político del campamento corriendo, y armado con una pistola. Elegua se dio a la fuga y el político apuntaba con el arma. Apretaba el gatillo, sonaban los disparos. Pero no lo tumbó.
A Elegua lo capturaron al siguiente día, no recuerdo cómo. En cuanto al teniente, éste me apartó a un lado, y solito fue caminando hasta el camión. El mismo sujetaba su trozo de carne sin desamayarse.
En 72 horas organizaron el juicio. Cuando la población sometida supo que el fiscal sería David La Roche, del Tribunal Revolucionario de Oriente, dieron a Elegua por muerto. Improvisar un juicio en pleno monte no era nuevo. De cuando en cuando llegaban noticias de fusilamientos en otros campamentos.
Al recordarlo todo pienso que Elegua se puso fatal. Porque si hubiera sido otro teniente. Pero el teniente Mora era el sobrino del jefe de toda la UMAP.
Ese oficial, David La Roche, vino y me dijo: "Alejandro, tú que viste lo ocurrido, ¿estarías de acuerdo con la pena de muerte?"
No tuve miedo de contestarle: "El teniente Mora no está muerto. Si el teniente Mora estuviera muerto, yo estaría de acuerdo con la pena capital, porque nadie tiene derecho a matar a nadie. Pero el teniente Mora no está muerto. Además, yo vi cómo el teniente Mora lo provocó. Fue una humillación, y Elegua no supo lo que hacía".
Mi declaración trajo por consecuencia que no compareciera yo como testigo en el juicio. Tampoco citaron a los otros dos reclutas.
Cuando lo recuerdo todo, se me hace la idea de que Elegua pensó que no lo iban a fusilar. El juicio lo celebraron en el batey La Tumba. Estaba presente la plana mayor de la UMAP y grupos de prisioneros de los diferentes campos de concentración.
Durante el juicio noté en el rostro del negro cierta alegría. Seguro estaba recordando a los testigos de Jehová. A ellos los fusilaban de mentira, con balas de salva. Pero al final, cuando el juez dijo: "Condenado a muerte por fusilamiento", el rostro del negro cambió de color.
Nadie sabe de qué parte de Cuba eran los integrantes del pelotón que lo fusilaría. A Elegua lo condujeron hasta un claro, donde crecía una ceiba. Yo me encontraba entre cientos de presos. Hubiera querido despedirme del ecobio (7), pero no me habría visto: éramos muchos. Y Elegua caminaba, mirando hacia la tierra, con las manos amarradas a la espalda.
Con una soga larga ataron su cuerpo a la ceiba. En su rostro, según recuerdo, había calma, como si pensara que sólo querían asustarlo. Pero después que el pelotón hizo formación frente a él, y un oficial dijo "Preparados", y se hizo un silencio que a mí me pareció la llegada de la muerte, y el oficial dijo "Apunten", vi en él el horror de quien inesperadamente y en un instante termina por comprender que ha llegado la última hora.
El oficial gritó "¡Fuego!", y Elegua, relajado todo su cuerpo, no pudo impedir que la punta de la quijada se le hundiera en el pecho. Luego ese mismo oficial desenfundó su pistola, se acercó a la cabeza de Elegua y le dio el reglamentario tiro de gracia.
En los días sucesivos, sin nadie proponerlo, hubo duelo en nuestro campamento. Nadie hablaba. Ese ha sido el silencio más grande que he escuchado en mi vida. Luego ese silencio se fue debilitando, y la vida a poco recobró su brío. Después de todo, fusilados, o en la cama de un hospital, algún día todos moriremos.
Cuando el teniente Mora salió del hospital, no creyó en la historia del fusilamiento. Con una pistola comenzó a buscarlo por los campamentos. Yo he pensado que el machetazo de Elegua llegó hasta ese lugar donde se organizan las ideas.