Empresarios criollos en el país del invento
“Todo lo que usamos viene de los basureros. Lo traen los buzos”
Por Ernesto Pérez Chang | La Habana | Cubanet
Cuando Marcos enciende los artefactos, en el barrio no se escucha otra cosa que no sea el ruido ensordecedor de su peculiar Centro de Producción. Algunos vecinos cierran puertas y ventanas no solo para menguar las molestias sonoras sino porque saben que, detrás de ese sonido, llegan fuertes olores a barnices, aguarrás y a plástico quemado, también densas nubes de polvo de barro, yeso y vidrio.
Pero a muy pocos les molesta que Marcos encienda sus artilugios incluso antes de la salida del sol o que, en ocasiones, los apague más allá de la medianoche. Tanto el ruido como las polvaredas, aunque se pudiera sospechar que sean la causa de un posible aumento de los casos de diversas enfermedades en esa pequeña localidad en las afueras de La Habana, les proporciona a muchos de sus habitantes un empleo bastante seguro y, hasta cierto punto, bien remunerado.
Marcos quisiera poder comprar otras máquinas más modernas o tener suficiente capital para proveer a sus trabajadores los medios de seguridad requeridos y poder cuidar del entorno pero, según él, es imposible. Todo cuanto existe en su fábrica improvisada, la cual ha levantado en el patio de su vivienda, lo ha conseguido en vertederos o como resultado del desguace de talleres estatales abandonados:
“Nadie me dio las máquinas. Ninguna es original. La moledora de plástico la armó mi cuñado con piezas que le trajeron del vertedero. Una de las cuchillas es un molino de hace más de cien años y el cajón es una bala de gas vieja. La pulidora la armamos con un motor que recuperamos de un taller. Todo es inventado, aquí no hay nada comprado en una tienda. Es que no hay tiendas para eso, ni tampoco puedes traerlos de afuera (del extranjero). Todo esto ha sido armado a pulmón”, asegura Marcos.
En el taller de Marcos toda la familia trabaja para echar para adelante un negocio que da empleo a más de treinta personas. Los ancianos y los niños pulen y pintan las piezas cuando salen del horno o de los moldes; las mujeres alimentan las trituradoras o acomodan los productos en las cajas. Los hombres se encargan de los trabajos más fuertes. Cargan los sacos de la materia prima que usan, funden el plástico y el plomo y, cuando hace falta, escarban en los basurales cercanos en busca de cuanto desecho pueda ser transformado en un objeto vendible, sobre todo en adornos baratos para los hogares o en suvenires para los extranjeros que visitan la isla:
“Aquí trabaja todo el mundo. Mi sueño es tener algún día una fábrica de verdad. Una fábrica con los apellidos de mi familia, algo que pueda heredar a mis nietos y que ellos se sientan orgullosos de sus padres”, dice Yania, la esposa de Marcos.
Ella fue la que avivó la idea de fundar el taller cuando su esposo salió de la cárcel y no encontraba un buen trabajo. Un primo les habló de lo bueno del negocio y, como tenían un patio amplio en un barrio apartado y con gente necesitada de trabajo, decidieron lanzarse a la aventura del “cuentapropismo”.
“Es difícil. Muy difícil porque hay pocas cosas a favor”, comenta Yania cuando le pregunto si reciben apoyo estatal para el desarrollo de la empresa: “Todo consiste en pagar impuestos y ya. También jugarle cabeza al Estado porque siempre están listos para cerrarte el negocio. Yo he trabajado para el Estado y te digo que con nosotros son más extremistas que con ellos mismos. A las empresas del Estado se les perdona todo aunque no produzcan nada, a nosotros nos llevan contra la pared. Aun así se sobrevive porque este es el país del invento. De todo tenemos que encargarnos nosotros. Comprar la pintura, el yeso, las botellas, mantener las máquinas y rezar porque no se rompan porque no hay manera de buscar otra que no sea buscando por ahí, inventando”.
La fábrica de Marcos y Yania no es única. En otro barrio cercano, también estratégicamente apartado, hay otras “empresas privadas” que dan empleo a decenas de personas que pudieran quedar en una situación económica difícil de no existir tales opciones de trabajo.
Daniel y Abel también viven de transformar desechos en productos vendibles. Han levantado una fabriquita en la finca de ambos siguiendo una estrategia similar a la de Yania y Marcos. Al igual que ellos, no han tenido apoyo estatal para crecer como verdaderos empresarios.
“Sería bueno un poco de apoyo”, opina Abel: “Solo queremos modernizar el taller, arreglar las cosas que siempre nos señalan los inspectores y que no debían hacerlo porque ellos saben que aquí en Cuba nada funciona como debe ser. A los cuentapropistas quieren exigirnos como si nosotros fuésemos magos. El gobierno dice: ´hay que producir´, ´hay que tener iniciativa´ pero ya, todo se queda en palabras. Yo produzco, tengo iniciativas y qué hago con eso solo. Se necesitan recursos y ¿dónde los busco?”.
Frente a la fábrica de Daniel y Abel, construida en lo que fuera un corral de cría de aves, todas las mañanas se congregan los llamados “buzos”, hombres y mujeres de esos que escarban en los basurales en busca de objetos reciclables. Daniel es el encargado de comprarles aquellas cosas que luego usan como materia prima para la fabricación de pozuelos, escobas, adornos, piezas de fontanería.
“Todo lo que usamos viene de los basureros. Lo traen los buzos”, comenta Daniel: “Si nosotros pudiéramos crecer como empresa, miles de personas se beneficiarían. Nosotros solo podemos comprar una parte de los que nos traen. Aunque por aquí mismo hay otros talleres. Mira, eso es algo que el Estado no quiere ver. Nosotros producimos cosas que el gobierno no produce, ¿no crees que sería bueno para el gobierno ayudarnos, apoyarnos? Es como si no les importara. Cuando se trata de gastar dinero meten la cabeza bajo la tierra como el avestruz, por eso estamos así”.
Daniel y Abel emplean a unos veinte trabajadores en el taller. No obstante, desde su fundación hace ya unos dos años han pasado por allí unas cien personas, lo cual nos hace dudar sobre los beneficios que reciben.
“Pagamos relativamente bien, más que el Estado, tratamos de resolver un problema, pero es que no podemos producir todo el año. Más del cuarenta por ciento de las ganancias se nos van en salarios. Eso es mucho y no tenemos condiciones para hacerlo. Contratamos gente y cuando vienen los periodos de baja, tenemos que cerrar. A veces se te encarnan los inspectores y si no tranzas con ellos te cierran y son días y días sin producir. Te acorralan. Además, aunque todo marche bien, no puedes asegurar vacaciones, no puedes pagar certificados médicos, no puedes cubrir los accidentes laborales y así una serie de cosas que son causa de ese desamparo que sufrimos los cuentapropistas. Visto desde afuera, sin analizar la situación real, te ven como un explotador, un tipo inhumano, pero no tienen en cuenta que esto es sangreado, esto funciona a sangre y fuego y con el miedo a que vengan y te cierren el negocio sin más ni más”, afirma Daniel.
Cuando se habla del sector privado en Cuba se pudiera pensar en realidades muy diferentes de las que vive la mayor parte de los emprendedores de la isla o, sencillamente, circunscribir las más favorables opiniones a ese espejismo creado por las experiencias de políticos y celebridades foráneas cuando comen, beben y celebran en restaurantes, clubes y casas de renta que, en su mayoría, han sido financiadas por el capital foráneo o por la corrupción interna y, por tanto, no dan cuenta de la otra cara de un ilusorio doblón de oro.
Ernesto Pérez Chang — Jueves, febrero 2, 2017