De vez en cuando un fantasma recorre los pasillos de la Casa Blanca. Es la sombra de Marx. Solo que no se trata del filósofo denso sino del comediante ágil.
Ocurrió durante los años del expresidente George W. Bush. Ahora, en versión corregida y empeorada, se repite con Donald Trump.
En una de sus mejores películas (Duck Soup), Groucho Marx advierte luego de ser nombrado jefe de Estado: “Mi gobierno será todavía peor que los precedentes”. Groucho lo dijo en broma, Trump lo hace en serio.
El nuevo mandatario no pretende ser divertido, y todo eso que dice a la ligera no debe interpretarse como broma. La mayoría de las veces es otra cosa: insultante. Intenta imponer su realidad al país y para ello cuenta al menos con dos instrumentos, que le resultan esenciales.
El primero está formado por gente sin alma que pierde la calma. Uno es su secretario de prensa, Sean Spicer, quien carece de las agallas y la integridad para rechazar las órdenes de salir y engañar —y al que cada vez es fácil comparar con aquel portavoz de Saddam Hussein que cotidianamente ensartaba inventos sin pudor. Otra la asesora presidencial Kellyanne Conway, una especie de ministra de propaganda que dice una cosa ahora y dos horas más tarde quien la oyó comprueba que ha mentido. Otro más es el asesor político Stephen Miller, que recientemente dijo que “los poderes del presidente para proteger a nuestro país son muy sustanciales y no serán cuestionados”, al más puro estilo norcoreano.
Por sus declaraciones y modos de proceder, todos ellos se han ganado el crédito para figurar en cualquier comedia de los hermanos Marx.
Pero hay otras figuras en el entorno de Trump que provocan más miedo que risa. Y son con estas que el presidente piensa imponer esa visión del mundo que lo caracteriza.
A este segundo grupo pertenece Steve Bannon, la figura más influyente de la Casa Blanca. Representante de la ultra derecha más radical de este país, Bannon se ha definido a sí mismo como un “leninista” que “quiere destruir todo el establishment”, según el diario español El País.
Y para destruirlo todo, hay que empezar por algo: la prensa y los servicios de inteligencia.
Trump está elaborando una serie de represalias contra los servicios de inteligencia. Hasta cierto punto, esto le resulta más fácil y necesario que emprenderla con los servicios noticiosos, como hace a diario.
Más allá de negar acceso y practicar el menosprecio —al menos hasta el momento—, el gobernante no parece dispuesto a extender sus acciones. Estados Unidos no es un país de “nacionalizaciones” o “intervenciones” de los medios de prensa, hasta ahora, repito.
Sin embargo, con los servicios de inteligencia Trump puede llevar a cabo medidas que, por otra parte, no son nuevas: las puso en práctica George W. Bush.
Para alguien como Trump, establecer un mayor control sobre los datos de inteligencia, restarle autonomía a las instituciones que los elaboran y analizan, se traduce en oír solo lo que se quiere escuchar.
Tras el 9/11 la administración Bush determinó que las agencias de inteligencia del país eran ineficientes, y se creó la Oficina de Planes Especiales. Bush quería que le dijeran que existían vínculos entre Hussein y Al Qaeda, en lugar de aceptar la realidad que escuchaba de Langley: que dichos vínculos no existían.
Bush quería escuchar y hacer creer a todo el mundo que en Irak existían armas de exterminio masivo.
Al final, el entonces mandatario impuso su realidad y todavía seguimos sufriendo las consecuencias. Con Trump ocurrirá lo mismo. Y lo peor es que no podremos reírnos, como en las películas de los hermanos Marx.