Desde hace más de cien años la Manzana de Gómez es punto de referencia para los habaneros. «Lo compré en la Manzana de Gómez», «Lo vi en la Manzana de…», «Cerca de la…» son frases recurrentes cuando se alude a este edificio que enmarcan las calles San Rafael y Neptuno, y Monserrate y Zulueta. Tuvo en sus inicios una sola planta, con sus cuatro esquinas en chaflán, vértices de dos galerías interiores y, en un tiempo, cubiertas. Galerías que se cortan en diagonal. Entre 1916 y 1918 se le adicionaron cuatro niveles al edificio y se le dotó de ocho ascensores; dos por cada una de las calles que lo encuadran. Esos pisos, fragmentados en 560 cubículos, se dedicaron a oficinas, aunque también funcionaron en la Manzana las academias comerciales Pittman, en el segundo piso, y Gregg, en el quinto. En uno de esos cubículos radicó la Institución Iberoamericana de Cultura, que presidió don Fernando Ortiz, y no pocas legaciones y consulados tuvieron en estos sus oficinas. Allí tenían sus bufetes muchos abogados y también la revista Show, de Carlos M. Palma, de enorme circulación en Cuba y en todo el ámbito hispánico; fuente imprescindible para conocer el mundo de la farándula cubana. Una lectora, que firma solo como Margarita, me pide que aborde este tema y voy a complacerla ahora que se dice que la Manzana será transformada en hotel, y su historia seguirá confundiéndose con su leyenda.
Ver y dejarse ver
Desde 1832 existieron tiendas que llamaban la atención de los habaneros. Muralla era la calle comercial por excelencia, aunque también tenían importancia Mercaderes y Oficios, así como otras vías transversales y próximas. Entonces, los lugares para refrescar se llamaban neverías. La primera que existió en La Habana, se dice, se ubicó en la esquina de Acosta y Oficios y era propiedad de un tal Juan Antonio Montes. El entretenimiento de la vecinería se reducía en lo esencial a las fiestas y las procesiones religiosas, las paradas y los desfiles militares. Un entretenimiento muy recurrido era el de pasear por la calle de los Mercaderes y de la Muralla, que presentaban por las noches, con sus numerosas tiendas alumbradas por lámparas y quinqués, el espectáculo de un gran bazar o de una feria.
El primer paseo con que contó La Habana fue la Alameda de Paula. Con el tiempo, los sitios de preferencia para la compra y el entretenimiento se desplazaron hacia otras zonas. Hacia mil ochocientos cuarentitantos, el Paseo del Prado había corrido ya a la Alameda como lugar de moda. Con el advenimiento del siglo XX, la vida pública cubana experimentó transformaciones importantes, pero la tradición siguió imperando en lo privado. Se mantuvo la caminata callejera con el objeto de ver y dejarse ver. La calle Obispo fue el centro del visiteo matinal, como el Paseo del Prado fue el lugar de cita en las tardes. Por las noches, luego de las funciones teatrales, se llenaban los vestíbulos de los hoteles Inglaterra y Telégrafo y los más jóvenes se extendían por la calle San Rafael y la Acera del Louvre. Después de los espectáculos nocturnos, y también por la tardes, era frecuente que las familias acudieran a El Anón del Prado, donde su propietario, José Cagigas, tenía fama de elaborar los mejores helados y refrescos de la época. Contiguo a este establecimiento, situado originalmente en la calle Habana entre Obispo y Obrapía, estaba la barbería de Donato Milanés, de la que eran clientes habituales Manuel Sanguily y el mayor general Mario García Menocal.
En los alrededores del Parque Central se reunían todas las nacionalidades posibles, pues al hotel Inglaterra, con su paradójico patio andaluz, seguía un restaurante de tipo norteamericano y el Café de París, y, al cruzar la calle, un expendio de chocolate con churros del más puro estilo madrileño, mientras que en los portales del cercano Hotel Plaza trataba de imponerse el cubanísimo buñuelo acompañado de café. Ya casi en Neptuno esquina a Zulueta se abría el Café Alemán, cuyo piso superior ocupó durante años el aristocrático Unión Club antes de trasladarse a la casa llamada de las cariátides, en Malecón No. 17. Por Prado, cruzando Virtudes, estaba el Club Americano, y allí, con su bandera, el portero uniformado y el frío del aire acondicionado que se escurría hasta la acera, seguía, que yo recuerde, en 1963.
Nuestro pequeño Wall Street
Eran escasas las calles asfaltadas; muchas estaban empedradas y otras eran de piedras apisonadas. Por temor a los mosquitos el agua que se acumulaba en los charcos callejeros se desinfectaba con petróleo. La gente insistía en que la leche se le sirviera directamente de la ubre de la vaca. De manera que esos animales permanecían durante todo el día amarrados a la puerta de las lecherías en espera de que el cliente, que acudía al lugar con un jarrito, pidiese un real o un medio del líquido. Al final de la jornada les colocaban los cencerros a aquellos cuadrúpedos y en caravana los trasladaban hasta más allá de la calle Belascoaín, donde, en los espacios que ocuparían luego el Nuevo Frontón —actual CTC— y el Mercado Único, se hallaban los potreros. Había asimismo tropeles de cabras en la ciudad, sobre todo en la zona que va de Galiano a Belascoaín. Y fuentes para que bebieran las mulas y los caballos que tiraban de coches y carretones.
El centro del comercio y los negocios se ubicaba en torno al Parque Central y muy especialmente en O’Reilly, Obispo, San Rafael y el Paseo del Prado. El llamado Distrito Bancario, nuestro pequeño Wall Street, se enmarcaba entre O’Reilly y Amargura y Mercaderes y Compostela. En ese espacio se hallaban las sedes de los bancos principales; edificios majestuosos y con fachadas de columnas monumentales que no dejaban duda sobre la solidez, la riqueza y la eternidad de las instituciones que albergaban. Estaban allí la Bolsa de La Habana, la Lonja del Comercio, la Cámara de Comercio de la República —en lo que sería el Hotel Raquel— y las cámaras de comercio española, italiana, francesa, alemana y china, y también la Cámara de Comercio Americana de Cuba y oficinas de agencias de seguro y fianzas y de empresas azucareras y no azucareras…
Hasta 1915, Obispo y O’Reilly fueron en La Habana la meca del comercio y la moda. En 1920, sin embargo, Galiano y San Rafael era ya la esquina donde se medía el pulso de la ciudad. En 1877 La Ópera había abierto sus puertas en Galiano y San Miguel. El Encanto, que comenzó en 1888 en Guanabacoa, pasó después a la esquina de Compostela y Sol antes de hallar un sitio diminuto en Galiano y San Rafael, donde creció desmesuradamente. En 1897 se inauguraba Fin de Siglo en un pequeño local que creció al ritmo de la gran Habana. Con todo, la primera tienda de que tenemos noticias que funcionó en el área se llamó El Boulevard y ocupó el sitio de la actual ferretería de Trasval. Sus propietarios vendieron el negocio en 1887 y, aprovechando el espacio, los nuevos dueños abrieron allí La Casa Grande.
Hay un denominador común en esos establecimientos. Son todos comercios donde los empleados y aún los dueños establecían una relación familiar, casi íntima con la clientela. Nada que remede el gran almacén, como los que existían en la época en Nueva York y París. Ese bazar cobrará vida por primera vez en La Habana en el reparto Las Murallas.
Un picazo simbólico
La gran aventura urbana de la capital cubana desde mediados del siglo XIX hasta los años iniciales de la centuria subsiguiente son el derribo de las murallas y la urbanización de la zona que ocuparon. Desde 1857 el coronel de ingenieros Manuel Portilla hizo el trazado del nuevo reparto, con calles muy anchas para la época, especialmente las de Monserrate y Zulueta, y la obligatoriedad del portal en todas sus edificaciones, lo que dio un aspecto majestuoso a las construcciones que allí se acometieron.
La autorización para iniciar el derribo de las murallas llegó desde Madrid el 11 de junio de 1863. El 8 de agosto siguiente, en la puerta de Monserrate de aquel cinturón de piedra se dieron cita las clases vivas habaneras y no pocos curiosos. Habló el Conde de Cañongo, alcalde de La Habana, y el gobernador Domingo Dulce dio comienzo, con un golpe de pico simbólico, al derribo de la puerta mencionada frente a las calles de O’Reilly y Obispo. Aunque de inmediato se empezaron a demoler los tramos que obstruían la extensión de las calles, la demolición no fue todo lo rápida que se quería, pues hubo antes que ultimar detalles sobre el destino de los escombros y la indemnización al Departamento de Guerra por sus propiedades perjudicadas. Se impuso también precisar cómo se parcelarían los terrenos y a qué precio se venderían. Los interesados en los solares, además de pagarlos, debían asumir el costo del derribo del trozo de muralla que se erigía en su terreno y pagar además por la piedra que se utilizaría en la construcción; piedra que, como es lógico, era aportada por el mismo derribo.
De una manera o de otra, el primer complejo comercial habanero que quiso parecerse —solo parecerse— a los que ya existían en grandes ciudades del exterior, se construyó, como ya se dijo, dentro de la urbanización de Las Murallas, en la Calzada de Monte entre Prado y Zulueta, en 1873. Era un modesto conjunto de 12 establecimientos porticados de una sola planta, unidos por un frente común con esquinas en las calles mencionadas. Unos 20 años más tarde se construiría en La Habana el segundo edificio comercial o bazar. Contó con una distribución más moderna que el de Monte, pero al igual que en este, las tiendas o locales que lo integraron conservaron su independencia. Ese edificio es la Manzana de Gómez y fue, dicen especialistas, uno de los sitios que ejerció mayor atracción —un verdadero punto de gravitación del centro urbano— a medio camino entre la trayectoria de las calles comerciales de Obispo y O’Reilly y la de San Rafael. Al ser dotada de luz eléctrica a fines del siglo XIX se hizo más notable aún por su actividad nocturna.
El escándalo
Una foto de la Manzana tomada desde el Parque Central presumiblemente a comienzos del siglo pasado, muestra que, al igual que hoy, la primera de las tiendas que se abre sobre San Rafael, era una peletería, La Exposición. Otra peletería se encima hacia Zulueta, El Lazo de Oro. Y junto al anuncio de esta se ve el de otra tienda, El Escándalo. Se considera que este establecimiento es en La Habana el precursor de las tiendas por departamento.
Julián de Zulueta y Amondo, marqués de Álava, inició la construcción de este edificio. Contrató para ello a un prestigioso arquitecto español, Pedro Tomé Verecruisse. Quedó inconcluso y por eso, durante muchos años, se habló en La Habana de las ruinas de Zulueta. Terminaría el edificio la familia Gómez Mena. Allí estuvo el banco familiar y las oficinas de su compañía azucarera, con tres centrales en la provincia de La Habana y otro en Las Villas.
Curiosamente, dos miembros del clan sufrieron sendos atentados en este edificio. El 29 de enero de 1951 José Gómez Mena cayó abatido a balazos cuando accedía a la Manzana por la puerta de la calle Zulueta. Treinta y cuatro años antes, el 11 de enero de 1917, casi en el mismo sitio, su hermano Andrés había sido víctima también de una agresión similar cuando el relojero catalán Fernando Reugart lo mató a tiros por faltarle el respeto a su esposa. Pero José Gómez Mena tendría aquella vez mejor suerte que su hermano.