Una tienda en la calle Ocho, en Miami
¿Y TÚ QUE HACES AQUÍ?
Un amigo de la niñez en Cuba, que ahora vive en Europa, llamaba mi atención en estos días sobre la notable cifra de compatriotas locos y alcohólicos que se ven al caminar por la calle Ocho de Miami. Me comentaba, medio en broma, que se había sentido tentado a preguntarle a cada uno de esos enajenados: "¿Y tú, qué haces aquí?"
No es difícil conjeturar en torno a las respuestas que darían ellos, teniendo presente, sobre todo, el estado en que se encuentran. Lo difícil es aceptar sin más el supuesto de mi amigo, según el cual todos los cubanos que huyeron rumbo al exterior durante el último despelote migratorio debieron hacerlo motivados por las ganas de prosperar o al menos de cambiar las bases de su existencia.
La verdad es que luego de haber nacido y vivido hasta la adultez bajo las ruedas de ese devastador cilindro que es el totalitarismo fidelista, lo anormal no es que pulule este tipo de cubanos, tanto en la Isla como en Miami, sino que la mayoría de nosotros sigamos siendo normales, más o menos, o pasemos como tales.
Sin embargo, víctimas ineludibles de aquella máquina de moler cabezas y corazones, hasta los normales nos acostumbramos a ver como normal lo que es anómalo. Y también vemos frecuentemente como anómalo lo que es común y corriente.
Claro que suelen ser corrientes en Miami las historias de paisanos que en Cuba no trabajaron nunca, ni se preocuparon por nada que no fuese sentarse en las esquinas desde la mañana a la noche, a contar chistes y chismes o a discutir sobre pelota. Pero les bastó poner un pie en tierra extranjera para que la fuerza de las circunstancias les obligara a darle un giro radical a ese comportamiento.
Y de igual modo son comunes los casos de otros que no se adaptan a las reglas del juego en el mundo real. Entonces, en lugar de asumir como es debido el nuevo escenario, pretenden ajustar el escenario a las reglas de su malformación. Y como aquí ya todo está inventado, terminan por lo general presos o alcohólicos o locos o queriendo irse de vuelta a su tierra de inmundicias.
Somos dos caras de la misma moneda, por más que nos pese reconocerlo. Y los motivos por los cuales reaccionamos en forma distinta y a veces opuesta, se relacionan tal vez con las enseñanzas que nos impartieron nuestros padres, a contrapelo de la educación oficial, o con algún que otro legado de antiguas tradiciones familiares, o hasta quizá con el misterio de la memoria genética, pero nada tiene que ver, en modo alguno, con la vana presunción de que somos superiores, humanamente hablando, a esos pobres diablos, locos y alcohólicos.
A ellos, como a nosotros, no les fue permitido en Cuba, ni por una vez, conocer la felicidad. Y el hecho de que nosotros hayamos dispuesto de una mejor preparación o de mayores recursos espirituales o mentales para enfrentar la tragedia, no nos acredita suficientemente para erigirnos en jueces de los más débiles, y no nos concede patente —porque ningún ser humano la tiene— para mostrarnos despreciativos o indolentes ante su desgracia, que también es nuestra.
No siempre el derecho legal, o el formal, son suficientes para validar las razones de quien los ejerce. Y menos cuando tales razones, racionales o no, contrarían el derecho de las personas a la vida, por más anormal que sea su estado.
Por lo demás, a nadie debería sorprenderle que ante la pregunta: "¿Y tú, qué haces aquí?", alguno de esos enajenados de las calle Ocho respondiera: "Lo mismo que tú, huyendo de la catástrofe, pero inútilmente, pues llevamos la catástrofe por dentro".