Apenas puso un pie en La Habana,
Julia debió esforzarse mucho para no evidenciar su descontento permanente
¿Por qué duele regresar a Cuba?
Ana León | La Habana | CubanetMi amiga Julia dejó la Isla en el año 2012 a través del Plan de Migración de Canadá. Desde esa fecha ha venido dos veces; la más reciente con sus dos hijos nacidos en el país norteño, para que conocieran la tierra de sus padres.
Apenas puso un pie en La Habana, Julia debió esforzarse mucho para no evidenciar su descontento permanente. “No quiero que me digan que me volví una comemierda por vivir cinco años en Canadá”, me explicó mientras observaba con su mirada crítica a la dependiente del Museo del Chocolate de la Habana Vieja, que pasaba una y otra vez por nuestro lado sin atendernos, a pesar de que llevábamos esperando casi media hora.
Julia sabe qué es Cuba, así que no hizo mención de la escasez, ni los precios elevadísimos, ni el insoportable mal olor que desprenden las cloacas del Centro Histórico e inundan los incontables bares y restaurantes privados que han florecido en esa cotizada zona. Su desencanto tenía un cariz más humano que material. Después de varios años viviendo en Toronto se percató de que ya no es capaz de aceptar el constante irrespeto, la displicencia y la falta de educación que lamentablemente caracteriza a la mayoría de los cubanos.
Ese friendly environment que marca la verdadera diferencia entre las sociedades creadas por el hombre, no existe en la Isla. Aunque la tecnología y el desarrollo ayuden, el principal componente que se necesita es humano. Julia se guarda mucho de comparar en otros aspectos porque la diferencia entre Canadá y Cuba es abismal; pero no es posible que uno tenga que soportar cada minuto el escándalo, la música alta, la chusmería, el lenguaje vulgar y el humo del cigarro.
Recuerdo que Julia y su esposo ya vivían prácticamente encerrados en su apartamento antes de irse a Canadá. Eran muy divertidos pero preferían invitar a los amigos y armar la fiesta en casa. Ambos estaban hartos del maltrato en los ómnibus, los comercios, los centros de trabajo, la farmacia… en todas partes. Gritos, malas palabras, padres regañando a niños pequeños con una forma y un lenguaje que no podían menos que prepararlos para ser violentos y delincuentes en el futuro.
Ni Julia ni Oscar querían tener hijos en una sociedad tan quebrantada y hostil. No eran aburguesados ni pedantes; sencillamente el código de barbarie social que desde hace años impera en Cuba, no encajaba con la manera en que habían sido criados. “Lo mejor de vivir en Canadá es que siempre nos tratan bien y vives con una constante noción de futuro. Uno siente que tiene un proyecto, que la vida está yendo adonde quieres que vaya”.
A menudo los cubanos exiliados se creen mejores que los que siguen en la Isla, por el solo hecho de vivir en el extranjero. En muchos casos se trata de una estupidez congénita, acentuada por el repentino acceso a dineros, lugares y cosas que en Cuba no existen, o solo están disponibles para la corruptela tradicional.
Julia no considera que lo mejor de otros países sean sus grandes almacenes y la abundancia de todo lo deseable por el ser humano. Lo excepcional radica en la elevada correlación entre decir y hacer. Canadá es un país multiétnico y multicultural, de modo que la vida diaria está regida por normas de respeto y aceptación que los ciudadanos han incluido en sus vidas sin ningún tipo de trauma. En Cuba, después de tanta revolución y enseñanza gratuita, se escucha a la gente referirse peyorativamente a los homosexuales, las mujeres y los negros, a todo pulmón, a pocos metros de un policía y no pasa nada.
Ahora mismo esta Isla podría llenarse de mercados, opciones, lugares fabulosos y nada cambiaría porque el verdadero problema es de educación y respeto; de una falta de humildad que viene aparejada a una soberbia descomunal, que solo se explica quien conoce cuán acomplejado se siente el cubano con su pobreza y su incapacidad de salir de la mierda de otra forma que no sea emigrando.
En algún momento la sociedad cubana se volvió peligrosamente autodestructiva y el resultado de esa antropofagia social es lo que tenía a Julia desesperada por volver a Canadá. “Una vez que entras a un sistema donde la vida es organizada y funciona, no puedes aguantar esto”.
Contrariamente a lo que siempre han divulgado los medios masivos de la Isla, en el extranjero también hay personas solidarias; es posible tener amistad con los vecinos o, al menos, una relación amable y servicial. La diferencia es que allá la gente tiene muy claros los límites de la socialización y es muy respetuosa con la privacidad ajena.
Ese primer mundo que tanto se ha criticado en Cuba protege la vida animal al punto de que un mínimo maltrato se paga con multa o cárcel; y vela por la vida humana al extremo de financiar campañas cien por ciento efectivas contra el tabaquismo, para garantizar un ambiente sano en todos los lugares posibles.
Una tarde en que fuimos a la tienda Galerías Paseo, había gente fumando en todas partes y un enorme cenicero colmado de restos de tabaco apestaba el segundo nivel, a pesar del aire proveniente del mar. Ninguna empleada de limpieza acudió a limpiar aquel desagradable depósito.
Dentro del mercado vi a Julia caminarle detrás y preguntarle tres veces a la empleada si había pomos de agua de 5L. Sin detenerse ni mirarla, le respondió que no, y apenas a un metro estaban los susodichos galones. Julia no quería comparar, pero en Canadá jamás le hubieran permitido andar tan perdida y mucho menos repetir la pregunta.
“Es que aquí todo es personal y la gente se molesta cuando tiene que hacer su trabajo, como si el cliente la estuviera ofendiendo al consultarle algo”. Acostumbrada como estoy yo misma a ese maltrato diario, nunca lo había visto de esa manera. Me sentí impotente y culpable a la vez, y no pude reprocharle, ni en broma, que tuviera tantos deseos de irse.
Ya Julia no me presiona para que me vaya, y ha renunciado a entender por qué sigo en Cuba. Pero no soporta estar unos días en esta Isla donde nos conocimos hace casi 20 años. Le resulta hostil, ajena y de una pobreza de espíritu que rebasa infinitamente a la falta de papel higiénico en las tiendas. Aquí, donde además de la afinidad nos unieron Homero, Sor Juana, Dulce María Loynaz, Shakespeare, Vallejo y Neruda, no se siente a salvo ni feliz.
ACERCA DEL AUTOR Ana León: Licenciada en Historia del Arte
|