El castrismo prohibió la prostitución por ser algo propio del Capitalismo, pero ésta simplemente transformó su formato. Primero, sobrevivió a cambio de poder e influencias: después, el dinero volvió a la ecuación. La penuria hizo el resto.
GRAFICA, EULOGIA MERLE
CORTESANAS DE LA UTOPÍA
Una prostituta envejecida es como un libro con páginas ajadas que describe la vida de una nación. Un manual de supervivencia para acercarse a los vaivenes de la realidad, aprender su parte más carnal y por momentos sórdida. Muchas de las cortesanas de la utopía en Cuba ya son octogenarias. Pasaron de acariciar el pecho de sus ídolos barbudos a que la artritis las azote en las largas filas para comprar el pan.
Hace más de medio siglo en esta isla se decretó el fin del intercambio de sexo por dinero. Nadie, nunca más, vendería su cuerpo por un poco de comida, por una posición social o un mejor empleo. Las putas eran cosa del pasado capitalista y en el país que se encaminaba a la utopía no había espacio para tal debilidad. Tenían que transformarse en milicianas, en trabajadoras destacadas e intachables madres del hombre nuevo.
Pero la prostitución, ¡ay!, siguió existiendo. Como la lotería que se sumergió en la ilegalidad tras ser proscrita y los chistes contra el Máximo Líder que se protegieron en los susurros, el oficio más viejo del mundo se rodeó de sombras. Los clientes ya no eran nacionales con unos pocos pesos para gastarlos en el burdel más cercano, ni marineros deseosos de recuperar en el trópico los largos días de continencia en altamar.
En lugar de eso, la meta de las cortesanas socialistas era terminar en el lecho con un guerrillero bajado de la Sierra Maestra, capturar a algún jerarca del Partido Comunista o liarse con un ministro que le proveyera de carro, viaje al extranjero o casa. El dinero en efectivo no participaba en la operación. Ella daba caricias y él devolvía poder. Eran los años de la poligamia revolucionaria, en que un comandante que se respetara necesitaba tantas queridas como medallas.
El proxeneta se transformó. Proliferaron los jefes de protocolo que conectaban a estas dedicadas compañeras con los visitantes extranjeros invitados por la Plaza de la Revolución. Con ropa ajustada amenizaban las fiestas donde guerrilleros latinoamericanos intercambiaban copas con etarras, líderes sindicales y diplomáticos de Europa del Este. Ellas reían y flirteaban. La Revolución es puro amor, pensaban ellos.
La caída de la Unión Soviética ocasionó un cataclismo en aquellas camas donde se intercambiaban sudor e influencias, semen y privilegios. Con el fin del subsidio llegado desde el Kremlin y las reformas económicas que el oficialismo se vio obligado a hacer, el dinero recuperó su capacidad de convertirse en bienes, servicios y caricias. La nueva generación de prostitutas había leído a Carlos Marx, declamado a Nicolás Guillén y echado flores al mar tras la desaparición de Camilo Cienfuegos. Eran, al decir de Fidel Castro, las más cultas del mundo.
El turismo internacional entró a mediados de los años noventa con sus bebidas enlatadas, sus hoteles prohibidos para nacionales y sus damas de compañía rebautizadas como jineteras. La propaganda oficial había vociferado por todo el mundo que Cuba fue antes de enero de 1959 “el burdel de los americanos”, pero chocó entonces con la evidencia de que la isla se erigía como el prostíbulo de europeos y canadienses.
Eran los años del remate, de los precios ridículos. Un jabón, un frasco de champú o un par de zapatos bastaban para pagar los favores de estas jóvenes que habían sido formadas para habitar el futuro y terminaban en la cama con un hombre que les triplicaba la edad y del que ni siquiera sabían pronunciar el nombre. El sueño que acariciaban muchas de ellas se resumía en un contrato de matrimonio, la emigración y una nueva vida lejos de Cuba.
Hoy, muchas de aquellas gráciles cortesanas —que inundaron con vestimenta colorida las afueras de las discotecas— se han transformado en madres o abuelas que pasean a su prole por un parque en Milán, Berlín o Toronto. Con sus pensiones compran apartamentos en la isla y regresan dispuestas a pagar por un amante joven, que suspire ante el pasaporte con la nueva nacionalidad que ellas adquirieron con el sudor de su pelvis.
Son las sobrevivientes airosas de una dura batalla, pero otras solo lograron una enfermedad venérea, largas noches en los calabozos y el trato de groseros clientes que regateaban hasta el último beso.
La respuesta oficial contra las jineteras se concentró en la represión. Detenciones, condenas a prisión y deportaciones forzadas hacia su provincia de origen, fueron algunos de los rigores que debieron sortear estas trabajadoras del sexo. El chulo cobró importancia en la misma medida en que la calle se volvió un riesgo. Ahora, muchas aguardan en una habitación, ellos consiguen al cliente, cobran el dinero y administran sus vidas.
Floreció también la prostitución masculina. Los conocidos pingueros no resultaban tan mortificados por la policía en un país donde la tradición machista no estigmatiza igual a la mercancía que viene empaquetada en cuerpo de mancebo. Ellos logran burlar la vigilancia y llenan cada espacio del territorio nacional donde el acento delata a un visitante. Pueblan el muro del Malecón, muestran sus endurecidos bíceps en las playas más turísticas y la mayoría ofrece un servicio unisex que duplica sus posibilidades y amplía sus ingresos.
Porque el dinero, ¡ay!, siguió comprando cuerpos. Mucho más en un momento en que una nueva clase emerge a tropezones entre los despojos económicos. Los nuevos ricos no llevan uniforme militar, sino que regentan restaurantes privados o administran una empresa mixta. De la mano de ellos el cliente nacional se ha vuelto a colar en la foto de la prostitución cubana.
El incremento de las desigualdades sociales y el boom turístico que ha vivido la isla desde el comienzo del deshielo diplomático entre La Habana y Washington han potenciado también el mercado carnal. En 2016 el país alcanzó la cifra récord de cuatro millones de visitantes internacionales. Los más solicitados vuelven a ser los clientes llegados del país del Norte, esos yumas que la propaganda oficial creyó haber extirpado de los burdeles.
En el reciente Simposio Internacional Violencia de Género, Prostitución, Turismo Sexual y Trata de Personas realizado en enero pasado en La Habana, un investigador del Ministerio del Interior reveló cifras alarmantes. De un grupo de 82 prostitutas que estudió la mayoría eran “mestizas, seguidas por blancas y negras, provenientes de familias disfuncionales y permisivas, que viven en condiciones de hacinamiento”.
Estas mujeres se lanzan a los brazos de los turistas porque “no pueden cubrir las necesidades básicas de alimentación, vestido y calzado”. Una de cada tres se inició en el oficio antes de los 18 años y “cobran entre 50 y 200 dólares”, en dependencia del servicio que brinden.
No buscan lujos, sino migajas. Son las nietas de aquellas cortesanas que jadeaban entre consignas y privilegios.
Yoani Sánchez: