El presidente asegura que ya
“Casi nadie en Washington” confía en Comey y destaca en Twitter sus fracasos
El Rey Trump ataca públicamente al director del FBI después de destituirle
Jan Martínez Ahrens - Washington
Donald Trump nunca lo ha ocultado. Prefiere el ataque a la defensa. Bajo ese principio tomó el martes la decisión más abrupta de su vertiginoso mandato: destituir al director del FBI, James Comey. Fue un ataque a la yugular de unas de las instituciones más respetadas de EEUU, pero también un movimiento dictado, a juicio de sus opositores, por su instinto de supervivencia. La investigación de la trama rusa se había vuelto la mayor amenaza en su horizonte político y Comey, según una investigación de medios estadounidenses negada por la Casa Blanca, acababa de solicitar más recursos para las pesquisas.
Las sospechosas conexiones con el Kremlin durante la campaña electoral se han convertido en una bomba de relojería que, pese la caída de Comey, aún puede impactar al presidente. Algo Trump que intentó evitar este miércoles en una serie convulsa de tuits destinados a restarle al exdirector del FBI la credibilidad que le quedaba. "Comey perdió la confianza de casi todo el mundo en Washington", afirmó. Luego, ante la prensa, remató: “No estaba haciendo un buen trabajo".
Estados Unidos se enfrenta a sus propios demonios. El presidente ha forzado hasta límites insospechados el tejido institucional al destituir a Comey. Elegidos por 10 años para proteger su independencia, sólo una vez desde su fundación en 1908 un director del FBI había sido despedido. Ocurrió en 1993 bajo el mandato de Bill Clinton y el motivo fue ético: el uso de dinero público para fines privados. Desde entonces, la agencia ha soportado todo tipo de tempestades y presiones sin que su responsable cayese.
Pasados más de tres meses desde la investidura presidencial, la pervivencia de Comey en el puesto parecía asegurada. Su férrea defensa de las pesquisas vinculadas a la trama rusa, encaminadas a desentrañar si hubo coordinación entre el entorno de Trump y la campaña lanzada por el Kremlin contra Hillary Clinton durante las elecciones, le hacían merecedor del respeto de sus agentes. Su principal punto de quiebra procedía precisamente de su tirante relación con Clinton. Pese a haber sido nombrado en 2013 por Barack Obama, su decisión de reabrir el caso de los correos privados de la candidata en octubre, a 11 días de las elecciones, fue considerada una traición. La propia Clinton atribuía a esta medida parte de su derrota.
El presidente intentó aprovechar esta fractura a su favor. Justo el día en que el FBI reconocía que Comey había dado información falsa al Senado sobre los motivos de la reapertura del expediente de los correos, el mandatario anunció su defenestración. Parecía un castigo a sus errores al prestar testimonio. Pero el motivo del despido, para sorpresa general, no fueron las citadas equivocaciones, sino una resolución previa, en julio pasado, de instar el cierre del caso Clinton. Un paso que había sido amargamente criticado por Trump pero que había caído en el olvido.
El argumentario legal para destituirle, basado en que supuestamente suplantó el papel del Departamento de Justicia al ordenar el carpetazo, fue elaborado por el ayudante del fiscal general, Rod Rosenstein, y sirvió a su jefe, Jeff Sessions, para solicitar el mismo martes el despido.
La escenificación culminó con una durísima carta firmada por Trump. En el escrito, después de recordar que Comey le había exonerado tres veces de la investigación de la trama rusa, le calificaba de “incapaz” para dirigir el FBI. Como remate a esta humillación, el presidente envió a la sede de la agencia a un antiguo guardaespaldas con la misiva. Pero Comey estaba en Los Ángeles y se enteró de su despido por la televisión.
La abrupta maniobra levantó inmediatas sospechas. “La decisión del presidente de despedir al hombre que está a cargo de investigar la colusión con Rusia despierta la pregunta de si la Casa Blanca no está interfiriendo en una investigación criminal”, afirmó el congresista Adam B. Schiff, líder demócrata en el Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes. En esta línea, la oposición atacó al fiscal general por haber intervenido en el despido de Comey pese a estar inhabilitado para tratar cualquier asunto relacionado con la trama rusa debido a que mintió al Senado sobre sus reuniones con el legado de Vladímir Putin en Washington, Sergei Kislyak.
Otro punto negro fue el descubrimiento, negado vehementemente por la Casa Blanca, de que Comey, lejos de arredrarse ante las presiones, había solicitado la semana pasada un notable incremento de personal y recursos para la investigación. Y que la reunión, siempre según The New York Times y The Washington Post, la había mantenido con el ayudante del fiscal general, el mismo que días después le dio la puntilla.
Toda esta carga agudizó la sensación de crisis institucional en Washington. Deteriorada la confianza en el presidente y ante el riesgo de que el despido fuese utilizado para neutralizar el caso, los demócratas pidieron el nombramiento de un fiscal independiente o de un comité especial que blindase las pesquisas. La solicitud fue respaldada por unos pocos republicanos, entre ellos, el excandidato presidencial John McCain, y el presidente del Comité de Inteligencia del Senado, Ricard Burr.
Pero la plana mayor republicana se movilizó para frenar más deserciones. El vicepresidente, Mike Pence, pidió mantener la confianza en el FBI, y el líder de la mayoría republicana en el Senado, Mitch McConnell, desechó cualquier posibilidad de nombrar un investigador especial. El presidente, como ya es habitual, fue más lejos que ninguno.

