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General: Recordando a la escritora Lydia Cabrera, se marchó de Cuba en 1960
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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: CUBA ETERNA  (Mensaje original) Enviado: 27/05/2017 15:08
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En memoria de Lydia Cabrera, a los 118 años de su nacimiento
Se marchó de Cuba en 1960 y hoy, décadas después, se le empieza a “perdonar la vida” en Cuba, después de muerta
 Lydia Cabrera;  Investigadora, etnóloga y escritora cubana, (La Habana, 20 de mayo, 1899 - Miami, 19 de septiembre, 1991)
      Lillian Moro | 14yMedio
"Cada época, como cada país, tiene su trasmundo, su metafísica". Fernando Ortiz
Lydia Cabrera (La Habana, 20 de mayo de 1899 - Miami, 19 de septiembre de 1991) fue hija del patricio Raimundo Cabrera. Su primera vocación fue la pintura, por eso viajó a París, como casi todo aquél que aspira a ser pintor, pero un buen día destruyó toda su obra, no sabemos si para bien o para mal de la plástica cubana, aunque desde luego fue una decisión afortunada para nuestra cultura: con la muerte de la pintora había nacido la antropóloga.
 
Es ya muy conocida la frase de Lydia Cabrera en la que expresa que descubrió a Cuba a orillas del Sena. Al parecer, los once años que pasó en París fueron decisivos para ahondar en sí misma y en sus objetivos profundos.
 
¿Pero por qué fue en París que sintió la necesidad de ahondar en el conocimiento de su país? Todos los exiliados sabemos que se valora mejor a la patria en la distancia, y Lydia, emigrante intelectual que de vez en cuando pasaba algunas temporadas en Cuba, descubrió el ser esencial, primigenio, a partir de un entorno cultural distinto, gracias a la distancia, así como al ánimo sosegado, pues el distanciamiento había sido elegido voluntariamente.
 
El período que pasó Lydia en París, de 1927 a 1938, no fue sólo un paréntesis —nada apacible— entre las dos grandes conflagraciones de este siglo; fue, ante todo, un período de desarrollo y expansión de la conciencia universal. Ya en los primeros diez años del siglo, en el terreno artístico parisino, primero el fauvismo y luego el cubismo constituyeron una revolución estética. Fue un salto de gigante de la forma y el color, pero la ruptura del canon vino precedida del descubrimiento de las máscaras africanas y de la valoración del arte primitivo exótico. Luego el surrealismo da un paso más, con sus manifiestos de 1924 y 1930. Pocos años después ya el término “negritud” se había incorporado al léxico intelectual europeo.
 
En Cuba, a escala menor, se podían apreciar también los signos de la efervescencia intelectual: el surgimiento del Grupo Minorista y la Revista de Avance en 1927, con la convulsa época del machadato y sus secuelas, esa regresión que reiteradamente se produce en toda sociedad en sus momentos luminosos.
 
Fue en 1936, en París y traducidos al francés cuando los Cuentos negros de Cuba de Lydia Cabrera aparecen publicados por Gallimard, una recopilación de las narraciones con las que llenaba las horas de enfermedad de su amiga la escritora venezolana Teresa de la Parra, quien finalmente murió ese mismo año en Madrid. La edición en español saldría en La Habana en 1940, con prólogo de su cuñado Fernando Ortiz, de la imprenta La Verónica, la del poeta español exiliado Manuel Altolaguirre y Concha Méndez. Eran los años de oro de la cultura cubana, en la que se incluye la pintura.
 
Cuando Lydia regresa a Cuba en 1938 se entrega de lleno a la investigación sistematizada de nuestras religiones afrocubanas: ante ella se abría el ancho y abigarrado universo de todos los sistemas de creencias que convivían en la Isla, con su particular acervo lingüístico; religiones diferentes sólo hermanadas por un origen común. Lydia se volcó en el trabajo de campo recogiendo una ingente cantidad de información suministrada por los más importantes practicantes, incluso teniendo en cuenta que algunos datos eran intencionadamente erróneos y otros muchos escamoteados desde verdades a medias o de menor relevancia. Se hizo amiga de babalochas de prosapia —en la Santería o culto yoruba—, quienes la respetaban sinceramente; se adentró en la dureza de la Regla de Palo Monte, y hasta recogió, con riesgo personal, el ritual de la misógina Sociedad Secreta Abakuá, escondida de los bravucones ojos masculinos... y, en fin, muchas botellas de aguardiente pasaron de manos de la antropóloga hasta las de algunos de sus informantes, muchos de ellos “negros de nación”.
 
Así se formó la extensa e imprescindible bibliografía de Lydia Cabrera, donde le importaba más recoger las diversas manifestaciones y aportes que sistematizar el contenido; métodos y objetivos diferentes a los de su cuñado Fernando Ortiz, esa otra figura cimera de la antropología cubana.
 
La década de los años cuarenta, ya en Cuba, fue de trabajo ingente, en la búsqueda de lo "afrocubano" —paradigma que en pintura representa Wifredo Lam con La jungla, de 1942—. Fueron los años de gestación que darán a la luz las mejores obras en la década de los cincuenta a través de las Ediciones del Chicherekú, impresas en Úcar, García y Compañía, destacándose entre todas El monte, en 1954, cuyo herbario mágico es una recopilación única en nuestra literatura de investigación botánica y mágica.
  
Se puede valorar la obra de Lydia Cabrera desde diferentes aspectos, porque contiene no sólo la investigación de los secretos rituales religiosos, sino porque también es un compendio lexicográfico que abarca las lenguas yoruba (véase, en especial, Anagó, vocabulario lucumí, 1957) y congas, según han ido evolucionando en convivencia con el castellano. Pero, principalmente, es una obra acerca de la magia presente en las diferentes ramas de la cultura afrocubana, y esa noción de magia no sólo está contenida en el pensamiento cosmogónico, sino que forma parte de la cultura cubana en general, traspasando los límites rituales para manifestarse en grandes parcelas de la vida cotidiana. De ahí que la valoración final de la obra de Lydia Cabrera tenga que ver con el descubrimiento y la aceptación de nuestra realidad cultural como expresión no sólo de un entramado europeo y africano —español y yoruba, principalmente—, sino de un Mito originario, ampliado y enriquecido con múltiples signos que caracterizan nuestros arquetipos, gracias a que, a pesar de la ignominiosa esclavitud colonial, las culturas africanas traídas a la Isla pudieron expresarse justamente en los momentos de formación de nuestra nacionalidad criolla. La influencia de estas culturas negras nunca hubiera tenido tanto peso de no haber sido porque incidieron en nuestra incipiente nacionalidad a través de mitos mágico-religiosos.
 
Lydia no teorizó al respecto: rescató la metáfora. Poeta la llamó María Zambrano en un memorable artículo:
 
Lydia Cabrera se destaca entre todos los poetas cubanos por una forma de poesía en que conocimientos y fantasía se hermanan hasta el punto de no ser ya cosas diferentes, hasta constituir eso que se llama "conocimiento poético”. [María Zambrano, “Lydia Cabrera, poeta de la metamorfosis”, en Noticias de Arte, número Homenaje a Lydia Cabrera, Nueva York, mayo de 1982].
 
Se marchó de Cuba en 1960 y hoy, décadas después, se le empieza a “perdonar la vida” en Cuba, después de muerta.
Yo tenía 16 años cuando leí por primera vez el nombre de Lydia Cabrera en aquella dedicatoria de Lorca en su poema “La casada infiel”. Pasaron los años y perdí la adolescencia de entonces, y la patria de entonces. Y un buen día, a principios de los años setenta, conocí, en el exilio madrileño y gracias a la buena voluntad de mi compatriota Tony Évora, a la mujer que había detrás del nombre de aquella dedicatoria lorquiana: Para Lydia Cabrera y su negrita. Me resultó muy emocionante tener frente a mí no solo a la escritora, la antropóloga, la investigadora, sino a la mujer que —fiel a la tradición de los misterios eleusinos— rescató con paciente trabajo y amor la otra parte esencial de nuestra nacionalidad, de nuestra idiosincrasia, cuñada de Fernando Ortiz, ese pionero en el camino del descubrimiento de la otra cara de Jano de nuestra identidad.
 
Pero Lydia, más que intentar comprender, quería preservar todo el caudal informativo que le proporcionaban los llamados “negros de nación”. Más que sistematizar, realizó un laborioso trabajo de campo; recogía toda la información, incluso la que sabía engañosa o tergiversada si sus celosos informantes le querían cerrar el paso a los aspectos profundos de la religión que estuvieran vedados a los no iniciados.
 
Poco antes de marcharme de Cuba pude ver en una casa que visitaba, algunos de los libros de ella. Le pedí prestado El Monte a la dueña de la casa y desde 1968 hasta que salí de Cuba en 1970 estuve copiando a mano, en hojas de libretas escolares, toda la sección del herbario, que luego un amigo me fue enviando por correo a España y que pude finalmente pasar a máquina. Muchos años después pude adquirir ese libro en el exilio.
 
Cuando coincidimos en España, en su vivienda madrileña cerca del Paseo de la Castellana, Lydia pintaba rostros ancestrales en piedras que regalaba a los amigos. A mí no me regaló nunca una piedra, sino su escritorio: “para que te dé la misma suerte que a mí me ha dado”, todavía con algunas salpicaduras de aquellos colores que daban vida mágica a la naturaleza pétrea.
 
Recuerdo que comíamos a veces las tres juntas —Lydia, su compañera María Teresa de Rojas y yo— disfrutando del criollo picadillo con arroz blanco y plátanos fritos cocinados por una muchacha española a la que habían entrenado para confeccionar los platos típicos de la comida cubana. Ese cálido refugio habanero en medio de una ciudad que también formaba parte de nuestra herencia que nos forjó “criollos” fue acondicionado por Amalia Bacardí con todo el cariño de la amistad, quien por entonces residía también en España.
 
En aquel salón comedor las anécdotas fluían entre el humo de los cigarrillos de Lydia y míos, recuerdos que lo mismo evocaban el hambre feroz y la feroz miseria de la que fue testigo en la posguerra española en un viaje anterior a aquella ciudad de donde finalmente se marchó por la tristeza que sentía al no poder resolver las miserias a su alrededor. Pero también se deslizaban en sus conversaciones los recuerdos dulces de su mundo cubano en la Quinta San José, aquella mansión hecha con delicado gusto y que ella y Titina pensaban donar como museo a la nación cubana pero que habían perdido al marcharse de Cuba. Quizás para abstraerse de tantos recuerdos, María Teresa se ocupaba de echar migas de pan a los gorriones que se posaban en la terraza madrileña, la fiel, discreta y aparentemente frágil compañera de gran parte de su vida, que con dedicación siempre se había ocupado de ordenar las fichas de las investigaciones de Lydia y que ahora se movía por aquella sala casi con pasos etéreos.
 
“Lo que nos ha pasado no tiene nombre, no tiene nombre...”, solía decirme Lydia casi siempre como despedida a mis visitas. “Morito” (me llamaba cariñosamente en alusión a mi apellido) “tienes que escribir todo lo que hemos sufrido, pero con toda su crudeza; confío en que lo vas a hacer, es un deber…”
 
Finalmente volvió a Miami porque el clima madrileño terminó afectándole los bronquios, según me dijo.
 
Con Lydia Cabrera terminó también esa época de luz de la inteligencia cubana, que compartió con otros ilustres personajes que en el exilio o en el ostracismo dentro de Cuba fueron la expresión de lo más esencial de nuestra nacionalidad.
 
Bueno, querida amiga Lydia, allá, en “el mundo de la verdad” —como le decimos a esa dimensión donde nos encontraremos—, debes haber comprendido que hay diversas formas de expresar lo inexpresable, que muchas veces el diccionario no abarca todas las densidades del vacío esencial que vamos arrastrando en nuestro paso por el mundo. Me doy por satisfecha con que no te olviden, pues sin tu biografía y tu obra la historia insular que nos pertenece estaría incompleta: sería una historia sin la metáfora del alma nacional que tú contribuiste a descubrir.
  
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 Lydia Cabrera y Reinaldo Arenas
  
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Hilda Perera, Enrique Labrador Ruiz, Lydia Cabrera y Reinaldo Arenas 
Fuente 14yMedio


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